Sábado, 30 de abril de 2016 | Hoy
Por Claudio Zeiger
Hace más de veinte años –veinte años no es nada y es todo–, era otro mundo. Otro mundo en serio. La gente se moría de sida o sobrevivía malamente y tragaba una medicación que curaba y mataba al mismo tiempo y no había Facebook como para compartir la angustia, sólo lacónicos mensajes en inciertos contestadores automáticos (“hola, hola ¿estás ahí?”) introducidos por una musiquita que con el paso del tiempo se iba descascarando en la cinta grabada. Ni un tweet se podía mandar, ni el hashtag #meestoymuriendodesida, ni los 140 caracteres. Hacia 1996, en la Argentina y otros países, empezaría a asomar la primera experiencia de cura bajo el nombre de “cocktail” de medicamentos combinados. Esa combinación demostraría con el tiempo ser sumamente eficaz en el tratamiento de la enfermedad, sobre todo, por la posibilidad de convertirla paulatinamente en una enfermedad crónica. Era otro mundo. Aunque pensándolo bien, hay situaciones, sentimientos y preconceptos que no han cambiado tanto, o no tanto como uno quisiera porque vivimos en un mundo y en un siglo nuevo donde la tecnología avanza mucho más vertiginosamente que las transformaciones de fondo. Hay todavía gente que discrimina por ignorancia y hay gente que llega a estados muy avanzados de la enfermedad por razones, digamos, socioculturales. Todavía pasa. Y el sida sigue siendo una enfermedad estigmatizante.
Vivir con virus de Marta Dillon empezó a gestarse hace poco más de veinte años (octubre de 1995) en columnas periodísticas en el suplemento No para convertirse luego en libro, volvió a tener una edición más formal en 2004 y, agotado, siguió un curso de circulación secreta entre la fotocopia y el menudeo, entre el préstamo y la devolución. Y por eso la edición que acaba de hacer Edulp (Editorial de la Universidad de La Plata) podrá llevar el incómodo mote de “necesaria” pero es que realmente hacía falta. Supongamos que aproximadamente cada diez años, una nueva edición de Vivir con virus vendrá a recordarnos nuestra relación con el paso del tiempo, la evolución de la convivencia con el virus, con los medicamentos, los cuidados y los descuidos.
Marta Dillon enumera en el prólogo a esta edición todo lo que ha cambiado en materia de VIH en los últimos veinte años y también lo que no ha cambiado o inclusive ha empeorado (el VIH como enfermedad de la pobreza y la marginación social) pero también señala que este libro, leído a cierta distancia, no se reduce a su matriz, el sida.
“Este es un libro sobre el duelo y la fiesta” escribe. “El duelo recurrente que se instala cada vez que aparece, como el dibujo de un rayo sobre el telón de fondo de la noche, la conciencia de la muerte. La fiesta que alumbra ese contraste, la intensidad que ofrece saber que todo se termina, todo pasa, no hay nada más que estar presente. Ahora”.
Duelo, fiesta y, también, acompañamiento. La autora señala sin jactancia que es consciente que este libro hizo de acompañante de los padecimientos físicos y anímicos de muchas personas durante muchas semanas, meses, años. Y entonces sí es momento de introducir un matiz de crítica cultural o literaria acerca de este libro, señalar que en la antípoda de la autoayuda, hace caer las máscaras del gurú que te enseña desde el púlpito o la experiencia sanadora los caminos hacía la salvación espiritual o individual y que, por el contrario, eligiendo la máxima radicalidad, la de exponer el propio cuerpo y el alma como resultado de una brutal escisión (la del antes y después del diagnóstico durante una internación), y partiendo de esa exposición extrema de la intimidad, empieza a abrir las compuertas hacia el otro, los otros. De adentro hacia fuera, de abajo hacia los costados, fluyendo, horizontalmente.
Es probable también que los caminos de aguante y persistencia que ha ido marcando Dillon en sus columnas, sirvan para situaciones que no sean las determinadas por el VIH e, inclusive, rebalsen las problemáticas de la enfermedad. Tienen que ver con las fallas del cuerpo, con los estados de excepción, con esos momentos en que sentimos que la injusticia se ha instalado en nuestras vidas (“¿por qué a mí? ¿por qué a mí?”), con las situaciones límite que protagonizamos un poco antes de llegar al límite, y también como señala Dillon, con el duelo, la fiesta, el riesgo, la aventura, el amor y el paso del tiempo. La “ampliación del campo de batalla” no pretende diluir el núcleo duro de este asunto. Es el sida y, citando el famoso título de Sontag, sus metáforas. A esta altura del siglo, podríamos adulterar la cita: el sida como metáfora. De eso se trata una vez más, y de eso trata en la relectura la reedición de Vivir con virus.
La metáfora que no cesa acerca de una historia de sangre, sudor y lágrimas que atraviesa los años y las décadas para cargarse y descargarse de sentidos, mutar de piel y dejar al descubierto la vieja cicatriz de los que sufren.
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