Domingo, 22 de mayo de 2016 | Hoy
PERSONAJES > EDUARDO “KORNETA” SUáREZ
Errante y bohemio, maldito y carismático, tierno e irascible, Eduardo “Korneta” Suárez, líder de Los Gardelitos, sigue siendo tan inclasificable como cautivante. El flamante Rock Sudaka (Gourmet Musical), de Juan Mendoza, reconstruye, a partir de las voces de sus hijos, su compañera, amigos y músicos, gran parte de la vida de esta leyenda del suburbio y de la banda que se hizo famosa por tocar gratis por todo el conurbano. Una historia que incluye internaciones en un neuropsiquiátrico, la cárcel de Caseros, una rotisería, casas tomadas y, claro, grandes canciones de un hijo de la resistencia peronista que murió en mayo de 2004 .
Por Juan Ignacio Babino
1973. Eduardo “Korneta” Suárez está internado en el Hospital Neuropsiquiátrico Borda. Recibe la visita de unos amigos y después de un buen tiempo consume algo de droga (ilegal, claro). Le pide el alta a su médico y dice –palabras más, palabras menos–: “Listo, ya fue. Se van todos a cagar, soy lo que soy, otro chabón no tengo. Vamos”. Varios años después, alguna madrugada calurosa de 2002, sobre el filo de una larga noche en la casa de un conocido y luego de zambullirse en la pileta, agarra su guitarra, se sienta sobre una silla de algarrobo y, empapado, queda mirando un naranjo, ahí en el patio, de espaldas a la casa mientras su dueño lo mira, absorto. Ambas secuencias –entre tantas otras– aunque puedan resultar exageradas fueron, existieron. Y trazan, de alguna manera, el enorme abanico de la personalidad y de las cosas que era capaz. Y si no toda, una grandísima parte de su historia acaba de escribirse en el reciente Rock Sudaka: la historia de Korneta Suárez y Los Gardelitos de Juan Mendoza, editado por Gourmet Musical, un registro puramente testimonial, oral y polifónico que hace al armado de la vida de Suárez: sus hijos, su mujer, amigos, familiares, plomos de Los Gardelitos, entre otros.
Nació el 13 de octubre de 1953 en Mendoza, aunque en el registro lo anotaron con fecha del día siguiente. Hijo de Marcos Suárez y Nelly Briones, lo criaron su madre y algunos tíos porque su padre, militar y peronista, fue encarcelado en Magdalena en 1957 por sumarse a la resistencia. En 1968, después de abandonar la secundaria y de enterarse de que su padre estaba en libertad, Korneta llegó a Buenos Aires aunque tardaron un tiempo en encontrarse. Y la llegada a la ciudad tuvo sus devenires.
“Largá la corneta” le dijeron –de allí su apodo– mientras se empinaba una botella de caña paraguaya en el Auditorio Kraft, esperando por un recital de Moris. Ese es uno de los hallazgos del libro: el rescate de esos primeros rastros de él frecuentando la bohemia y la contracultura de fines de los 60 en Buenos Aires, mientras vivía en una pensión de Boedo: Plaza Francia, los bares, La Giralda, La Paz, La Cueva. Ese torbellino que lo encontraba junto a los integrantes de Manal y Tanguito, entre otros, en días y noches difusas al galope de lecturas de Artaud, Gurdjieff, Gregory Corso, anfetaminas, Actemín, Obesín, sales para inyectarse. Su amigo Ratón cuenta que el episodio del Borda empezó para escapar de la colimba y que por esos días Korneta pasaba horas y horas tocando una guitarra de apenas una cuerda. El diagnóstico fue esquizofrenia y estuvo casi todo el año 1973 allí. Y fue al poco tiempo del alta que conoció a Hilda Nélida Once –Yuli–, su compañera de toda la vida. “Lo vi por primera vez tocando una flauta dulce. Le dije a una persona que estaba al lado mío: este chico es músico” cuenta ella. En otro de los pasajes Ratón dice: “Nosotros éramos como una familia de huérfanos (…) Y decíamos: el hombre desmayado en el vacío, ése es Korneta”.
Durante esos años el derrotero –ya junto a Yuli– lo encuentra, por ejemplo, yéndose hacia el sur en plena Dictadura, viviendo un tiempo con sus padres en La Tablada y luego en casas tomadas en San Cristóbal, Parque Patricios, Palermo, hasta radicarse definitivamente en el barrio Juan XXIII del Bajo Flores, trabajando de vendedor ambulante de ojotas, papel higiénico, ropa usada; de panadero y pintor de obra; formando sus primeras y efímeras bandas como Oxígeno, La Licuadora, La Mano Negra. Su hijo Eli nace en 1978 y Bruno en 1981.
Hacia fines de 1992 pasa unos meses en la cárcel de Caseros y, al poco tiempo de salir en libertad, empieza a definirse lo que sería la formación esencial de Los Gardelitos: él y sus hijos. El 25 de mayo de 1993 tocan en Ciudad Oculta –a partir de allí empiezan a tocar todos los años en ese lugar, y también en Villa Jardín, Tablada y giran por varios barrios de Buenos Aires y el conurbano. “Lo de tocar gratis algunos lo tomaron como una demanda pero la demanda más que nada era nuestra. Era como Fiztcarraldo. No es que el protagonista de esa película tiene una ideología social y piensa que los indios ‘tienen derecho’ a escuchar ópera. Lo quiere hacer porque es algo que quiere compartir y piensa que la ópera representa los sentimientos más altos de la persona. Nosotros, esos recitales allí los queríamos hacer por el mismo motivo. Era ese viaje, ni siquiera una cuestión moral. Puede sonar surrealista un barco por el Amazonas (...) Nosotros, yendo a tocar rocanrol en ese contexto nos sentíamos así”, dice Eli Suárez en un pasaje del libro.
La formación más importante y más significativa de Los Gardelitos es con Eli en guitarra eléctrica y voces y Bruno en la batería –él dejó la banda 2001 por un cuadro de esquizofrenia. Y entre otros integrantes la formación incluyó durante todos esos años, con diversas idas y vueltas, a Black Amaya y Horacio Alé en batería, Jorge Rossi, Juan Carlos Medina y Martín Alé en bajo. A partir de 1996 –mientras mantienen la rotisería Lo de Suárez en La Paternal– empiezan a tocar gratis todos los domingos en Parque Centenario y graban el demo conocido como “el casete blanco”.
Gardeliando –con su tapa a puro fileteado– se editó recién en 1998 y entre abril y junio de 1999 graban el disco doble Fiesta Sudaka, aunque sólo pueden editar ese mismo año la Parte1 –lo presentaron en diciembre en la Federación de Box– porque el resto del dinero, un número importante que habían arreglado con Sony, lo gastaron enseguida. Mario Breuer, ingeniero de sonido de los tres discos cuenta que Korneta quería comprar una casa, unos equipos de guitarra y bajo y el restante para la grabación: “¡Era la mitad de la mitad!”. Aquellas grabaciones, por ejemplo, encuentran a la banda rechazando la participación de Juanse y Calamaro. De todas maneras Fiesta Sudaka Parte 1 contó con Gustavo Bazterrica, Gillespie, Willy Crook, Alejandro Terán y Javier Casalla, entre otros, como invitados. “Encontré un montón de errores, algunos garrafales. Algunos yo les comenté y los aceptaron y otros dijeron: ‘Ah, no, no, es así el tema’. Pero después cuando saqué el microscopio y la lupa y tomé una distancia (...) Me encontré con unos temas que solamente el talento puede componer” dice Breuer.
Cierta cuestión tanguera estaba dada no sólo por el nombre y la vestimenta: después de los primeros años empezaron a vestir traje y sombrero –en esa época los únicos que también lo hacían era la Pequeña Orquesta Reincidentes. En muchas de las canciones escritas por Korneta se siente la nostalgia, cierta querencia por la ciudad. Ciudad –y sus barrios– que aparece nombrada varias veces y que siempre es vista desde lejos y desde una ventana.
Algunas de sus canciones –en el libro falta una referencia directa a su música– tienen el sonido y el texto clásico del rock and roll de esos años. Pero otras escapan de allí y son justamente esas –pequeñas perlas que fugan hacia otras resonancias, hacia otra poética– las que hicieron de Korneta un compositor distinto, bastante corrido del resto de sus contemporáneos. Apuntes hacia una búsqueda universal, inasible: “Vi en tus ojos miles de niños cobijando la historia, la espada del tiempo/ Flores del agua son nuestros hijos en sus naves doradas, las alas del viento/ Y aquí entre las calles algo de luna aligera la noche, sigue lloviendo/ Tus pensamientos, estrellas distantes que nunca se acercan” en la hermosa “La Constelación de la Virgen”; “Nadie sabe que son las hormigas, ni las madres locas, ni los niños solos, ni los fusilados/ ni los condenados, ni los aburridos, ni los deprimidos, ni los indios sabios, ni los asesinos, ni los narcos locos, los que somos pocos/ Los que ven el día, los que ven el cielo, los que miran todo lo que nadie ve. El fin del tiempo, la luz del día, el universo y las hojas mías tienen sed, sed de ser” (“Comandante Marcos”); o “No puedo parar mi moto” –tan cercana en música y en algunas entonaciones a las primeras de Los Redondos– donde Korneta canta “Quise atrapar los espacios, los pueblos tienen mil años/La vieja angustia de un día, el misterio se burla del tiempo, no abras nunca esa puerta”. O los aires folclóricos en “Los Querandíes” (“Somos los Querandíes, herederos de esta tierra, somos nietos del indio que mataron esos hombres de mierda/ Se llevaron el oro, nos quitaron nuestras tierras, pero nunca pudieron con la naturaleza/ No necesito las luces ni los lujos de la ciudad/ Tengo mujer y amigos y muchas cosas que dar, tengo un cielo claro y una luna para mirar”). Y también, por ejemplo, esa otra gema que es el funk “Los chicos de la Esquina”, quizá, junto a “Homero” de Viejas Locas, uno de los retratos barriales más hermosos del rock and roll de aquellos años: “Los chicos de la esquina no entienden nada de esto, ellos son muy rockeros con el walkman en la cabeza/ Siempre están dados vuelta con alcohol o con pastillas/ Sin embargo es una chica buena que lava y que cocina, que cuida a sus cuatro hermanos porque por las noches su padre se emborracha/ Su padre es un borracho de mierda que nunca va a trabajar, la mina lo abandonó hace tiempo, se fue con su mejor amigo, como siempre pasa/ Dejándole cuatro hijos y una nena grande que lava y que cocina, pero que por las noches se siente sola”. Javier Martínez, baterista de Manal, lo define: “Somos del mismo palo: la calle, la ciudad, lo social. Él escribía muy bien, tenía lo imprescindible que tiene que tener un tipo que va a escribir: algo para decir”.
Los testimonios de Eli y Yuli son esenciales en el libro. Él deja muy en claro que entendió toda la búsqueda y la tozudez de su padre para con sus canciones. Aunque diga: “A mí me das a elegir y yo prefiero que esté mi viejo y que no estén los discos”. Y en caso de Yuli hay algo manifiesto: ella fue la que realmente apuntaló la vida del propio Korneta –y de la banda también– cuando todo estaba ahí, tan al borde de desbarrancar. Porque cuando él no se podía sostener sólo –metafórica y literalmente hablando– ahí estaba ella. Ambos eran, en definitiva, guerreros de una misma lucha, muchas veces enfrentados al peor enemigo: ellos mismos, sus excesos, sus resacas. Pero Yuli tenía, siempre, resto para una batalla más.
Hay algunos audios de esos últimos años de Korneta: la voz quedada, con cierto marasmo, balbuceante. Un hombre un tanto empantanado en su propio andar: de excesos, drogas, noches. Pero también de amor y canciones. En vivo era dueño de una verba provocadora, densa; y esa figura morocha, grandota, narigona y canosa, –como un derviche suburbano– podía enredarse en monólogos sobre la libertad y el amor o empezar a gritar pidiendo whisky o droga. Hacia el final del libro Yuli cuenta, por ejemplo, que el vínculo con la villa nunca se había cortado y que Korneta, de alguna manera, percibió todo, que llegó a escribirlo en una poesía que le dejó. En “Pies cansados”, una canción que compuso en esos últimos años pero no llegó a grabar, dice: “Vi los pies cansados de un pueblo y una mirada oscura por qué no estaba el Sol/ no sé porque seguí ese camino, quizás porque reté a mi destino/ pero mis pies ya están cansados y esperan el momento sagrado para descansar”.
El 7 de mayo de 2004 se fue de su casa y el 12 murió, por un supuesto golpe en la cabeza. Hacía poco le había llegado, por fin, la segunda parte del disco doble, Tierra de sueños. Lo iban a presentar el 25 de ese mes en Cemento. Finalmente, después de una reunión la banda decidió tocar como trío. En los últimos pasajes de Rock Sudaka… Eli dice: “Él sabía que sus pensamientos eran libres y que él era más libre que sus pensamientos. No estaba atado a ningún cuento, él lo vivía (...) Es como cuando vos tirás una semilla y ves que prende en la tierra, no la podés abandonar a la plantita cuando está asomándose. Hubiese sido hasta antinatural abandonarlo, dejarlo inconcluso. Entonces decidí seguir adelante”.
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