Domingo, 28 de marzo de 2004 | Hoy
PLáSTICA
¿Coleccionista? No: fanático. Arturo Schwarz estuvo tres meses sin comer para comprar su primer Duchamp, y seis para hacerse de un Schwitters. Ésos y otros 218 ejemplos de su devoción por Dadá y el surrealismo brillan en Soñando con los ojos abiertos, la muestra con la que el Malba rinde tributo a las vanguardias artísticas de principios del siglo XIX.
Por María Gainza
Es difícil seguir siendo revolucionario cuando todos están de
tu lado. Ésa es la sensación que depara mirar al vuelo la sala
del Malba donde se exhibe Soñando con los ojos abiertos: Dadá
y surrealismo en la colección de Vera y Arturo Schwarz. De cómo
el éxito de un movimiento puede –a la larga– neutralizar
una obra. Breton, que no era ningún pavote, lo intuía; lo preocupaba
que el suceso apabullante de su grupo se les volviera en contra.
Pero era de prever que la revolución se aquietara con el tiempo. Lo que
es bueno: ahora que los humos han bajado y las banderas dejaron de flamear,
la calma permite medir los alcances artísticos con la distancia –y
las canas– que traen los años. Y esa segunda mirada sirve para
recordarnos algo que muchas veces pasamos por alto: que de todos los movimientos
de vanguardia de comienzos del siglo XX, sólo Dadá y el surrealismo
instaron a una revolución que más que estética fue cultural.
(Después de todo, no es casual que hayan sido movimientos creados por
poetas y no por pintores.) Es pues en sus propuestas, más que en sus
imágenes, donde radica su principal fuerza. El mismo Arturo Schwarz lo
admitió cuando dijo: “La estética no me interesa en absoluto.
Lo que me motiva es la idea detrás de la obra”.
I
La muestra reúne algo más de 220 piezas de la
colección de arte Dadá y surrealista del poeta, galerista y coleccionista
milanés Arturo Schwarz, que hace unos años donó la colección
entera –unas 750 obras– al Museo de Israel en Jerusalén,
junto con una biblioteca de más de mil piezas. Nacido en Alejandría
en 1924, este hombrecito fue menos un coleccionista típico que un fanático.
En 1950, para comprar su primer Duchamp, se salteó la cena durante tres
meses, lapso de ayuno que al año siguiente duplicó en pos de su
primer Schwitters. “Jamás me consideré un coleccionista
de arte sino un surrealista convencido”, afirmó. Un día
Schwarz soñó que Duchamp –a quien no conocía–
revolvía un cajón en busca de unos dibujitos. Se despertó,
consiguió su dirección y le escribió contándole
el sueño. Diez días después recibió un telegrama
de Duchamp que decía: “Encontrados, gracias”. Tras abrir
un cajón, había descubierto varios dibujos y notas para El Gran
Vidrio que creía perdidos desde hacía años. La muestra
del Malba exhibe la serie completa de ready-mades de Duchamp, editados en 1964
bajo estricta supervisión del artista.
Obsesionado por ampliar su horizonte mental, Schwarz percibió pronto
que el surrealismo, entendido no como un canon estético sino como un
espíritu que atraviesa épocas y fronteras, iba mucho más
allá de los confines que proponían los libros. Sensible, incluyó
entonces en su colección a artistas mexicanos, belgas, italianos y checos.
E incluso adquirió obra de Blake, El Bosco, Brueghel, Durero y Lewis
Caroll para armar una sección de precursores. Artistas que, así,
aparecen formando parte de una compleja red de estados mentales.
II
La historia de los movimientos está en los libros, y
ahí es donde hay que ir. Pero en una línea generalísima,
el surrealismo fue al Dadá el paso de la negación a la afirmación
en la búsqueda de un hombre liberado. Con la Primera Guerra Mundial de
fondo, el movimiento Dadá nació como una provocación contra
el buen gusto. Todo se volvió un blanco de guerra. A veces el Dadá
se parece a una de esas largas noches en que los chicos salen a emborracharse
por ahí y terminan en un bar rompiendo todo. Duchamp y Picabia, dadaístas
por excelencia, encarnaban ese espíritu de rebeldes con causa. De Picabia
–que quería atar a un mono vivo dentro de un marco vacío–,
Breton decía: “Existe un margen de inteligencia que no dudo en
calificar de profética entre lo que Picabia ha hecho y lo que han hecho
los otros”. Hay pocas obras suyas en la muestra, pero están sus
tapas para 291, la mítica revista de Alfred Stieglitz. De Duchamp, en
cambio, hay mucho. En principio están todos esos objetos desviados de
su función habitual y poseídos por nuevas subjetividades. Duchamp
tomaba una bicicleta o un portabotellas y los firmaba como obras propias. Luego
seguía con un perchero para sombreros, una pala para quitar nieve y un
botellero. Y cuando le pedían explicaciones era preciso: “Quiero
dejar muy claro que la elección de estos ready-mades nunca estuvo dictada
por una delectación estética. La elección se basaba en
una reacción de indiferencia plástica, acompañada al mismo
tiempo de una ausencia total de buen o mal gusto, una anestesia completa”.
Unos años más tarde, los surrealistas tomaron el grito de Rimbaud
–¡Cambiar la vida!– y las teorías de Freud, y convirtieron
al arte en un instrumento para la exploración del mundo sumergido. Primera
leyenda: en 1916, Breton volvía en colectivo a su casa cuando de reojo
alcanzó a ver una imagen que colgaba dentro en una galería. Quedó
tan impresionado que regresó caminando al lugar y la compró: era
El cerebro de un niño, una pintura de De Chirico que, portentosa, rica
en connotaciones sexuales, sería una influencia decisiva para el surrealismo.
Segunda leyenda: en 1959, en el marco de la exposición internacional
de surrealismo organizada por Breton y Duchamp, el canadiense Jean Benoît
hace una performance sobre el Marqués de Sade. Frente a una vasta audiencia,
con el cuerpo pintado de negro con una estrella roja –una alusión
al escudo de armas de Sade–, Benoît transporta un gran falo y unas
muletas mientras Breton lee el testamento del Marqués y su esposa le
patea las muletas en una “alusión a una humanidad esclavizada”,
como agregó más tarde el artista, acaso innecesariamente. Después,
según cuenta la historia, toma un fierro y colocándoselo sobre
el pecho se marca Sade. (Las versiones no se ponen de acuerdo sobre si el hierro
estaba caliente o no.) Roberto Matta, que había sido excomulgado del
surrealismo pero había logrado colarse en la performance, se excitó
tanto que tomó el fierro y procedió también a imprimirse
el nombre. Ante semejante acto de entrega, dicen que a Breton no le quedó
otra que reincorporarlo al movimiento.
Todas estas historias hablan de algo que la muestra irradia a cada rato: que
uno de los ganchos del surrealismo era la atracción erótica, fuerza
primordial de mucho de lo que hacían estos artistas. Como explicó
Duchamp en una entrevista para la BBC: “El erotismo es algo animal; tiene
tantas facetas que es un placer usarlo como quien usa un pomo de pintura”.
III
Pensadas originalmente para despertarnos como un vaso de agua fría en
la cara, estas imágenes, hoy, no tienen grises: o sólo nos enarcan
una ceja, o nos generan una correntada de ideas y asociaciones tan frescas que
nos dejan helados. Sí: todo terminó en un museo. ¿Y qué?
¿Acaso Duchamp no previó al final del día su descenso al
cadalso, la inevitable museificación y momificación de toda su
obra? En algún momento dejó incluso de hacerse mala sangre: sabía
que dejaba atrás una herencia espiritual que se perpetuaría, y
que ningún museo podría embalsamar.
Tanta revista y libro ha circulado con la cara del mingitorio de Duchamp, que
tenerlo enfrente es como encontrarse en una habitación con nuestro actor
favorito: queremos correr a hablarle. Es verdad que pocas imágenes podrían
asustarnos hoy del mismo modo en que lo hizo ese urinario de porcelana blanca
–La Fuente– en 1917: fue la operación que sentó las
bases de todo el arte contemporáneo. Y, muy a pesar de él, es
inevitable verlo ahí, majestuoso, como un trono real. Además,
ese maldito aparato tiene la capacidad de hacernos sentir viejos, viejos de
esa vejez que parece estar de vuelta de todo, a la que ya nada espanta. Como
una piedra filosofal, La Fuente necesitó un gesto, sólo uno –pero
de una contundencia implacable–, para pasar de objeto bruto y corriente
a obra de adoración divina. Un movimiento tan vasto es inevitablemente
desparejo. En las imágenes surrealistas de Yves Tanguy pasan a veces
demasiadas cosas al mismo tiempo, y las pinturas de Dorothea Tanning o Kay Sage
no han logrado envejecer con gracia. Pero hay algunas exquisiteces: la pipa
con burbujita de vidrio de Ce qui nous manque à tous (“Lo que nos
falta a todos”), obra de un Man Ray más poético que el cerebral
Duchamp; las nostálgicas cajitas de Joseph Cornell, que combinan la austeridad
formal de un constructivista con la fantasía –hay menos testosterona
suelta y más sutileza en una caja de Cornell que en cualquier otro lado–;
The Squirrelde Meret Oppenheim, un vaso de cerveza con cola de ardilla que es
delicioso, porque tiene la capacidad de generar ese choque de espadas entre
elementos que enciende la chispa de un conocimiento nuevo; y dos artistas subestimadas
que recuperan genuino brillo: las fotografías de Dora Maar, hilarantes,
con esa frescura de chiste que no pasa de moda, y las de Claude Cahun, seudónimo
de Lucy Schwob, una artista francesa que hizo las fotos brillantes que están
hacia el final de la muestra, en un rincón. Descubrir esas imágenes
bien vale la espera.
Apollinaire dijo una vez que el primer surrealista fue el hombre que inventó
la rueda. En ese sentido, la muestra tiene el mérito de condensar el
deseo más ferviente de ambos movimientos: que el arte se reintegrara
a la vida. “Si alguien me preguntara qué queda del surrealismo
en la actualidad –dijo Schwarz–, yo respondería: todo.”
Tenía razón. Después, claro, vino una época en que
abrías una canilla y salía un surrealista, lo que, sumado a la
lluvia de fans, a las muestras surrealistas colgadas hasta en la luna y los
millones de remeras estampadas con Dalís y Monas Lisas con bigotes, lentamente
distorsionó y terminó drenando la potencia de las imágenes.
Era de esperar: ¿no estábamos ya en la era de la reproducción
mecánica? Pero el surrealismo y Dadá no iban a agotarse así
de fácil, como un quebracho prendido que se consume de tanto iluminar.
Quedaron las brasas, vivitas y quemando.
Soñando con los ojos abiertos:
Dadá y surrealismo en la colección de Vera y Arturo Schwarz.
Museo de arte latinoamericano de
Buenos Aires. Figueroa Alcorta 3415.
Hasta el 17 de mayo.
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