Dom 24.04.2016
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PERSONAJES > MARINA GLEZER

ELLA ESTÁ POR DESPEGAR

Alumna de Norman Briski, hija de padres exiliados –por eso nació en Brasil y todavía no es argentina–, politizada y convencida de la posibilidad de provocar cambios a través del arte, la actriz Marina Glezer es la protagonista de Mecánica popular, la película de Alejandro Agresti que se estrena la semana que viene. Conocida por la recordada El polaquito y con actuaciones notables en televisión en programas tan diferentes como la notable serie Los Sónicos o la más reciente Variaciones Walsh, en esta entrevista habla de su compromiso, de cuáles son los papeles que se le ofrecen a una mujer –y cuáles se ve obligada a descartar– y de las ganas que tiene de dirigir y escribir en la búsqueda de su intensa voz propia.

› Por Walter Lezcano

Cuando la actriz Marina Glezer habla de los lazos que la unen a la actuación desde hace más de 15 años parece que un río de emociones atravesara sus palabras. Hay mucho énfasis en su boca. Y a veces son sensaciones contradictorias que colisionan con un medio acostumbrado a la mansedumbre: la necesidad de trascender la concepción de un mero y simple producto comercial, ya sea una película o una obra de teatro o una serie, para poder entrar con su cuerpo y sus parlamentos en el terreno, siempre inestable, del arte comprometido con el tiempo que le toca vivir y los conflictos sociales. Sin embargo, ella logra encontrar el norte y sabe que su profesión es algo así como un destino cimentado en una búsqueda ardiente e incansable muy parecida a la que enuncia en un texto la poeta Cecilia Pavón, donde expresa lo siguiente: si pudiera encontrar el fuego/ que mantiene vivas a las personas/ todo se solucionaría. Y es que Marina Glezer es, definitivamente, una mujer apasionada por lo que hace ya que pudo llevar adelante un recorrido personal donde el paso por el teatro, cine y televisión son las formas que encontró para experimentar otros modos de vida, muy distintas a la suya, y dialogar con sus propias convicciones e ideas más arraigadas.

Mientras le pone manteca y mermelada a un potente beagle asegura: “Si no actúo lo padezco.”

EN EL CAMINO

Marina Glezer, hija de padres argentinos, nació en Brasil en 1980 (“todavía no tengo la nacionalidad argentina”) luego de que sus padres se exiliaran del país a causa de la última dictadura militar. Relata: “Ellos se fueron de Argentina en el 76, tuvieron a mi hermana en Uruguay y después, como en Uruguay estaba complicada la mano, se mudaron a San Pablo. Mi mamá estudiaba cine y la facultad se la cerraron los militares, es el lugar que hoy corresponde a la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica, la ENERC. Y mi papá era médico y pertenecía a un brazo político intelectual de Montoneros. No necesariamente participaba de la agrupación pero sí estaba alineado políticamente. Nací en ese contexto sociopolítico que claramente me marcó a mí y a toda mi familia.”

El de Brasil fue un tiempo exitoso donde le había ido bien económicamente a los Glezer: “Era un contexto ideal y negador de lo que pasaba acá, no solamente faltaban treinta mil, que ya era grave y muy doloroso, también las vidas se les desmoronaron con la llegada del neoliberalismo.”

La familia retornó al país en el 83, con la democracia. Atravesaron el alfonsinismo con cierta cuota de esperanza, sobre todo por el juicio a las Juntas y porque la madre de Marina empezó a meterse en política. Pero en el 89 fue la debacle familiar: “Fue muy duro acomodarse en la adolescencia. No me gustaría que a mis hijos les tocara vivir algo así. Me pasaron cosas terribles como que la policía mató a un amigo en el 95. La cantidad de cocaína era bestial por las calles. Porque hay una mirada infantiloide respecto al uno a uno: el costo que pagaron, de sangre y pellejo, los sectores más vulnerables fue muy grande. Cuando uno forma parte de una sociedad hay que sentirse responsable por todos y no por la parte que te toca nomás. Así se construye una sociedad mejor. Pero lo que veo es que en esta sociedad lo que vale es desmerecer la vida ajena para enaltecer la propia.”

¿Qué relación había en tu casa con el arte?

–Mis viejos eran intelectuales de izquierda. Progresistas con curiosidad, ansias de búsqueda constante. No por vanguardistas si no por inquietos. Yo quiero hacer una película sobre el mítico bar de los setenta: La Paz. Donde la alcurnia intelectual argentina se sentaba a debatir lo que pasaba. Y, obviamente, muy cuestionado todo porque no se debate en una mesa si hay caídos. Yo valoro mucho como mi parte formativa las charlas que escuché de estos intelectuales. Mis viejos me abrieron las puertas a León Ferrari, al Tata Cedrón, la Negra Sosa, también andaban por ahí Miguel Briante, Fogwill, Alberto Ure, gente así. Fui navegando de la mano de estos padres que me tocaron por mundos donde la realidad era muy real, muy cruda y estaba muy atravesada porque lo que es el arte. En este sentido siempre me costó mucho dar crédito o creer en estos colegas o compañeros que se llaman a sí mismos apolíticos o que prefieren guardar silencio porque me parece que eso no existe en el arte. Toda acción es política. El que se llama apolítico prefiere no pensar. Y eso nunca es bueno.

¿Por qué elegiste la actuación dentro de todas las opciones artísticas que se te presentaban?

–Siempre fui muy curiosa. Soy un mono con navaja que me meto en lugares donde no me llaman y descubro cosas que no tenía que haber visto. Y también pasó que me fui enamorando o apasionando de algunos hombres. Y ese amor me llevó a abrir muchas puertas. Siempre escuché mucha radio, por ejemplo, me encanta. Coleccionaba revistas de humor. Veía mucha tele también y me fascinaba el Negro Olmedo y sus chicas. Me cortaba el pelo como Susana Romero y mamá miraba muchos programas políticos. No era una niña politizada, pero me gustaba que mi mamá me compartiera su mundo. También jugaba a que era la nieta de Alfonsín, a que mi papá era Bilardo y que me casaba con Caniggia, típico de niñas. En los 80 y 90 la tele era algo muy importante de comunicación. Iba a la escuela pública y después miraba la tele. Y todo lo que vi me marcó. Veía Atreverse de Alejandro Doria y era muy fan de Bárbara Mujica y jugaba que era ella. Por otra parte, mamá siempre me estimuló y me llevó mucho al teatro. Después entré al taller de Hugo Midón. Tenía 10 años y estuve muy poco. Al tiempo hice unas publicidades. Me acuerdo que fue muy mal en cuarto grado por trabajar en publicidad, que es muy arduo y difícil. Todo el mundo sabe que el sector publicitario es muy áspero. Como me fue mal en la escuela dejé mis sueños actorales por un tiempo para terminar la escuela primaria.

¿Pensabas que en algún momento ibas a retomar la actuación?

–Me pasó en ese momento que me desarrollé como mujer. Y pasaron a ser prioridad las relaciones amorosas y las amigas. Viví mi propia vida. Terminé la secundaria, donde tuve un maestro de teatro. Después incursioné en lo que era la producción de radio y televisión y después me metí a estudiar teatro con Norman Briski. Tenía 17 años.

LA VIDA REAL

Marina Glezer llegó a Briski porque su madre sintió la necesidad de que volcara toda su fantasía en algún lugar donde eso se volviera energía creativa y no un problema: “Yo me enamoré perdidamente. Y eso me cambió mucho. Tanto me penetró ese amor que tuve que sí o sí llevar lo que me pasaba a un escenario. Fue un amor que no se concretó para nada. Y algo se llevó de mí ese amor: la energía primaria de empezar a vivir. Fue muy difícil salir de ahí. Creo que el amor es la fuerza más insuperable del mundo y que todo lo puede. Y por suerte caí en lo de Briski y encontré mi vocación: me volví actriz.” Norman Briski la formó y la hizo conocer un mundo donde habitaban sin problemas Antonio Gramsci, Shakespeare, Chejov, Arthur Miller, Harold Pinter, Gilles Deleuze, Leon Troski, Dostoiesvki. Estuvo en ese taller hasta los 21 años y luego vino su etapa profesional. En el periodo 98-99 debutó en cine (Natural), teatro (Adolece que no es poco) y televisión (Gasoleros).

Al poco tiempo, en el 2003, protagonizó una de sus películas más recordadas: El polaquito, de Juan Carlos Desanzo. Glezer interpretaba a Pelu, una prostituta perdida en la crisis socioeconómica más salvaje: “Es un antes y un después porque la estación Constitución en 2001, cuando la filmamos, era una cosa muy tremenda. En ese momento no tenía la visión que tengo ahora. Recuerdo hacer un trabajo minucioso de acopio de material para interpretar a Pelu. Y no puedo entender que no me sorprendía que la policía le pegara a los pibitos en la estación o que en los baños hubiera gente durmiendo. ¿Cómo es que nadie los levantaba? ¿Cómo se permitía que en los vagones abandonados existieran ranchadas con madres adolescentes? ¿Dónde estábamos? Hoy no lo permitiría. Haría algo. Armaría un proyecto. El polaquito es una película que intenta ser de denuncia. Lo que más me interesa de esa película más allá de haber cosechado premios es que es popular. Y se mantienen viva todavía porque retrata una realidad que no dejó de suceder. Por otra parte, es algo le podría suceder a cualquiera.”

Luego vino Roma, la última película de Adolfo Aristarain, y después una pequeña pero intensa participación en Diarios de motocicleta de Walter Salles. Es en roles como estos donde Glezer encuentra parte de su esencia: la que conjuga filo ideológico con riesgo artístico.

¿Cómo te llevás con los proyectos que no te representan en lo ideológico?

–Hay que trabajar igual tratando de mejorar. Vivimos en una sociedad ultramachista. Me han legado cantidades de historias donde la mujer siempre tiene un rol menor. En general es así. Y te digo que en la vida real es siempre lo contrario. Después trato de no ver el costado ideológico de quién me convoca por ser yo quien pone el cuerpo para contar el cuento. La tarea de escritura es la que se lleva la parte de carga ideológica. Ahora, voy a formarme para escribir historias que sean transversales a discursos repetidos o las moralejas de las últimas historias que vi. Porque creo que un mundo mejor es posible. Yo no voy a discutir con los productores por el tipo de productos. Igual, duele. De todas formas no voy a participar en un proyecto que avale la teoría de los dos demonios o que reivindique pedófilos o las figuras de represores. Hay cosas que con las que no puedo transar. Acá hubo un golpe militar y a los pedófilos no se los perdona. Ni miserables ni traidores. Después hago lo que puedo. Cada uno en su almohada sabe lo que es.”

ABRIR LOS OJOS

Mientras los papeles en televisión se iban acumulando, Marina Glezer tuvo la posibilidad de integrar el elenco de Los Sónicos de Gastón Portal, uno de los programas más extraños de los últimos años: “Es un proyecto que amo porque rompe y me parece arriesgado. Gastón Portal hizo un gran laburo como director. Es un antes y un después porque es una serie distinta y tocó colores narrativos que hasta ahora no habíamos visto. A nivel técnica está muy bien y me tocó laburar con mi maestro: Norman Briski. Mi personaje estuvo de principio a fin y lo pude explorar desde un crecimiento muy libre y lúdico. Cuando la libertad está en el plano de lo lúdico siempre es para bien. Hay algo de ese personaje con el que me identifico mucho: la amiga de la banda. La pasé muy bien.”

Su última aparición televisiva fue Variaciones Walsh en la Televisión Pública y ahora está al frente de la última película de Alejandro Agresti: Mecánica Popular, que se estrena este jueves y ya pasó por el último festival de cine de Mar del Plata: “Lo conozco a Agresti hace 17 años, ya habíamos trabajado en Valentín. Yo estaba desesperada por filmar, desde Sudor frío (2011) que no filmaba. Y un día me mandó el guión y me dijo ‘sos la protagonista de mi próxima película’. Era Mecánica popular. Eso fue en marzo del 2015. Yo soy una soñadora empedernida, de verdad. Me monté la película y ayudé a que todo el desarrollo de la película viera la luz. Tuvimos tres semanas de ensayo y tres de rodaje. Fue un rodaje nocturno y Silvia Beltrán, mi personaje, está muy al límite, muy alterada.”

Mecánica popular es una película, donde también participan Alejandro Awada, Patricio Contreras y Diego Peretti, que tiene cierto espíritu escénico (“el guión era una pieza teatral brillante”) y ya ha despertado miradas encontradas y ciertas polémicas sobre el valor cinematográfico de lo que se muestra en la pantalla. Más allá de eso, cuenta Glezer: “Lo dejé todo en esa película, que realmente se me ve en carne viva. Es duro para una mujer que es madre absorber un rodaje nocturno porque tengo una vida familiar y llevo a mis hijos al colegio y demás. Es una película muy intensa en ese sentido.”

Como el espíritu inquieto que es, Marina Glezer, en pareja con Germán Palacios y madre de dos hijos, se prepara para encarar ahora la dirección. Ya lo hizo con dos cortos y va a dirigir la obra de teratro Salón, mientras se aboca a la escritura en la búsqueda de una voz propia. Por cosas como estas, siempre se habla de ella en los medios masivos como una gran promesa.

¿Te hacés cargo de la mirada ajena?

–Ojalá me llame alguien para protagonizar una novela o estar como cabeza de tira en los canales más vistos. Ojalá tenga un gran futuro: lo que quiero es seguir trabajando. Me gustaría mucho laburar con Lucrecia Martel, Daniel Burman, Damián Szifrón, Ana Katz, Santiago Mitre. La verdad que sueño con todos ellos. Trabajo para ir ganando terreno pese a no tener las facilidades de una chica común y corriente porque tengo ideología, me interesa la política, creo que somos todos responsables de lo que pasa. Todo te tiene que interesar, no solamente tu carera o tu familia. Eso le pesa a gente que no quiere abrir los ojos. No estoy dispuesta a negar y a pasarla bien yo sola. Ojalá tenga un gran futuro y oportunidades para desarrollar esto que siento hermoso y privilegiado.

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