Dom 23.05.2004
radar

ENTREVISTAS

El poder de las ideas

En 1978, de visita en Londres, el intelectual mexicano Enrique Krauze entrevistó al historiador de las ideas Isaiah Berlin. La charla que iba a durar quince minutos se prolongó durante tres horas en las que Berlin hizo gala de su proverbial lucidez para explayarse sobre las circunstancias que permitieron la Revolución Rusa, la tensión entre libertad e igualdad, la importancia de los individuos por sobre los procesos históricos, sus críticas a los marxistas y antimarxistas, la crisis del arte y la vigencia de las ideas a través de los siglos. Radar reproduce algunos fragmentos de esa entrevista, incluida en Travesía liberal, el libro de Krauze que Tusquets distribuye por estos días en Buenos Aires.

Por Enrique Krauze

Desde que, a fines de los años ‘60, leí por primera vez a Isaiah Berlin, pensé que su obra podía iluminar la vida intelectual de Latinoamérica. Cuando se publicaron sus Pensadores rusos, aquella idea se volvió un artículo de fe. La riqueza de la incomparable literatura rusa del siglo XIX, el compromiso moral de su intelligentzia y la profundidad de su pensamiento social –temas centrales de la obra de Berlin– habían sobrevivido en la disidencia de los años ‘20 y ‘30 (Pasternak, Serge, Mandelstam) y en los heroicos exponentes (Solzhenitsyn, Sajárov) que continuaban luchando en aquellos días. Pero los otros, los radicales, los “endemoniados” dosteievskianos, los émulos de Iván Karamázov o de Nikolái Stavroguin seguían presentes en América latina, inconscientes o desdeñosos de los crímenes que, en el nombre del socialismo, se habían cometido en la URSS. Sólo una generosa y sutil mirada liberal, sensible al dolor humano y proclive a un socialismo realmente democrático, podría aportar cierta claridad a nuestra enrarecida atmósfera, plena de prejuicios, de ignorancia de la historia, de dogmatismo y de intolerancia. Necesitábamos a un clásico alternativo, un liberal de una estirpe distinta a Bentham o Stuart Mill, un pensador ruso heredero del humanismo dieciochesco, apasionado de las utopías decimonónicas, crítico de los sistemas totalitarios en el siglo XX, formado en el rigor filosófico inglés. Necesitábamos a Isaiah Berlin.
¿Cuáles fueron, a su juicio, las principales causas del fracaso político e intelectual del liberalismo en Rusia?
–Siempre es difícil decir qué habría pasado. Para explicar por qué los liberales fueron aplastados por los bolcheviques, aunque suene inocente, no acepto que se diga que los hechos históricos son el resultado del conflicto entre clases. En ocasiones es así, desde luego, pero no siempre. La lucha de clases no provocó inevitablemente el ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, o del fascismo en Italia. Ambos fenómenos pudieron, a mi juicio, haberse evitado. Una ocupación británica de Renania en 1936 habría detenido el nazismo. Hay quien cree, claro está, que todo lo que ocurre es inevitable, porque la gente implicada es como es; sin embargo, esto es incurrir, a mi juicio, en un fatalismo extremo. De haber sido más sabios en 1936, los ingleses y los franceses habrían ocupado la Renania. Otro ejemplo: si la Unión Soviética no lo hubiese impedido, mediante sus órdenes directas a los comunistas alemanes, creo que entre 1931 y 1933 la unidad de los socialdemócratas y los comunistas habría sido perfectamente posible.
En definitiva, creo que la revolución soviética triunfó, fundamentalmente, debido al genio de Lenin como hombre de acción. Si Lenin hubiese perdido aquel célebre tren y no se hubiera hallado allí en 1917, dudo que Trotsky, Stalin, Kámenev o Zinóviev hubieran logrado la victoria. No sé lo que habría ocurrido, quizás una guerra civil y, como resultado, un régimen de derecha o de izquierda. Cualquier cosa, pero no, seguramente, el leninismo.
Siempre se me ha acusado de exagerar el papel desempeñado por el individuo en la historia. No creo exagerar. Sin Churchill en 1940, posiblemente la invasión alemana a Gran Bretaña habría triunfado, al menos a corto plazo. Me parece evidente que si a Hitler no se le hubiese metido en la cabeza atacar a Rusia, Europa sería muy distinta. Está claro que las personas no pueden operar contra circunstancias rígidas; debe haber, por supuesto, condiciones que posibiliten ciertas operaciones particulares; y el hombre que importa es el que aprovecha de alguna forma los factores implicados, ya sea instintivamente o mediante razonamientos. Todo esto es verdad. Pero la explosión de lo que llamamos la “masa crítica” ocurre a menudo por la acción de un individuo o un grupo de individuos. Engels –o alguien como él– dijo que, si Napoleón no hubiese existido, otras personas habrían surgido e igualado su historia. Yo no lo creo. Alguien afirmó, aludiendo al napoleón d’or (una moneda del siglo XIX): “Un napoleón alterado no es un napoleón”. Los historiadores actuales, ya seanmarxistas o antimarxistas, tienden a creer en la influencia decisiva de factores impersonales en la historia. Mi punto de vista les parecerá inocente, anacrónico, subjetivo y carente de valor científico. Con todo, insisto, creo que en la historia hay puntos nodales en que los actos de ciertos individuos, libres para escoger entre diversas opciones, pueden tener las más vastas consecuencias.
Pero ¿no existía algún elemento, alguna propensión en la historia rusa, un rasgo en esa cultura, en esa mentalidad, que la inclinara más al marxismo que al liberalismo?
–Es una pregunta interesante. De hecho, alguna vez he tratado de escribir sobre esto. Verá usted: cuando un país más o menos primitivo se acerca a una civilización que considera superior –en el sentido en que Rusia consideraba superior a Europa occidental–, sus dirigentes se vuelven particularmente conscientes de su propia cultura e identidad. Esta situación los lleva a preguntarse si en verdad son tan bárbaros, inútiles e ignorantes como parecen, y si esta miserable situación de pobreza permanecerá siempre. Naturalmente, rechazan esta idea y se preguntan: “¿Qué se puede hacer para mejorar nuestra condición?”.
Al principio imitan la cultura extranjera que creen superior. Enseguida se desprecian a sí mismos por imitarla. Su orgullo les dice que no son tan malos como se les ha hecho creer: algo particularmente valioso deben de poseer, algo que los demás no tienen ni entienden. Los alemanes se sintieron así frente a los franceses en el siglo XVIII. En plena gloria, los franceses despreciaban ostensiblemente a los alemanes: los veían como provincianos en las fronteras de la alta cultura. Por su parte, Alemania concedía a Francia el predominio en el arte, la guerra, la política, el poder y en otras esferas, salvo en una –la única que en realidad importaba–, la del “espíritu interior”, la relación del hombre con Dios y consigo mismo. Y esto, supuestamente, era patrimonio exclusivo de Alemania. Para los alemanes, los franceses eran superficiales, fríos, materialistas, desdeñosos e ignorantes del valor supremo: la vida del espíritu. Todo esto es, en el fondo, una forma sublime de la vieja parábola de la zorra y las uvas: lo que no podemos tener no merece la pena. Tenemos en cambio algo superior: nuestra religión, nuestra vida interior. No estamos corrompidos por el abyecto mundo de los placeres carnales y la civilización materialista.
Algo muy similar empezó a suceder en Rusia a finales del siglo XVIII. Se hallaba en una posición parecida frente a Occidente. Tras las guerras napoleónicas, cuando los altos oficiales que creaban opinión en Rusia marcharon a París, los rusos comprendieron que su nación era, a un tiempo, temida y despreciada en la Europa occidental. De ahí la pregunta: ¿de qué carecemos? ¿Qué tienen ellos que no tengamos nosotros?
Todas las naciones atrasadas reflexionan tarde o temprano sobre sí mismas. Las naciones desarrolladas no lo hacen. Toda la literatura rusa del siglo XIX se hace eco de este autocuestionamiento. ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Cuál es nuestra misión histórica? ¿Qué debemos ser? ¿Qué podemos ser? Preguntas obligadas en Rusia. ¿Podremos llegar a ser como Occidente? ¿Debemos intentarlo? ¿Tenemos algo que a ellos les falta? ¿No somos espiritualmente superiores (argumento eslavófilo) y no deberíamos, por tanto, aislarnos y salvaguardar nuestros valores y defenderlos de las malignas influencias mundanas? ¿O, por el contrario –como argumentaban los occidentalistas–, toda la verdad está en la ciencia, el progreso material, la organización, la libertad, las ideas democráticas, John Stuart Mill...? ¿Es esto de lo que carecemos y debemos buscar? Y, si es así, ¿con qué medios? En definitiva, ¿qué debe hacer Rusia?
No veo cómo reconciliar una libertad personal absoluta –sin duda un ideal– con una absoluta igualdad. Si el fuerte es libre, destruye al débil; si se protege al débil del poderoso, el poderoso ve mermadas sus libertades. Por otra parte, el conocimiento puede no ser compatible con la felicidad; por el contrario, puede acarrear sufrimiento. –En otros términos, cuando se tienen valores incompatibles –como lo son éstos–, es preciso derivar hacia una forma de compromiso que evite la destrucción en ambos lados. De ahí la necesidad de leyes, reglas, controles; de obstáculos, en fin, a la libertad total. Esto es, claro está, un enunciado obvio. Cuando afirmo la necesidad constante de compromiso entre fines incompatibles no estoy diciendo nada nuevo. Es tedioso, sin duda, tener que restaurar una y otra vez el frágil compromiso, pero ésa es, a fin de cuentas, la misión de la vida humana. No podemos evitar nuestra condición.
El conocimiento trae dolor...
–No, si usted cree que el conocimiento libera; pero yo no creo que sea siempre así...
Spinoza lo creía.
–... lo mismo que Freud y otros muchos distinguidos pensadores racionalistas; y hay mucho de verdad en ello. Pero si alguien es un artista inspirado, su arte puede nacer acaso de una herida psicológica. Si la herida se cura, lo cual puede ocurrir, y el artista recobra la dicha, puede, en ese mismo momento, perder interés en su obra. Por supuesto, no todo artista ha sido neurótico en ese sentido. Los ha habido felices. Goethe no tenía un pelo de neurótico. Shakespeare, me atrevo a pensar, tampoco. Muchos otros artistas han sido, digamos, gente normal. Pero no hay duda de que el arte brota a veces de una herida. Es el caso de Dostoievski, Kafka, Pascal, Rousseau...
...y el de Tolstoi...
–Sí, y el de Tolstoi, desde luego. Si un buen psicoanalista se hubiese acercado a estos escritores, no sé cuáles habrían sido las consecuencias literarias. O las musicales, en el caso de Beethoven o Mozart. De cualquier forma, volviendo al conflicto, si el enfermo de cáncer conoce su enfermedad, este hecho no lo libera. Antes al contrario, quizá la ignorancia sería preferible. La ignorancia puede ser una bendición. No predico contra el conocimiento o la felicidad, sólo quiero subrayar que los valores no son necesariamente compatibles.
De todo esto no se sigue que todos los valores finales o terminales choquen de modo absoluto. Pero este conflicto se da con la suficiente frecuencia como para crear un problema. De ahí la pregunta: ¿qué hacer? Sucede a diario. Los recursos limitados suponen siempre un problema: ¿hay que construir una iglesia o una sala de cine? ¿Satisfacer a la gente piadosa o a la que disfruta de esa clase de arte?
En un mundo perfecto nada de eso ocurriría. Pero este mundo no lo es. En la medida en que los fines sean humanos, y se desplieguen en un escenario humano, chocarán siempre. Es inimaginable un mundo humano en el que libertad e igualdad sean totales y coexistan. Lo mismo ocurre con la espontaneidad y la capacidad. ¿Qué hacer? Bueno, en inglés tenemos la fórmula de los trade-offs. Uno debe intercambiar sus valores: tanta libertad a cambio de tanta igualdad, tanta ciencia a cambio de un arte de tal magnitud. Este procedimiento no es muy aceptable para la gente porque...
No es suficientemente glorioso...
–Ni glorioso ni excitante. A los jóvenes no les inspira mucho el ideal de un equilibrio perpetuamente inestable, equilibrio que es, por lo demás, la única manera de que las cosas funcionen sin incurrir en demasiada injusticia. Es el viejo problema de la justicia y la misericordia. ¿Cuánta piedad a cambio de cuánta justicia? ¿Quién debe decidir? Hay quien cree que en un mundo perfecto la justicia sería innecesaria, lo mismo que la piedad. Pero no podemos concebir siquiera los perfiles de ese mundo.
Sería aterrador, quizá... Pero usted ha estado hablando de valores en ámbitos sociales. Hay individuos en la historia que encarnan biográficamente estas tensiones múltiples. Acabamos de mencionar a Tolstoi. ¿Se llegó a identificar en realidad y sin contradicción con los principios absolutos que predicaba?
–Le contaré una anécdota curiosa acerca de Tolstoi. Ocurrió a fines de 1904, en plena guerra ruso-japonesa. Tolstoi la detestaba. Ponía todos sus esfuerzos al servicio del pacifismo. Escribía libelos que denunciaban los horrores de la guerra. Un día, mientras Tolstoi descansaba en su estudio, alguien prorrumpió:
–Liev Nikoláievich, se ha rendido Puerto Arturo.
De inmediato, Tolstoi saltó de su asiento y exclamó:
–¡En mis tiempos esto jamás habría ocurrido!
–¿Qué habría ocurrido en sus tiempos, Liev Nikoláievich?
–Habríamos luchado y luchado, pero ¿claudicado? ¡Jamás!
Esta fue su reacción instintiva. Le encantaba ver a la oficialidad bien vestida y formal. Escribió maravillosamente sobre guerras y batallas. Sus creencias contradecían sus hábitos y sus gustos. Trató de modificarlos, pero nunca pudo lograrlo completamente.
¡Qué tragedia para un populista! Pienso que, en otro sentido, podría o debería existir alguna forma de traducción entre los dos mundos. Chernishevski creyó en la posibilidad de emplear la ciencia y la tecnología de Occidente a una escala y con una lógica parroquial, local. Es algo que deberíamos buscar en América latina.
–Sin duda, sin duda. Estoy plenamente de acuerdo con esa idea. Alguna vez hablé con un grupo de liberales italianos que intentaban eso mismo a su país. Es una gran idea, tal vez tenga éxito. Sería, por decirlo así, el matrimonio de la tecnología con una existencia más sencilla y humana. Sí, sin duda. Si fuese posible, sería maravilloso.
¿Dónde se encuentran hoy, a su juicio, los centros principales de creatividad intelectual en el mundo?
–¡Santo cielo!... Creo que en las ciencias de la naturaleza, principalmente. No soy científico y entiendo poco de estas cosas, pero me parece que la ciencia atrae ahora a las personas más dotadas. Creo que hay más talento e imaginación ahora en las ciencias que en el arte o la literatura. No deja de entristecerme el panorama. ¿Dónde están ahora los novelistas geniales? ¿O los pintores? Desde la muerte de Picasso..., claro, está Miró, pero Miró no se iguala con los grandes gigantes. Es ya viejo, además...
¿Y los poetas?
–Bueno... Ahora ha muerto Montale. Pero prefiero no hablar de los vivos. Es un poco vulgar y falso calificar de este modo a los artistas. Lo que sí creo es que las artes florecen –cosa curiosa– cuando los artistas compiten entre sí. Es decir, cuando un creador recela de lo que hace otro. Verdi, me temo, recelaba de Gounod; tenía miedo de que Gounod compusiese algo mejor que lo suyo. De Wagner supo poco, pero, de haberlo conocido más, sus aprensiones habrían crecido. Me atrevo a afirmar que Beethoven llegó a preocuparse por la obra de Weber o Cherubini. Ahora parece absurdo, pero así fue. Stravinski y Schönberg, no hay duda, fueron rivales. Pero no creo que en nuestros días algún compositor se aflija demasiado por los éxitos de otro. No creo que a Britten le preocupara Shostakovich, o que Boulez se inquiete porque Elliott Carter o Stockhausen puedan componer algo más extraordinario. Simplemente, no lo creo.
Hay únicamente dos artes en cuyo seno se da una auténtica competencia: el cine y la arquitectura, una competencia sería, por así decirlo, entre hombres de genio. Y son artes que florecen mucho más, a mi juicio, que otras.
En torno del lugar que ocupa la historia de las ideas dentro de las humanidades, actualmente los historiadores se inclinan hacia la historia social y económica. ¿Cuál es, a su juicio, la importancia de la historia intelectual? Se ha dicho que es anacrónica...
–Le diré dos cosas que me interesan sobre el asunto. La primera es obvia: es el hecho de que las ideas son importantes. Mucho más de lo que algunas teorías, marxistas o no, han mantenido. La idea marxista de que las ideas son sólo un subproducto, una suerte de reflejo espiritual de lasestructuras materiales, es una doctrina que se refuta a sí misma. Tengo la certeza de que, si Marx hubiese muerto a los doce años, la historia del mundo y de Europa habría sido muy distinta. El cristianismo es una idea, el marxismo es una idea, el freudismo es una idea. ¿Quién puede negar su poder, su gran influencia más allá de las situaciones de las que partieron?
Segundo punto: hoy en día hay quien piensa –la gente a la que usted se ha referido– que es inútil abordar las ideas fuera de su contexto histórico. Para escribir sobre ideas –se argumenta– parece necesario conocer a las personas que las formularon: sus motivos y propósitos, la sociedad que los rodeaba, sus problemas, el lenguaje que empleaban. Porque el hombre piensa con palabras, es el uso real del lenguaje el que cincela ideas y conceptos. En consecuencia, para estas personas el método intelectual que se practicaba en el siglo XIX era ahistórico. Estudiar a Platón sin saber nada de Atenas, o a Spinoza ignorando la realidad de los Países Bajos en el siglo XVII supone, para ellos, una distorsión. En suma: es necesario estudiar las ideas a través de la historia y no la historia a través de las ideas.
Todo esto es verdad... hasta cierto punto. Es obvio que avanzamos más en la comprensión de las ideas si entendemos lo que sus autores hacían o pretendían. Las ideas, es evidente, no son entidades impersonales. NO existe la partenogénesis de las ideas. Las ideas no generan ideas, sólo las generan los seres humanos que trabajan en determinadas circunstancias. Es necesario estudiar tanto al pensador como el pensamiento. Del mismo modo, creo que es preciso estudiar al artista tanto como su obra. T. S. Eliot no pensaba así; para él, una obra de arte brilla con luz propia y la biografía del artista es un dato irrelevante. No sé. Si el arte es comunicación, T. S. Eliot se equivocaba.
Por otra parte, reducir las ideas a sus condicionantes materiales, o a la respuesta de ciertos individuos a las preguntas de su tiempo, es también una operación inadmisible. No sabemos –o no estamos seguros de saber– en realidad el significado preciso de ciertas palabras griegas; desconocemos cómo era Atenas; ignoramos si sus casas se asemejaban a las de los zulúes o a las del Beirut actual. Realizamos –o creemos realizar– un vuelo imaginario a un pueblo de la Europa medieval o la Florencia del Renacimiento. Pero ¿hemos ido a Atenas? Sabemos dónde estaban el Agora y algunos templos, podemos contemplar basamentos, pilares, estatuas; pero es casi imposible recobrar la vida cotidiana, mental y material, de Atenas. Lo intentamos, pero con medios inciertos y limitados. Con todo, creemos entender a Platón, y sus ideas nos inspiran. Es posible, desde luego, que lo hayamos distorsionado sistemáticamente. Pero, aun en ese caso, ¿es sólo accidental nuestra admiración por él? No lo creo. Las ideas poseen fuerza y profundidad suficientes como para sobrevivir a la distorsión. Al menos así ocurre con las ideas que conciernen al ser humano como tal. (Porque existe el ser humano como tal; el hombre del siglo XX no puede ser completamente distinto del hombre del siglo V antes de Cristo; si lo fuese, sería imposible toda comprensión del pasado.) Las ideas sobreviven a su distorsión, del mismo modo que obras de trascendencia universal –la de Shakespeare, por ejemplo– se abren paso a través de las malas traducciones. Así ha ocurrido con los Salmos. Las malas traducciones traicionan a menudo el sentido original de las palabras en hebreo, pero los Salmos siguen diciéndonos cosas importante, muy importantes.
¿Cuándo, por qué y cómo ocurrió en su vida el tránsito de la filosofía a la historia de las ideas?
–Pienso que me incliné por la historia de las ideas y abandoné la práctica profesional de la filosofía porque me di cuenta –lo he dicho ya en algún sitio– de que mi deseo de conocimiento era, hacia el final de mi vida, mayor que al principio. La filosofía no conduce a un mayor conocimiento sobre el mundo; a una mayor penetración sí, y a una comprensión más amplia. Pero no es una disciplina acumulativa. Unhistoriador de las ideas no diría nunca que es inútil leer a Platón o a Aristóteles porque han quedado obsoletos, porque están superados. Para un científico, en cambio, es inútil leer ciencia antigua. puede iniciarse ahora mismo, a partir del estado actual del conocimiento. Tampoco un escritor tiene, por fuerza, que conocer viejas literaturas. En fin, la lectura de Herodoto, Tucídides y Tácito, extraordinarios historiadores como sin duda lo son, no es un sine qua non para un historiador especializado en el siglo XIX o XX.
Ahora bien, las preguntas que Platón se formulaba siguen vigentes. Las respuestas pueden variar, lo mismo que los métodos o las discusiones, pero en el fondo las cuestiones son idénticas. No podemos decir: sabemos más filosofía que Platón y es inútil leer a Hume, Kant, Spinoza..., filósofos superados. No importa cuán moderna sea nuestra circunstancia, seguimos viviendo en el orden intelectual que ellos crearon. Guiado por estas convicciones, sentí el deseo profundo –más intenso conforme ha pasado el tiempo– de saber, y de saber de modo acumulativo. La historia de las ideas lo colmó.

La entrevista completa está incluida en Travesía liberal, el libro de Enrique Krauze que editorial Tusquets distribuye por estos días en Buenos Aires. Además, el Fondo de Cultura Económica acaba de publicar La tentación de la libertad (Seis enemigos de la libertad) de Isaiah Berlin.

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