Domingo, 19 de junio de 2016 | Hoy
ARTE > CAMEO
El último proyecto del artista peruano residente en Argentina Juan Tessi, Cameo, es una intervención al edificio del Malba. Las obras del artista se encuentran diseminadas por el museo en espacios poco convencionales como el estacionamiento, terrazas y oficinas. En otra etapa, ingresan a la sala para exponerse junto con las prótesis que les sirvieron para colgarse y moverse dentro del edificio. Así, Tessi investiga la relación de la pintura con los sistemas de regulación y distribución de imágenes, con el paso del tiempo y con la propia institución.
Por Alejo Ponce de León
Con bríos de intendente, Agustín Pérez Rubio –director artístico del Malba desde hace poco menos de un año y medio– habló en una entrevista sobre la necesidad institucional de ser “transparente y democrático, sobre todo en espacios que pertenecen a todos los ciudadanos”. Por esto mismo hay algo institucionalmente coherente en el timing que encontró Cameo, la exhibición de Juan Tessi que puede verse hasta fines de junio en la sala de contemporáneo del museo de avenida Alcorta, para presentar su compleja puesta en escena.
Dividida en dos etapas, la muestra se inauguró en marzo con las pinturas de Tessi repartidas por distintas zonas del edificio, algunas inaccesibles para el público general. La elección de estos puntos de montaje no fue caprichosa sino que estuvo determinada por la ubicación de varias de las cámaras que conforman el circuito cerrado de seguridad del Malba. Siempre, o casi siempre que hubiera una cámara en el techo, cerca de ella habría una pintura, sometida, en estado de máximo glamour, al escrutinio incansable de la lente. Esta primera fase, de “atomización”, tal y como la define la curadora Lucrecia Palacios en el texto de sala, implicó además la construcción de una salita con acceso directo al feed de video de las cámaras, que podía ser monitoreado a través de distintas pantallas por cualquier visitante, convertido en un vigilante.
Gracias a las cámaras se veía un cuadro sobrevolando el acceso vía rampa al garage. Otro se tambaleaba como una vieja curiosa, montado sobre una columna a la salida de la sala donde descansa la colección principal. En el depósito, un cuadro más supervisaba las idas y vueltas de otras piezas de arte que, encerradas en un subsuelo, corrieron la triste suerte de que su capacidad para entablar relaciones sociales más complejas les fuera restringida.
El límite de la transparencia obviamente estaba puesto en los terrenos personales del inventor del Malba, Eduardo Costantini, cuya oficina, a los ojos del espectador, siguió cerrada como la tumba de Tutankamón antes de la llegada de Howard Carter, envuelta en silencio y aire seco.
Quizá como un antídoto para el inclemente personalismo empresarial que marcó, de a momentos, el rumbo de Malba durante su primera década de existencia, el museísmo con rostro humano que pregona Pérez Rubio parece estar aflojando el temperamento de la institución que tiene a su cargo. La primera parte de Cameo, antes que un enrevesado ejercicio de crítica institucional o un comentario sobre las tácticas de evasión contra los sistemas de control, parece un de acto de buena fe por parte del museo. No solo por compartir una imagen “transparente” del tránsito institucional interno y sus escenarios, sino por la intensa agenda de charlas y encuentros que se dieron durante aquel primer mes en el marco de la muestra.
Con invitados como Lucas Morgan Disalvo y Fermín Acosta disertando sobre las “operatorias de fantasía y ficcionalización” del porno y las subculturas eróticas desde una óptica queer, o Rosario Zorraquín y Sofía Bohtlingk conversando sobre los procedimientos físicos detrás del acto de pintar, pasar por la sala de contemporáneo –la única de acceso gratuito– se parecía mucho a estar en un bar, o en el taller de una pintora en Boedo, o en la esquina tomando cerveza después de una inauguración: se discutían las mismas cosas.
De a poco y lejos del convocante programa de intervenciones como la de Jeff Koons y de muestras que con sus gacetillas de prensa taponan los inbox, como la de Jorge Macchi, Malba está retomando su contacto con la escena artística porteña, que es, en definitiva, una de las fuerzas que debería moverlo.
Pero descartada la ilusión de una crítica institucional ¿dónde queda parada una subjetividad artística como la de Tessi frente a este pantano de conjeturas políticas? ¿Qué más hay en Cameo, aparte de una invitación y un simulacro?
A principios del siglo XX, la imaginación corporativa encarnada en William Fox, director y propietario de los estudios cinematográficos que llevan su apellido y que terminarían siendo la casa matriz de Los Simpson setenta años después, se apropió del cuerpo de Theodosia Goodman y la convirtió en Theda Bara, el prototipo del sex symbol moderno.
Preocupado por el impacto negativo que el debut cinematográfico de Bara –una actriz dramática poco conocida hasta entonces– podría tener, Fox le encargó trabajar junto a la oficina de prensa del estudio en la construcción de una especie de identidad móvil y exótica para atraer público.
Bara no solo terminó asumiendo esta identidad performativamente en sus más de 40 películas, sino que consiguió anular la brecha entre cuerpo y pantalla, fuera del set. Envuelta en pieles y tocados de seda, se mantenía en personaje donde fuera que estuviese, comía frutas exóticas mientras respondía las preguntas de los reporteros, su rostro encendido o velado según lo dictaran los flashes de las cámaras. Se decía que era la mujer más cruel del mundo, que había nacido bajo una pirámide, en Egipto, o a la sombra de la Esfinge; que su padre era un pintor itinerante desaparecido en circunstancias misteriosas, o un escultor italiano, o un jeque árabe.
La pintura también es una narración interminable y muda, con identidades históricas tan variadas que bien podría ser una forma de ficción. Desde los años 60 aparece repartida entre su superficie, su imagen y sus subtextos, sean materiales o conceptuales. Capaz de perder su propia integridad, de perder la forma entre proposiciones lingüísticas, ready-mades, performances, serializaciones y pantallas de computadora, los artistas contemporáneos recaen en la pintura para valerse de su versatilidad, que es esencialmente la versatilidad de una tecnología. Se la emplea como una herramienta para tratar de atacar problemáticas concretas. El de la pintura, como el de un mineral, parece ser un cuerpo que no se puede volver obsoleto.
La segunda parte de Cameo encuentra a los cuadros de Tessi reunidos en la sala que antes fue tanto punto de encuentro como centro de vigilancia. Los mecanismos de construcción de la exhibición acaban en el punto de partida, como sucede en tradición escatológica cristiana: todo vuelve a ser nuevo, la redención al final del camino es una exposición de pintura.
Los cuadros traen sobre su superficie las marcas de sus experiencias pasadas. Algún raspón, un poco de mugre, un bastidor ligeramente combado. A diferencia de las obras que están en el depósito del museo, o resguardadas de la mirada extranjera dentro de la oficina de Costantini, los cuadros de la muestra, sumergidos en piletas de acrílico o montados con una bisagra sobre la pared, encuentran, como diría David Joselit, su “valor en la transitividad”.
No solo su transición fue física sino que además, desde el lienzo, Tessi parece comprender la dimensión tecnológica transtemporal de la pintura y la opera como un técnico, la hace ir y venir en el tiempo. A partir de determinado momento en su carrera (que algunos sitúan inmediatamente después de su paso por la Beca Kuitca), toda su obra es una aventura que puede vincularse con estéticas subalternas o curiosidades (los dibujos de los poetas, por ejemplo, las líneas voluptuosas de Jean Cocteau o de García Lorca), con las visiones modernistas, con el movimiento Arts and Crafts; se vinculan prostéticamente con la cerámica, con la pornografía gay, con el arte rupestre.
Si la pregunta sobre qué es lo contemporáneo sigue vigente para alguien, Tessi es uno de los pintores más naturalmente contemporáneos del país, en el sentido de que retoma la concepción de la pintura de Kippenberger: la disciplina a la que todo le pertenece, una agente viva que debe ser utilizada para ayudar a visualizar, de forma más o menos expresiva, las redes en las que está inserta.
De Tessi se dice por ahí que “se saca la pija para pintar”. Como sucede por lo general con cualquiera de estos adagios que circulan como grafitis reveladores, no es fácil definir puntualmente a qué se refiere esta frase; su verdad resuena sin que sepamos muy bien por dónde. Una posible justificación de su encanto podría venir por el lado de cómo la tradición modernista construyó la idea de la gran obra, de peso definitivo, asociada por lo general al carácter masculino. Tessi no persigue al gran cuadro, ni le interesa ese momento sublime. Para él la pintura tampoco es la serialización fundante de la cultura de masas que algunos estudios críticos vincularon con la idea de “lo femenino”. La pintura, para él, se instituye como la verdadera disciplina transgénero, la más inconformista, la única capaz de superar la conjunción posmoderna que mezcla a la expresión artística concluyente del modernismo con la saturación reproductiva de lo kitsch.
Con cuadros titulados “Estoy hecha de cielo azul y luz dorada y me voy a sentir así por siempre”, o “lovcnjmCiM1qfrvbbmo1_500”, plantea una especie de distorsión de la identidad individual –no solo de la identidad histórica de la pintura, sino también de sí mismo– a través de la multiplicación, el encriptado y la fantasía. Aunque sus pinturas surjan de un flujo continuo de acción, comparten muy pocos rasgos entre sí, son todas distintas. Como videocassettes, no importa tanto la etiqueta que tengan sino todo aquello que se pueda auscultar más allá de su superficie.
Después de este segundo acto, de “concentración”, el primero adquiere un sentido extra y consigue finalmente superar sus libretos, más allá del coqueteo estructural con la institución: la pintura de Tessi existe y se reproduce de manera compulsiva para tratar de escaparle al secuestro ontológico, es un aparato para ponerse en libertad. También él, a través de sus cuadros, se vuelve una multitud en sí mismo, asume distintas identidades, se maquilla, se vuelve irreconocible para las cámaras. El déficit programático de su pintura parece proponer una narrativa sin progreso, que es lo mismo que decir un DNI sin nombre o un arte sin mercados.
Entre fantasías de transparencia y pruebas de opacidad, más allá de la circunstancialidad de las instituciones, Cameo termina siendo la construcción de un cuerpo fluido, extraño y tan hermoso, que vale la pena vivir en él.
Cameo de Juan Tessi se puede visitar hasta fin de mes en Malba, Figueroa Alcorta 3415. Jueves a lunes de 12 a 20, miércoles de 12 a 21, martes cerrado.
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