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Domingo, 18 de abril de 2004

LOS 12 PRECURSORES DE LA CIENCIA CAPíTULO 2

Contra la corriente

Mientras que los cristianos medievales rechazaban la medicina y condenaban la lectura de los libros de ciencias naturales, los musulmanes ya habían estrenado el primer hospital en Damasco, combinaban los saberes de Aristóteles, Hipócrates, Galeno, Mahoma y el Corán y convertían a Bagdad en la cumbre de la medicina. En ese contexto, 400 años antes de que Occidente pudiera hacerlo por las suyas, el médico Ibn Al-Nafis descubrió la circulación sanguínea. Como si fuera poco, la disección anatómica estaba absolutamente prohibida por el Islam, de manera que tuvo que hacerlo sin abrir un cuerpo; sólo libros.

Por Leonardo Moledo y
Federico Kukso

No tuvo la suerte de tener un nombre pegadizo, de esos que se recuerdan con sólo mencionarlos una vez a la pasada. A días de su nacimiento en 1213, sus padres no tuvieron la ocurrencia de llamarlo Galileo, Newton, Pasteur o Mahoma, sino simple (y modestamente) Ala-al-Din Abu al-Hasan Ali Ibn Abi al-Hazm al-Qarshi al-Dimashqi. Era un trabalenguas de aquellos que no le causó más dolores de cabeza –y linguales, por supuesto– desde el momento en que, pese al grito paterno y al insoportable llanto de su madre, se despojó de tantos “al” (que quiere decir “hijo de”) y se autobautizó Ibn Al-Nafis, una soleada tarde en la aladinesca Damasco (Siria).
Con título nuevo bajo el brazo, el ahora Ibn Al-Nafis se sintió más ligero, como si le hubieran quitado un peso de encima. Y en verdad así fue: ya no tenía que repetirle una y otra vez su nombre a su maestro Aldakwar del Hospital Universitario Bimaristan Al-Noori, fundado por el gran Noor al-Din Al-Zanki y donde leyó a los clásicos del mundo musulmán: Rhazes, Avicena, Averroes y Maimónides. Sentía que la vida al fin le sonreiría y que se podía dedicar tranquilo a lo suyo: las entrañas, las tripas, la sangre y la carne chamuscada (nada gore, por entonces) de cuanto parroquiano herido solicitara sus servicios curativos.

Perdona nuestros pecados
Mientras que los cristianos de la Edad Media le hacían asco a la medicina, la tildaban de obscena y, de acuerdo al Sínodo de París de 1209, condenaban la lectura de los libros de ciencias naturales como el más impío de los pecados, los musulmanes ya hacía tiempo que habían estrenado, bajo el mandato del califa al-Walid Mansura, el primer hospital en Damasco (año 707), que aún hoy sigue funcionando. Para el año 800, Bagdad –hoy capital de la muerte– era la cumbre de la medicina, con sesenta hospitales de lujo que disponían de farmacias, bibliotecas, y secciones de medicina interna, oftalmología y ortopedia.
De un modo absolutamente original, la medicina islámica logró combinar los saberes de Aristóteles, Hipócrates, Galeno (common knowledge en Alejandría y Egipto) con pizcas de experiencias hindúes y la denominada “medicina del Profeta” (Tibb âl-Nabî), basada en los dichos y recomendaciones salidas de la boca de Mahoma (570-632), principal profeta del Islam –del tipo: “Sólo hay dos ciencias: la teología (salvación del alma) y la medicina (salvación del cuerpo)”– y en algunos pasajes del Corán. Todo mediado por un extenuante esfuerzo de traducción y copiado al árabe de obras médicas escritas en griego. De uno u otro modo, era el tiempo propicio para los grandes descubrimientos –que posteriormente salvarían a millones de personas–, del ardor por el saber y las ansias de prestigio.
Medicina perfumada de la Grecia eterna y fundadora. Pero los médicos griegos no llegaron a comprender el funcionamiento de los órganos internos ni sus recovecos. Una penumbra espesa rodeaba la intimidad más profunda del cuerpo humano, al punto que algunos helénicos llegaron a pensar que las arterias estaban llenas de aire (deducción desprendida de disecciones de cadáveres en los que se toparon con arterias huecas), que el cerebro era una especie de esponja que funcionaba refrescando la sangre, y que el corazón –como muchos aún siguen pensando– era el recinto del alma. Los menos avezados rumoreaban que las venas encerraban espíritus vitales, transportados junto con el aire desde los pulmones, que hacían que la sangre pasara de azul a roja, dando vida a los tejidos. Hasta el gran Platón la pifió: llegó a decir que el útero de la mujer era un pequeño animal vivo que se movía dentro del cuerpo y que era el responsable par excellence del mal genio de algunas damas, así como también de su excesivo deseo carnal.

La lámpara mágica
Algo no le cerraba al buen Nafis. Su experiencia y todos sus sentidos le decían a gritos que algo más pasaba en el interior del organismo humano, un cierto tipo de mecanismo aceitado que ajustaba desde el movimiento de los brazos y las piernas al crecimiento del más perdido de los cabellos, con una adecuada y pausada respiración. Algo se movía, algo fluía, algo no se quedaba quieto en el interior. Claramente, a Ibn Al-Nafis le encantaba ir en contra de la corriente.
Sólo debía pensar. Su viaje-mudanza en 1236 al hospital Al-Mansouri de Egipto, donde se convirtió en el jefe médico y en el doctor personal del sultán, le dio el tiempo necesario para meditarlo a fondo y revisar una y otra vez, por abajo y por arriba, viejas anotaciones del siglo III de Galeno (que había codificado la medicina griega) en las que se daba a entender que las arterias y venas transportaban no aire sino aquel líquido profundo, carmesí que, aparentemente, se formaba en el hígado a partir de los alimentos y que aportaba nutrientes a los tejidos por absorción, como nutría el agua a la tierra.
En cualquier caso, lo más fácil debería ser agarrar al primer enfermo que pasara, despanzurrarlo, abrirlo de una y ver qué rayos ocurría allí adentro. Pero resulta que no todo era tan simple en las tierras de Harún al Raschid, Alí Babá y las Mil y Unas Noches: desde épocas inmemoriales, la vivisección era considerada una actividad indigna para los médicos y sólo la practicaban miembros de una clase muy inferior. Y para colmo, pese a la profusión de hospitales y médicos, la disección anatómica estaba absolutamente prohibida por el Islam, de manera que el único camino del aprendizaje del cuerpo y sus secretos residía en los libros.
Mientras tanto y hasta entonces, Ibn Al-Nafis ignoraba que Galeno había tenido la genial (pero errónea) idea de que la sangre se las ingeniaba para llegar al lado derecho del corazón a través de poros invisibles ubicados en el lado izquierdo, donde, con el aire, se creaban espíritus que andaban luego alrededor de todo el cuerpo. Pero cuando lo descubrió, todo le pareció claro y sencillo. Había frotado la lámpara y en vez de un genio salió despedida ni más ni menos que la idea de la vida: la de la circulación sanguínea, que Galeno no había llegado a imaginar.
A partir de entonces, Ibn Al-Nafis religiosamente anotó todo muy prolijamente en un tomo titulado Comentario sobre la Anatomía del Canon de Avicena, recién descubierto en 1924 por un tal Muhyo Al-Deen Altawi, un médico egipcio en una biblioteca de Berlín. Allí Ibn Al-Nafis dice: “La sangre de la cámara derecha del corazón fluye a través de la vena arteriosa (arteria pulmonar) a los pulmones, en donde de alguna manera se mezcla con el aire y pasa a la arteria venosa (vena pulmonar) para llegar a la cámara izquierda del corazón”. Con sólo el conocimiento ganado en base a libros y con su pensamiento a secas, Ibn Al-Nafis creyó haber dado el primer paso de una revolución sin precedentes en la medicina. Lo que no sabía era que ésta empezaría recién 400 años después de su muerte.

Sigan la corriente
Como sucede con las leyendas contadas al calor del desierto y en el descanso de algún oasis, muy pronto se olvidaron las revelaciones de Ibn Al-Nafis, que también escribió el tratado Mujaz al-Qanun (El sumario de la ley) y el voluminoso libro Al-Shamil fi al-Tibb (sobre oftalmología), incompleto por su repentina muerte en 1288. Y todo quedó como si no hubiera pasado nada: los espíritus de Galeno quedaban aún en pie y todo aquel que osaba ponerlos en duda, lo pensaba dos veces. Después de todo el español Miguel Servetus fue acusado de herejía y arrojado a la hoguera en 1553 por su obra Christianismi Restitutio, en la que, como Ibn Al-Nafis, describió el circuito (chico) de la sangre y la importancia de los pulmones. Andreas Vesalius hizo lo mismo en su libro De Fabrica. Pero quien resolvió de manera completa el problema, extendiendo el concepto de circulación sanguínea a todo el cuerpo, fue el inglés William Harvey que con su Exercitatio Anatomica de Motu Cordis et Sanguinis in Animalibus (Sobre el movimiento del corazón y la sangre en los animales), de 1628, describió correctamente la función del corazón, las arterias y las venas y así (re)inauguró la revolución científica en lo que a la concepción del cuerpo se refiere. Y tuvo la suerte de que estas nuevas ideas coincidiesen con el nacimiento del capitalismo moderno, para desembocar en las maravillas del paradigma del individualismo: movilidad/salud y libre circulación de trabajo y de bienes (una idea que caló hondo en un tal Adam Smith) y que terminaron por transformar para siempre la relación entre cuerpo y sociedad. La cartesiana analogía del cuerpo como máquina bombeaba con vida.
Hoy lo único que recuerda a Ibn Al-Nafis es un hospital en Bagdad que lleva su nombre y al que todos los días ingresan civiles y soldados norteamericanos chorreando sangre.

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