Sábado, 30 de abril de 2016 | Hoy
Por Poli
Crecí en un pueblito que se llama Oriente, dentro del campo, cerca del mar y lejos de las ciudades grandes. Viví ahí hasta que cumplí 13 años de edad, luego con mi familia nos mudamos a la ciudad de Tres Arroyos. En Oriente, festejábamos las fiestas navideñas cada año. Nuestras familias se juntaban en la casa de alguna tía, y entre padres, primos, tíos, abuelos, vecinos se formaba un gran grupo para comer y beber a reventar. Era parte del ritual que año a año alguien de “los grandes” se vistiera de Papá Noel y apareciera después de la medianoche del 24 de diciembre con una gran bolsa llena de regalos para repartir. Cada regalo llevaba el nombre del/a agraciado/a, y “Papá Noel” con su “JO, JO, JO” característico leía el cartelito y le alcanzaba el paquete envuelto en papel de color y así la noche iba pasando entre brindis y alegría.
Creo que a los 12 años fue cuando le dije a mi mamá, “para Navidad quiero un walkman”, y fuimos a Tres Arroyos a comprarlo. Tres Arroyos era “la ciudad”, donde había muchos negocios y heladerías todo el año. Queda a 60 km de Oriente. Ahí había cosas modernas, y ahí compré mi primer regalo elegido por mí que no tenía nada que ver con mi vida en Oriente, ni con mi familia, ni con Papá Noel.
La persona que nos atendió nos mostró varios y yo elegí uno blanco, divino, era como una galaxia, y ésta persona me dijo, “pero tenés que llevar algún casete, sino qué vas a escuchar”. ¡Claro! Tenía que elegir qué escuchar, y ahí nomás en una vidriera detrás del mostrador estaban los casetes, que no eran los que había en mi casa y elegí uno sólo porque me interesó la tapa, ya que no conocía a ningún músico de los que había ahí. La imagen en el casete que me llevé tenía a alguien, a un tipo, y detrás una especie de televisor color azul.
Por supuesto que no esperé a que me lo diera Papá Noel, y esa música saliendo por auriculares adentrándose sin permiso por mis oídos y llenándome el cuerpo hizo que mi espíritu se elevara, y me diera cuenta que la libertad es algo más inmenso, y que nadie me había enseñado eso. Estuve todo ese verano escuchando esa misma música. A la hora de la siesta, cuando todo era calmo, me iba a un garaje grande que había en la parte de atrás de mi casa, me ponía los patines de cuatro ruedas, sostenía el walkman en la cintura del pantalón y le daba play y todo se desvanecía, todo tenía otro sentido, todo era mágico.
Eran esas épocas cuando escuchabas un casete hasta que te lo sabías completamente de memoria. Sabías que tema venía después. Todos los arreglos sin siquiera saber mucho sobre instrumentos, pero hacías que tocabas con tus manos la batería o la guitarra. Era como que también yo tocaba. No tenía ni idea que decían las letras, ya que nunca supe inglés, pero igual podía entender algo, eso no importaba mucho. Me encantaban las melodías, los ritmos, las voces y todos los instrumentos que iban apareciendo, y que iba descubriendo a medida que me aprendía las canciones.
Tenía varias canciones favoritas y ahora me doy cuenta que son las mas melódicas y rítmicas las que me conmovían, algo que me ocurre todavía hoy. Los bajos eran increíbles, me transformaban en algún pájaro o algo así.
No sé qué se hizo de ese casete, y no sabía quién cantaba hasta que no hace mucho empecé a buscar en internet tapas de discos de los 80, para ver si lo encontraba y lo encontré. Es un disco de Paul McCartney, Give My Regards to Broad Street. Para escribir esto, volví a escucharlo, y pude convertirme en aquella personita que recién empezaba a descubrir el mundo.
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