INSTALACIONES
Naturaleza muerta
Criado en Islandia, el país de los campos de lava y hielo, de los volcanes y los géiseres, esa tierra de fuerzas de la naturaleza esplendorosas ha detonado en el dinamarqués Olafur Eliasson una obsesión por los factores meteorológicos: sus obras consisten en un arco iris trucado, una bruma espesa que se cuela dentro de una habitación, cataratas que corren hacia arriba, una lluvia torrencial dentro de una galería, pisos de hielo, una pared cubierta de moho y hasta un emocionante y siniestro atardecer artificial que expone por estos días en la Tate Modern Gallery de Londres. Conozca al artista que propone una vuelta peculiar a la naturaleza.
Por María Gainza
Atado al mástil del barco, J. M. W. Turner miró cómo la lluvia comenzaba a martillar contra el agua y esperó que las olas se inflaran como bizcochuelos. Se avecinaba un vendaval. Y ahí andaba el pintor, insistiendo en que quería conocer cara a cara la fuerza de la naturaleza, que creía imprescindible convertirse al menos por unas horas en el ojo de la tormenta. “Estaba seguro de que no saldría con vida, pero juré que si lo lograba registraría lo que había visto”, exageró más tarde el artista al recordar cómo de aquella experiencia mítica había surgido Snowstorm, una pintura terrorífica, donde un desenfocado barquito a vapor queda atrapado en un remolino amorfo de luz y sombras ominosas, de cielo y mar batidos en duelo a muerte. La obsesión con los factores meteorológicos, con el clima, es parte fundamental de la idiosincrasia inglesa, tanto como lo son el té de las cinco de la tarde y las galerías Harrod’s. Por eso, cuando al danés Olafur Eliasson le propusieron intervenir el Turbine Hall del Tate Modern, la idea le cerró perfecto: qué mejor lugar para repensar nuestra relación con el clima que Inglaterra, un país sobre el cual el escritor Samuel Johnson en el siglo XVIII observó: “Cuando dos ingleses se encuentran, lo primero de lo que hablan es del tiempo; están apurados por decirse lo que cada uno ya sabe, que hace frío o calor, que está nublado o soleado, que es un día ventoso o calmo”.
The Weather Project –como finalmente se llamó la instalación presentada por Eliasson– es un atardecer. Bello o terrorífico según el humor con que se lo mire. Al final del inmenso pasillo que atraviesa el museo un sol imponente domina el horizonte mientras una fina capa de niebla envuelve a los espectadores en una atmósfera helada. Desde Encuentros cercanos del tercer tipo no se veían tantas espaldas a contraluz caminando a lo zombie hacia un resplandor incandescente. Y eso basta para poner los pelos de punta. Porque tal es el magnetismo de la instalación que uno queda hipnotizado, mirando con esa cara de opa con la que solemos entregarnos a la contemplación del fuego. Al rato, algunos optan por acostarse en el piso para disfrutar mejor del espectáculo. Y ahí aguardan impávidos, como anhelando que de la luz al final de túnel emerja Víctor Sueiro con alitas. Pero entonces algo aún más siniestro comienza a suceder. Una vez que han caído rendidos a los pies del paisaje, que han suspendido todo descreimiento y se han entregado a la dulzura envolvente de una buena puesta de sol, alzan los ojos y ahí descubren su imagen y la de tantos otros reflejada en cientos de espejos colocados en el techo. Esa es la pesadilla: la asfixia de quedar atrapados dentro de un mundo de visiones falsas. Como el barquito de Truman chocando contra el horizonte de telgopor. No hay mucho más que eso y tampoco se necesita. El cuarto proyecto de las Unilever Series para la nave central del museo (antes estuvieron Louise Bourgeois, Juan Muñoz y Anish Kapoor) es, según Eliasson, “por lejos mi proyecto más minimalista” y también el más grandilocuente.
El cristal con que se mira
Eliasson es el hombre del tiempo. Nacido en 1967 en Dinamarca se crió en Islandia, la tierra de los campos de lava y hielo, de los volcanes y los géiseres. Aquel país de fuerzas de la naturaleza esplendorosas ha disparado en el artista una obsesión por los factores meteorológicos: un arco iris trucado, una bruma espesa que se cuela dentro de una habitación, cataratas que corren hacia arriba, una lluvia torrencial dentro de una galería, pisos de hielo y una pared cubierta de moho. Todas ellas formas de introducir elementos de la naturaleza en contextos culturales, de proponerle al público repensar la relación con el mundo físico que lo rodea. Su meta: llegar a lo que él llama “verse a uno mismo percibiendo”. En The Mediated Motion en Austria (2001), Eliasson creó una secuencia de cuartos, uno que contenía agua, otro niebla, otro tierra, otro algas, microclimas artificiales que buscaban subrayar lo que el mismo artista definió como “la discrepancia entre la experiencia de ver y el conocimiento que uno tiene de lo que ve”.
En una desesperada carta de amor a su novia, en 1801, Heinrich Kleist escribió: “Si un hombre tuviera vidrios verdes en lugar de ojos, estaría obligado a concluir que todos los objetos que ve son verdes –y nunca podría decidir si sus ojos le muestran los objetos en su luz verdadera o si le prestan al objeto una esencia que pertenece a los ojos mismos”; y luego continúa: “Y así ocurre con nuestra percepción. Nos es imposible decidir de una vez y por todas, si aquello que llamamos verdad es en serio verdad o simplemente algo que parece ser verdad”. Esta angustia –y al mismo tiempo alivio– por entender que nuestras percepciones siempre dependen de condiciones a priori es uno de los hilos fundamentales en las obras de Eliasson. Lección número 1 del manual del artista: lo que uno ve es, antes que nada, una experiencia nacida dentro de la cabeza. Entonces el artista reflexiona: “Cuando apunto mi lámpara hacia una pared blanca y luego aumento su potencia con el dimmer, tendemos a describir el efecto como un cambio en la intensidad de la luz y no como un cambio en el color de la pared”. No hay experiencia que no esté regida por un sinnúmero de filtros culturales que organizan y controlan nuestra habilidad para percibir.
Los hilos del titiritero
Es en el concepto de naturaleza artificial donde las obras de Eliasson recuerdan a los panoramas del siglo XIX. Salas circulares que recreaban ambientes naturales donde uno entraba caminando sobre un deck de madera –de esos que encontramos en las playas– y quedaba rodeado por cielos y ciudades pintadas en los muros. A nuestros pies un mar de acuarela y algunos objetos reales como botellas y maderitas. Eliasson continúa usando algunos de estos mecanismos sencillos y low tech para sus ambientaciones, en parte porque no le interesa trabajar con una ultratecnología que sumerja el espectador en un efecto hiperrealista sino que, por el contrario, le es fundamental dejar a la vista el artificio.
Sus “máquinas” –así llama el artista a sus intervenciones– funcionan sobre la mesa. No hay hilos secretos. Uno puedo caminar por detrás del sol y ver todos los clavos y lamparitas con los que se ha armado el circo. Como en una película donde entra en plano el micrófono, al mostrar los mecanismos que mantienen al sol suspendido y a las máquinas escupiendo humo, lo soberbio de aquel espectáculo se domestica. “Cuanto más lejos de la idea de lo sublime, mejor”, decreta el artista. “En mis trabajos no hay intento metafórico ni romántico, porque son ideas que pueden volverse totalitarias”. Por eso el vínculo con el alemán Caspar David Friedrich –el cual muchos insisten en ver– con esos cuadros de hombres insignificantes frente a naturalezas monstruosas minuciosamente pintadas, le resulta tan molesto. Por eso su supuesto parentesco con los trabajos lumínicos de James Turrell, plagados de búsquedas de trascendencia espiritual, le son tan ajenos. Eliasson dice que los suyo es un antisublime, como si un geólogo insistiera en demostrar que el Everest está hecho de cartapesta. Es algo que obsesiona al artista y con lo que vuelve repetidas veces. Lección número 2 del manual: hay que romper la burbuja de emoción con que una puesta de sol nos envuelve y complejizar aquella mirada inocente que dirigimos hacia la naturaleza. Si lo pensamos bien, la fotito con el novio frente a un atardecer en la playa es una monstruosidad que habría que desterrar del álbum.
Y aunque nos lo han dicho una y otra vez, no por eso deja de sorprender la facilidad con que las emociones del ser humano pueden ser manipuladas. Que un par de luces nos dejen tan atontados sigue siendo aterrador. Porque a pesar del codazo, del “che, esto no es real”, las miradas crédulas están ahí y la gente compra lo que ve y hasta casi parecemolestarse cuando le pinchan el globo de ilusión. En Fuga en el siglo XXIII, aquella gloriosa (por lo buena y por lo mala) película de ciencia ficción que en la Argentina no se cansaron de pasar por la televisión a comienzos de los ochenta, una población en estado ovino vivía atrapada dentro de una cárcel tecnológica que había sido camuflada como un paraíso sensual y en la cual, para poder mantener esa calidad de vida edénica, los habitantes era eliminados en el carrusel al cumplir 30 años. Las imágenes de esa población caminando con paso cansino y alelado hacia el carrusel se podría haber filmado con el público del Tate. Y después está la idea de tanta naturaleza artificial avanzando como una sombra que anuncia la llegada de un desconocido y nos hiela la sangre, de la misma forma que en los años ochenta nos la helaba entrar a Epcot Center y ver todos esos tomates como pelotas de fútbol creciendo debajo de cápsulas y controlados por palancas y botones.
Dicen que horas antes de morir, Turner abrió los ojos y dijo: “Ah, el sol es dios”. Tal vez la muestra de Eliasson no contenga ese momento de epifanía, ese “ah”, que todos esperamos. Pero remueve ideas y es atractiva, algo más que suficiente en tiempos de malaria. De todas formas, la Tate Modern está que rebalsa, aunque los estudios de mercado anunciaron que por las lluvias invernales la concurrencia al evento bajó en un 27 por ciento.