CINE
Tuerzo mi destino
Premiada el año pasado en el festival de Cannes, La Cruz del Sur es el debut oscuro y brutal de Pablo Reyero en la ficción: una historia de marginales con la que el realizador de Dársena Sur exorciza las sombras de un pasado signado por la violencia.
Por Marta Dillon
Cuando todo ha terminado, cuando él ya ha vedado pudorosamente las palabras que se le escapan pero no quiere compartir, Pablo Reyero hace un gesto y entrega un disco con una canción marcada. Es la que eligió para firmar su película, cuando la luz atraviesa el negro pleno de la pantalla para recortar los títulos del final. Entonces, la voz de Atahualpa permite que las amarras que la angustia tejió cerrando la garganta durante la proyección de La Cruz del Sur empiecen a soltarse. Es necesaria esa cadencia del canto para recuperar el aire, para sentir que esta historia también puede hacer eco en cualquier otra, cualquiera que se deje mecer por el vaivén de lo que llega como destino y la voluntad por cambiarlo. “Fuerzas en pugna –dice él–, cambiantes y tortuosas como la naturaleza misma, como el bien y el mal, que se alternan y se superponen” porque es imposible separarlas, porque son el mismo lazo estirado sobre la tierra, en una punta una dicha, en otra punta una pena.
La canción es “Huella Triste”, y sobre ella volvió Pablo Reyero como desandando ese camino que inició una vez, con la escasa conciencia de sus 12 años, para huir de su destino, irse lejos de donde había nacido, de espaldas a una violencia que volvería a encontrar adelante –porque la violencia no estaba cercada en su historia personal: era el magma en el que nos arrastrábamos todos hace 25 años, cuando ese niño dejó la costa de Villa Gesell–, lejos del tac tac de los helicópteros que controlaban la inercia de los cuerpos empeñados en emerger, burlando también su destino de desaparecidos. Y hasta lejos de ese juguete de plástico que había aliviado sus tardes, proyectando películas de papel para inventarle otras vías de escape. No sabía todavía que del camino que le marcaba ese objeto no iba a poder, ni querer, escapar. Que con el tiempo se abrazaría a otros parecidos, objetos para adultos, traductores de un mundo interno, el suyo: esas cámaras con las que volvería una y otra vez sobre esa huella, huella triste de su infancia.
¿Qué más quedó atrás cuando ese niño que se puede adivinar demasiado alto para su edad dejó su casa, huyendo del encierro a cielo abierto de los largos inviernos en la playa? El cine como refugio, donde veía cualquier cosa; el festival anual de cortometrajes que todavía cumple su rito y Reyero, ahora, reconoce como las primeras marcas de lo que llama su enfermedad. Cualquiera que haga cine puede decirlo, está seguro: el placer es tan escaso como efímero, un parpadeo si se lo compara con la larga marcha que impone una película. Al menos una como ésta, que se quedó con todo lo que tenía. Y sin embargo no hubo dudas en este camino que empezó hace cinco años, arrastrando su Cruz del Sur que la tormenta, a veces, ocultaba para obligarlo a mirar adentro, ahí donde habitan los fantasmas propios que necesitaba exorcizar. Pero esos mismos fantasmas fueron los que entonces le mantuvieron el deseo despierto y los ojos abiertos para cargar la cámara al hombro y volver a mirar la desolación que había abandonado por propia voluntad para ganarse esa deuda con el destino que ahora cree que está pagando.
Si la historia oscura, negra como la huella de los pasos que se dan por desesperación –pasos en falso que creen poner el pie sobre el paraíso de la intoxicación o la ilusión de salvarse cuando por fin los elementos estén de este lado–, si esa historia de marginales, como tanto se ha repetido sin pensar cuál es su centro, no fuera la suya, no fuera visceralmente suya, su karma y su potencia, como él define, habría importado menos que su familia –de la que se fue y a la que convocó para este exorcismo– asistiera al estreno para reconocer sus pequeñas cosas en este relato. “Hace un año que mi papá tiene un video sobre su televisor, intacto. Supongo que tendría miedo. Pero que el otro día estuvieran todos le dio un sentido nuevo, al menos lo completa. Creo que es el sentido que está en el fondo de la necesidad de una expresión tan personal. En estos cinco años muchas veces sentí vacío, me pregunté por qué, para qué.” Peroahí estaba la respuesta, en un cine sin demasiado lujo, dos días antes del estreno oficial. Esto somos, papá, desde allá empecé a caminar. Y el camino está abierto todavía, aunque al fin salí de El Marquesado.
¿Y qué es ese lugar con tanta presencia en el film como cualquiera de sus protagonistas, allí donde se esconden los perdedores de la historia soñando con un destino de grandeza?
–Los milicos lo hicieron entre el ‘76 y el ‘77. Es un agujero abierto a fuerza de dinamita en la zona más alta de acantilados, a cinco kilómetros de Chapadmalal. La gente del lugar dice que dinamitaron cuerpos con las rocas, y después sellaron con hormigón armado. Y eso se siente cuando estás ahí. De hecho nos costó muchísimo habitar y salir de ese lugar. La muerte se respira.
Alguna vez su padre, sin conocer la historia, soñó con convertirlo en lugar de vacaciones exclusivo, pero Pablo ya no asistió a ese delirio. Era entonces un adolescente que vivía haciendo música en casa de unos tíos en Buenos Aires, y ya planeaba la próxima huida. Porque no era fácil convivir con su agitación interior. Hacía música, componía, tocaba la guitarra, estudiaba teatro, canto, escribía poesía. Buscaba una manera de decir. Hasta que el cine volvió como refugio.
–Mi cabeza era un quilombo: todo me daba vueltas, y a la vez tenía que trabajar en cualquier cosa para sobrevivir. El cine fue la manera que encontré de sintetizar todos esos lenguajes. Porque tiene mucho que ver con la música, por la forma en que se va desarrollando una historia o una idea musical, cómo fluye y se transmutan tanto las notas como los personajes, lo central y lo periférico. Se trata del ritmo, el manejo del tiempo, eso que es esencial y común a los dos lenguajes.
Mucho después, cuando estrenó su largo documental, Dársena Sur, su madre le contó que ese abuelo periodista que había vivido en La Pampa y, cumpliendo con un rito de campo, se había pegado un escopetazo cuando decidió que era suficiente, había sido distribuidor de películas. Él ni siquiera llegó a conocerlo, apenas alguno de sus escritos. Sintió el cine como una necesidad y, diez años después de dejar la playa, estaba arribando a otra costa: su primer trabajo junto a Javier Torre, a quien encontró a través de una entrevista para una revista de cultura y terminó asistiendo en la dirección de Las Tumbas. Por eso, cuando Pablo Pérez Alonso comenzó a cercarlo con su entusiasmo para trabajar con él, Reyero lo apadrinó como antes lo habían hecho con él.
–Yo creo que esto se aprende haciendo. Podés ver películas, estudiar, pero es un saber orgánico que se construye durante el proceso de hacer. A mí me sirvió trabajar con otros. Y los documentales, por supuesto, que son más baratos y se pueden hacer en video. A Pablo trataba de cuidarlo, de enseñarle como otros lo habían hecho conmigo. Y su avidez por aprender era como un motor. Por eso, cuando el auto le pegó a él, en ese lugar desierto, en esa situación ridícula, era como pegar también en el centro del entusiasmo. Para todos, volver a rodar dos meses después fue como un pacto de honor en su memoria.
Fue a la quinta semana de rodaje cuando ese muchacho de algo más de 20 quedó tendido en la ruta, rodeado por un equipo de filmación estupefacto, dolorido. Y paralizado durante más de dos meses, a pesar de la firme intención de volver, que se concretaría justo sobre el final de diciembre de 2001.
–Todo el tiempo tuve la sensación de que habíamos alcanzado a colarnos en el último vagón de un tren que huye del fuego. ¿Qué es lo que se quema? No sé, pero tengo que seguir.
Reyero ya no se cuestiona la existencia de un destino; se rinde ante su evidencia, aunque él haya torcido el propio a los 12 y lo siga moldeando a fuerza de perseverancia. Pero apenas puede hacer algo más que eso, poner en caja, quitarse del cuerpo como abrojos los hechos que lo hicieron serquien es y contarlos a su modo, ubicarlos en un relato. No para que la distancia los haga digeribles –no hay nada que tragar, y la película no lo permite–, apenas para hacerse la ilusión de que así es posible dominar sus efectos. Efectos retardados como los de esta Cruz del Sur que, en el decir de Atahualpa, hay que buscar adentro, cuando las noches de tormenta la ocultan, para encontrar la huella.