Domingo, 11 de septiembre de 2016 | Hoy
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Después de la película de 2008 dirigida por Mateo Garrone, la serie Gomorra propone una versión del libro de Roberto Saviano que privilegia el interior de la camorra napolitana por sobre las acciones de calle. Una mirada de cámara a la violencia de los clanes enfrentados por un poder tan material como cargado de simbolismos.
Por Paula Vazquez Prieto
Hace unos años se estrenaba en los cines Gomorra, ficción urgente y vertiginosa, que crepitaba en las imágenes como los disparos sonaban en las nocturnas calles de una Nápoles desmitificada. Demasiado actual, demasiado cercana, la película dirigida por Mateo Garrone en 2008 se inspiraba en el libro homónimo de Roberto Saviano, el escritor y ensayista autobiográfico convertido repentinamente en celebridad por el éxito de esa dura crónica inspirada en su propia experiencia napolitana. Periodista de élite que hoy anda con custodia de los carabinieri y recibe amenazas de la Camorra, Saviano también está detrás de una nueva épica nacida del calor de esas muertes silenciosas, de esos enfrentamientos bestiales, de esa tensiones generacionales: Gomorra, la serie producida por Sky Italia en 2014 y vendida a más de 50 países cuenta con dos explosivas temporadas (la dos se pueden ver en HBO Max) y se consolida como un fenómeno social y político además de televisivo. Filmada en Italia y España, dirigida por varios directores, entre ellos Stefano Sollima (director de la muy interesante Suburra), la nueva Gomorra se desprende de la materialidad de aquella primera versión, inmersa en la rusticidad de las calles, para instalarse en el interior del crimen organizado, en esos incómodos laberintos que forman las malas conciencias y los entresijos del poder.
El best seller periodístico de Saviano parece ser una fuente infinita de anécdotas, pequeñas historias, luchas intestinas en un mundo dominado por una Camorra moderna y adecuada a los nuevos tiempos. Sin el halo romántico y la dimensión folklórica de la saga de los Padrinos de Coppola, la historia de Saviano indaga mecanismos de poder que rigen un Sistema que se construye a tiros y baños de sangre. Saviano supo captar con su mirada desnuda de idealizaciones ese pulso de adecuación que marcó la trayectoria de la Mafia a través de los años, haciendo evidente que los nuevos tiempos y los viejos lugares podían ser escenarios de los ancestrales negocios. Droga, prostitución, sobornos, violencia, todo ese conglomerado oscuro y letal cobra forma en las oscuras calles de la Nápoles del siglo XXI, en sus barrios pobres de calles agrietadas, en sus esquinas de basurales y cadáveres, como uno de los rostros más despiadados del capitalismo global. No es una estructura paralela a la legal sino aquella que la complementa, la que en verdad posibilita esa pátina de respetabilidad que ofrecen las corporaciones financieras. Más que apoyada en el gran relato, la serie Gomorra (como ocurría con el libro y la película) se nutre de la descripción de un horror naturalizado que alcanza sus puntos álgidos en secuencias que desafían nuestro poder de imaginación.
La serie comienza con el cruento enfrentamiento entre dos clanes que pugnan por controlar todo el circuito de negocios y poder en Nápoles: los Savastano y los Conde. Un incendio en un departamento en el que uno de los líderes de la familia Conde celebra un almuerzo íntimo con su madre desata la furia: a partir de ese momento serán vendettas y ajustes de cuentas los que escalonen el relato en un crescendo de violencia y actos brutales. Sin embargo, no habrá equidistancia sino que el punto de vista del espectador se sumerge desde el inicio en el interior de la familia de Pietro Savastano, el pater familia que cuida su poder y descendencia tanto como su dinero en el banco y sus balances contables. El problema de Pietro, y uno de los ejes narrativos centrales de la serie, es la ineptitud de su hijo Gennaro, un adolescente tardío más interesado en las motos y las discotecas que en la administración del “negocio” familiar. Alrededor de Pietro, los distintos cabecillas de barrio, engranajes vitales de una organización construida a base del silencio y la lealtad, desconfían del rumbo del Sistema en mano de un inmaduro e irresponsable como “Genny”. Pero Pietro tiene una carta salvadora: junto a él se formó un hijo putativo, Ciro. Ciro es un “segundo” de carácter y armas tomar, que pierde a su padre simbólico en el primer episodio, en un enfrentamiento absurdo y caprichoso iniciado por los intentos de Pietro de sostener su poder amenazado.
En Gomorra el poder es concreto y simbólico a la vez. Se condensa en cadenas de producción que incluyen el tráfico de cocaína y el diseño de alta costura, la construcción inmobiliaria y los desechos tóxicos, pero se expresa también en la vestimenta y los interiores de casas y palacetes. Todo el primer episodio recorre el itinerario de un sillón que llega a la casa de Don Pietro como sinónimo de status y sofisticación para terminar en la basura como refugio de jóvenes que escenifican esa violencia que pronto encarnarán con total naturalidad. Esa representación grotesca de un poder que encuentra manifestación en los modales a la Tony Montana, en las vestimentas animal print y en la música estridente de los boliches de moda, es también la verdad de Gomorra, de esa Nápoles que se funde en múltiples rostros, en su estética veloz y su fascinación incandescente. Gomorra es cine gángsters sin jazz ni bares clandestinos, es un fresco desenfrenado de los tiempos que corren, un retrato que despertó más de una resistencia tanto entre los capi del Sistema (los que amenazaron a Saviano y lo condenaron a la clandestinidad) como entre los alcaldes de las ciudades italianas donde se filmaba la serie que veían en su consentimiento una especie de validación a ese reflejo de inmoralidad y corrupción.
Crónica de sucesos, melodrama familiar, explosiones de violencia y pathos recargado, la serie incluye todo aquello que el realismo áspero y cortante de la película de Garrone dejaba afuera. Más afín a las personalidades expansivas y contradictorias de sus personajes, Saviano incluye en sus dos temporadas todo aquel desborde que en la versión fílmica se contenía, todos esos recuerdos rocambolescos que requerían el despliegue y la megalomanía de un folletón contemporáneo. Su creación frankensteniana, apoyada en el talento de sus directores como Sollima o Francesca Comencini, en los cuerpos vitales de actores como Salvatore Espósito o Marco D’Amore, en esas mujeres sombrías mezcla de Mamma Roma y femme fatale como la Inma Savastano de Maria Pia Calzone, es un viaje tan intenso y peligroso como la tragedia en las escalinatas del Teatro de Palermo en la oda final del último Padrino.
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