Domingo, 20 de marzo de 2016 | Hoy
CINE > CORNELIU PORUMBOIU
De entre los directores del nuevo cine rumano, Corneliu Porumboiu siempre se destacó por ser el más consistente, el de personalidad más definida. Conocido por películas como Bucarest 12:08 o Policía, adjetivo, ahora se estrena en Argentina El tesoro, una comedia seca y llena de perplejidades que a partir de la exploración de una casa abandonada sirve como excusa perfecta para internarse en el convulsionado pasado de Rumania.
Por Paula Vázquez Prieto
Si algo anhela y celebra la crítica son sus inesperados descubrimientos. Y en el panorama internacional de festivales, muestras y eventos cinematográficos ha sorprendido, desde hace algunos años, el tímido despertar del cine rumano. Podría discutirse si existe efectivamente una “nueva ola”, como lo fueron en los ’50 y ’60 la ola negra yugoslava o la nueva ola checa –por nombrar algunas que se avizoraban en aquellos pagos tras el Muro-, o si se trata, en realidad, de un movimiento fruto de la coyuntura, de la necesidad de decir algo respecto a la Rumania posterior a la caída de Nicolae Ceausescu, del intento de dar cuenta de ese mundo incierto que parece haber venido para quedarse. Lo cierto es que varias películas, y no menos directores, han llamado la atención de los críticos y convocado el interés de los espectadores. Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días), Cristi Puiu (La noche del señor Lazarescu), Radu Muntean (Aquel martes después de navidad) y Catalin Mitulescu (Cómo celebré el fin del mundo) han sido algunos de los nombres que han circulado por festivales, que han asomado en la cartelera local, y que han disparado análisis y especulaciones sobre esta producción que colocó a Rumania con pie firme en el cine contemporáneo. Sin embargo, el que destaca como la figura más consistente y con una personalidad claramente definida es Corneliu Porumboiu. Tal vez esto ocurra porque su obra es más prolífica para nosotros en tanto ha sido más difundida. El estreno de El tesoro, en estos días, representa el cuarto peldaño en la consolidación de su aguda e inusual presencia cinematográfica luego de Bucarest 12:08 (2006), Policía, adjetivo (2009) y Cae la noche en Bucarest (2013). Síntoma ineludible de la influencia del dramaturgo del absurdo Eugène Ionesco (La cantante calva) en la cultura rumana y artífice de una alquimia feroz entre la sátira política y la comedia de la perplejidad –conocida como deadpan-, Porumboiu ha hecho un camino propio, de sutiles variaciones y conscientes referencias, que hoy se cristaliza con lucidez en su última aventura.
El tesoro parte de una anécdota: su amigo, protagonista y también director, Adrian Purcarescu, recordaba una vieja historia familiar sobre un tesoro enterrado en el jardín de su casa materna. Una casa expropiada durante la era comunista, recuperada luego en los ’90, y hoy casi en ruinas con gran parte de su historia cubierta del polvo y el silencio del olvido. Porumboiu decidió seguir esa pista, casi como la punta de un ovillo: contrató un equipo de detección de metales, y registró con su cámara –inicialmente como material para un documental - los trabajos de rastreo a lo largo de ese jardín poblado de trastos y malezas que prometía esconder un misterioso botín. Como cuenta el director en una entrevista con la revista Film Comment a propósito del estreno de El tesoro en el Festival de Nueva York, “todo sucedió muy rápido. Él [Adrien Purcarescu] me contó la historia del jardín, y comenzamos a filmar sin parar, tratando de encontrar el tesoro. A medida que avanzábamos en esa búsqueda nos sentimos atrapados, como en una especie de laberinto. Entonces, cuando regresé a Bucarest con el material para editar, decidí hacer algo para salir de ese encierro, y comencé a escribir el guión”. Esa búsqueda inicial, motivada por una fábula más que por una pista cierta, también contagia la vida del protagonista ficcional ideado por Porumboiu: Costi (Toma Cuzin) es un funcionario que trabaja sentado en un escritorio, inmerso en una lógica previsible y repetitiva, que vive una existencia sin aparentes sobresaltos junto a su esposa y su pequeño hijo, y que un día recibe la visita de su vecino Adrien (alter ego de Purcarescu que ahora es editor en lugar de cineasta) internándolo así, como en un abrir y cerrar de ojos, en un curioso escenario de fantasía.
Como lo había hecho en Bucarest 12:08 y Policía, adjetivo, la comedia del nonsense es la excusa perfecta de la que se vale Porumboiu para explorar el pasado rumano. La casa, con el jardín y el tesoro, está ubicada en la ciudad de Islaz, epicentro de la gesta revolucionaria de 1848 –conocida como la Revolución de Valaquia- que culminó con un tibio proceso reformista y que pondría fin a esa tenue alianza entre la burguesía y el proletariado que quedaría definitivamente desterrada en el siglo siguiente. La misma casa fue luego expropiada durante los años comunistas, transformada en jardín de infantes, en establo de caballos, en club de strippers, y, por último, en catalizador de las múltiples contradicciones que rigen el presente de las tierras del conde Drácula tras la caída del Muro. Esas pinceladas sociales se perciben desde las primeras escenas intervenidas por un sutil desconcierto, el mismo que nutre esa realidad absurda y desplazada que sirve apenas como contexto y que, pese a la inercia de su movimiento, se intuye como fruto de una ficción kafkiana.
El cine de Porumboiu muestra claras influencias de la tradición satírica de directores checos como Jirí Menzel (Trenes rigurosamente vigilados) o Milos Forman (¡Al fuego, bomberos!), de la intervención del azar y la fortuna que anida en la obra de Eric Rohmer, de los destinos sin brújula que emprenden los personajes diletantes y abúlicos de Antonioni (filiación evidente en Cuando cae la noche en Bucarest), enriquecida por sus propios cuestionamientos, a su historia y la de su país, y a su misma tarea como artista. Por ello su puesta es tan distanciada, imperturbable, afirmada en planos fijos e incómodos, como si el teatro de la vida no nos ofreciera un asiento en primera fila sino la última butaca del gallinero. Casi como revelador de una farsa latente, como un socorrista improvisado frente a la monotonía grisácea de la vida cotidiana, Porumboiu hace cine con atmósferas creadas paso a paso, plano a plano, elaboradas con retazos de vidas ordinarias e inmersas en el sinsentido, que de pronto emergen a la superficie como Robin Hood salta del árbol. El tesoro, la película y el objeto escondido, son metáforas de todo descubrimiento, son la puerta trasera a una realidad que convive escondida bajo la apariencia, sumergida todo el tiempo como un plano encriptado a la espera de ser descubierto. Y cuando lo hacemos, no podemos dejar de sentir que la risa nos invade, como un golpe de certeza, por haber descubierto eso que ya conocíamos.
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