LOS 12 PRECURSORES DE LA CIENCIA. CAPíTULO 1: HARRIOT Y ADAMS
Ganarse el cielo
No son pocos los científicos que, tras magnos descubrimientos, asisten al momento en que la Gloria los esquiva y bendice a otros con los laureles de la fama. Para iniciar esta saga sobre ellos, dos ingleses cuyos telescopios vieron cosas nunca antes vistas: John Couch Adams, el hombre que descubrió un planeta y nadie se enteró; y Thomas Harriot, el matemático y astrónomo que estudió la Luna antes que Galileo.
Y cuando José de Arimatea descendió de la colina del Gólgota, se encontró con un hombre que lloraba. Y le preguntó por qué lo hacía, y él contestó: “Yo también he
caminado sobre las aguas, he resucitado a los muertos y curado a los leprosos, y
anunciado la venida del Reino. Y sin
embargo, no me han crucificado”.
Oscar Wilde
Por Leonardo Moledo y Federico Kukso
En enero de 1610, Galileo enfocó su telescopio hacia el cielo y vio lo que nadie había visto hasta entonces: vio montañas en la Luna, vio a la Vía Láctea disolverse en una miríada de estrellas, vio cuatro satélites girando alrededor de Júpiter y proclamando, desde allí, el pronto triunfo del sistema copernicano: “Grandes cosas, por cierto, propongo a la contemplación de quienes investigan la naturaleza, para que las estudien y consideren. Grandes, digo, ya sea por la excelencia de ellas mismas, como por la novedad inaudita que encierran. (...) Es algo grandioso, sin duda, (...) observar tan de cerca el cuerpo lunar, (...) comprender con la certeza de los sentidos que la Luna no está recubierta en absoluto por una superficie lisa y pulida, sino áspera y desigual, y que, como la faz de la Tierra, está llena por doquier de grandes prominencias y profundos valles”.
Y, sin embargo, Galileo no había sido el primero.
Apuntando al cielo
Vivía a la sazón en Inglaterra el matemático y astrónomo Thomas Harriot (1560-1621), que mantenía una asidua correspondencia con el mismísimo Johannes Kepler, y que en julio de 1609, tuvo la magnífica idea de alinear su pulido juego de lentes –luego llamado telescopio– y apuntarlos al cielo, empezando, como es natural, por los astros más grandes: el 26 de julio de 1609 a las 9 de la noche, en las afueras de Londres, echó una mirada al cielo y bosquejó el primer retrato lunar gracias a un telescopio que aumentaba seis veces lo que se le pusiera enfrente. Al año siguiente, el 17 de julio de 1610, volvió a la carga esta vez con un telescopio de magnificación de diez, luego uno de veinte y después otro de treinta y dos. La cuestión era ver más, lo más lejos posible.
Si bien todo el mundo sabe que el hombre llegó a la Luna el 21 de julio de 1969, sólo un puñado de personas sabe que fue Harriot quien observó al satélite natural de la Tierra por primera vez con suma atención y lo deslizó bajo las lentes de aquellos primitivos y toscos telescopios que abrían, sin saberlo, una nueva era. Pero la figura de Galileo –y el hecho de que publicara sus descubrimientos en el Sidereus Nuncius (el mensajero de los astros– es tan gigantesca que eclipsó (ya que de astronomía estamos hablando) aquella primera mirada. De paso, Harriot no dijo nada: lo único que le faltaba al inglés era pelearse con Galileo (como haría más tarde Newton con Leibniz alrededor del cálculo infinitesimal) por la prioridad del descubrimiento y desafiar, como había hecho el italiano, las necedades de la Iglesia.
Así fue como Harriot continuó en lo suyo sin hacer mucho alboroto: encontró –también como Galileo– satélites girando alrededor de Júpiter y fue el primero en ver manchas en el Sol, con lo cual destruyó la supuesta perfección del astro rey. Todo sin publicar ni un solo trabajo. En total Harriot hizo 199 observaciones solares entre el 8 de diciembre de 1610 y el 18 de enero de 1613, contó una por una las manchas y se percató de que primero crecían y después menguaban, datos que le sirvieron para medir el tiempo que tarda el Sol en girar alrededor de su propio eje. Y luego no hizo nada más.
Juegos de mente
Separado de Harriot por un charco de casi 200 años, la historia de otro inglés, John Couch Adams (1819-1822), es parecida, y en cierto modo más trágica.
El 23 de septiembre de 1846, en el Observatorio de Berlín, el astrónomo Johann Gottfried Galle enfocó su telescopio hacia un punto preciso del cielo y encontró a Neptuno, el segundo planeta en agregarse a la lista de los seis clásicos desde la invención del telescopio. En realidad, la hazaña difícilmente pudo ser más espectacular. Urano, el planeta descubierto por William Herschel en 1781, era, desde entonces, estudiado minuciosamente, con la pequeña peculiaridad que su órbita y sus posiciones aparecían un poco desplazadas: Urano no estaba donde debía estar según las gloriosas leyes de la mecánica celeste enunciadas por Sir Isaac Newton. Pero ese 1846, el astrónomo francés Urbain Leverrier resolvió el misterio: supuso que más allá de Urano existía un nuevo planeta aún no descubierto, y ni siquiera sospechado, que con su gravedad perturbaba la órbita de Urano. Leverrier calculó qué tamaño debería tener ese planeta y cuál tendría que ser su posición en determinada noche. Después escribió todo al Observatorio de Berlín y Gottfried apuntó su telescopio como se contó más arriba hacia donde Leverrier había indicado que debía estar el nuevo planeta y, voilà, allí estaba Neptuno. Fue grandioso; era la mente humana (de Leverrier), que con sólo lápiz y papel, haciendo cuentas y operando con las leyes profundas del universo, dominaba los movimientos del sistema solar y adivinaba lo invisible. La predicción de la existencia de Neptuno fue espectacular; fue uno de los hechos más notables de la historia de la ciencia y quedó para siempre asociada al nombre de Leverrier.
Pero ocurre que Leverrier no fue el único que descubrió el nuevo planeta. Un año antes, en septiembre de 1845, Adams hizo la misma hipótesis y calculó con total precisión el tamaño y la posición del todavía ignorado Neptuno, y la informó a James Challis, director del Observatorio de Cambridge. Pero don Challis, de triste memoria, no hizo nada y Leverrier publicó antes su genial predicción.
Más tarde, Adams hizo otras contribuciones a la astronomía: estudió la lluvia de meteoros “Las leónidas”, los movimientos de la Luna, el magnetismo terrestre. Pero nada comparable a su trabajo con Neptuno, que no le valió la gloria que merecía. Según un compañero de estudios, era “un pequeño hombrecito, que caminaba rápido y usaba un sobretodo gastado de color verde oscuro”. En 1847 rechazó el título de Caballero que le fuera ofrecido y, después del descubrimiento de Neptuno, Adams y Leverrier se encontraron en Oxford, en junio de 1847. Y no pasó nada.
Harriot, por su parte, no sólo fue el primero en mirar la Luna, sino que hizo de todo: viajó en 1585 al entonces Nuevo Mundo al servicio del corsario y aventurero Sir Walter Raleigh (1552-1618), se volvió allí adicto al tabaco, tomó miles de notas sobre el lenguaje, costumbres y hábitos alimenticios de los pobladores originales de estas tierras, anticipándose a Malinowski, y parece que inventó los símbolos de mayor (>) y menor (<) que aún se usan. Pero lo que hoy muchas cadenas de comidas rápidas le tendrían que agradecer es haber introducido en Europa, vía Irlanda, aquel tubérculo de nombre científico “solanum tuberosum”, más conocido como “papa”. Lo curioso es que al principio este cultivo no prendió para nada. Más aún, fue prohibida en Escocia, con el notable e inteligente argumento de que en la Biblia no aparecía mencionada y en la primera edición de la Enciclopedia Británica recibió el sorprendente calificativo de “comestible desmoralizador”. Tal vez haya desmoralizado a Harriot, cuando comprobó que los triunfos de Galileo empañaban su ilustre memoria.