Dom 23.05.2004
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MúSICA 2

El jazz después del jazz

Dos discos. Dos músicos, ambos noruegos. Y lo que podría ser un nuevo final para el jazz se convierte, con sus referencias a la cultura club, al drum’n’bass y al dudoso arte de los DJs, en un nuevo principio. El trompetista Nils Petter Molvaer, con NP3, y el pianista Bugge Wesseltoft, con Film’ing, combinan la electrónica con sus instrumentos y los de invitados como Joshua Redman, el notable guitarrista Eivind Aarset o el tunecino Dhafer Youssef, para producir alguna de la música más interesante del nuevo siglo. Le dicen electrojazz.

Por Diego Fischerman

A principios de la década de 1940, Duke Ellington excedió los tres minutos de una pieza y trabajó con una marcación rítmica irregular. La obra era la genial “Black, Brown & Beige” y la revista especializada Down Beat decretó la muerte del género. “No hay beat y si no hay beat no hay jazz”, decía. “Y, además, Ellington se toma diez minutos para decir mal lo que habitualmente dice bien en tres”, concluía lapidaria. Tal vez no fue la primera vez y, con seguridad, no fue la última. El be-bop y sus armonías complejas y ritmos frenéticos, el free y su independización de todos los parámetros, la electrificación de Miles Davis, en el nada silencioso In a Silent Way y en Bitches Brew, también significaron, para algunos, el fin del jazz.
Ya se sabe: todo ocaso es un amanecer en otra parte, no hay final que no signifique un comienzo, no hay mal que por bien no venga y toda esa cursilería que, en el caso del jazz, viene siendo indiscutiblemente cierta. La palabra ya no quiere decir lo mismo que en 1920, pero es posible que, gracias a eso, aún siga queriendo decir alguna cosa. El jazz, hoy, es más un alfabeto que un lenguaje. O, aún más, una cierta manera de organizar alfabetos. Y la última traición destinada a mantenerlo con vida, heredera como tantas otras de alguno de los miles de Davis existentes, se llama electrojazz.
Más allá de la guitarra eléctrica, que, de todas maneras, se usó casi como una versión amplificada de la guitarra hasta la aparición de John McLaughlin, John Abercrombie, Terje Rypdal y, más aquí, John Scofield, Pat Metheny, Bill Frisell, Marc Ducret y Nguyen Le, podría decirse que el espíritu del jazz es acústico. Incluso el supereléctrico órgano Hammond remedaba un instrumento acústico. La irrupción del rock en el horizonte cercano alteró las cosas, desde ya. Aparecieron teclados y apareció el jazz-rock, con Zawinul, Corea y McLaughlin a la cabeza (todos surgidos de la usina Davis). “Prefiero a la gente parada. es una música muy física. Funciona mejor de esa manera”, dice el trompetista Nil Petter Molvaer, uno de los nombres más importantes del jazz electrónico actual. “Me concentro en el intercambio de energías entre la música y el público”, afirma otro de los artífices del nuevo género, el pianista Bugge Wesseltoft. Ambos son noruegos y ambos, curiosamente, a pesar de los loops, de la cultura club, de los breackbeats constitutivos del característico drum’n’bass, del sonido jungle e incluso de la temida intervención de DJs (en el caso de Molvaer), suenan, en algún sentido, acústicos. Es decir: los dos se regodean en contrapuntos de gran riqueza entre ese entretejido electrónico y los sonidos despojados de sus instrumentos o de algunos de los músicos que participan en sus discos. NP3, de Molvaer, y Film’ing, de Wesseltoft, ambos editados localmente (y a precios locales) por Universal, ponen en escena si no el rumbo excluyente del jazz actual por lo menos uno de los caminos posibles. Y lo hacen con una creatividad que trasciende ampliamente el look de modernidad.
“Todas estas herramientas son, en sí mismas, tan positivas como negativas. La cuestión tiene que ver con el tiempo: cuándo detener un momento, cuándo congelarlo y cuándo exprimirlo”, cuestiona Molvaer. Nacido en 1960 en Sula, en 1979 viajó para estudiar en el conservatorio Trondheim. Había empezado con la guitarra y con la percusión pero se decidió por la trompeta. A fines de la década de 1980, fue parte de uno de los mejores grupos del jazz escandinavo, Masqualero. El cuarteto, que tomaba su nombre de un tema de Wayne Shorter que él había tocado junto a Miles Davis, incluía al saxofonista Tore Brundborg y a la base más famosa del norte europeo: Arild Andersen en contrabajo y Jon Christensen en batería. Con ese grupo, Molvaer grabó en ECM y, en 1998, ese sello editó el ya legendario Khmer, un disco que fundó su estilo electrónico y que figura en todas las selecciones de los mejores discos de jazz de los últimos tiempos –el suplemento Jazzman de Le Monde de la musique llegó aincluirlo entre los mejores 100 discos de la historia del jazz–. Premiado con el German Records Critics Award y con una venta de más de 100.000 unidades, ese disco dejó sentadas las bases del sonido Molvaer: una base indiscutiblemente jungle, una guitarra punzante siempre en manos del notable Eivind Aarset y el timbre y el fraseo obcecadamente melancólicos de la trompeta.
El disco de Wesseltoft es, de alguna manera, más cercano a lo que podría esperarse de un disco de jazz. Allí la electrónica rehuye de las marcaciones rítmicas de club, por lo menos de manera obsesiva, y, en cambio, se observa un trabajo de exquisitez artesanal. Cada momento, más que cada timbre, es esculpido con cuidado extremo y algunos de los puntos más altos se manifiestan en los cruces entre los procesos de laboratorio y los instrumentos acústicos. El filigrana del contrabajo de Ingebrig Flarten y la electrónica en “SKoG”, el inspiradísimo saxo tenor de Joshua Redman en “oH Ye” y el soprano en “eL”, y la voz del tunecino Dhafer Youssef en “HoPE”, junto al sorprendente “PIANo”, obviamente un solo de piano, exhiben de manera inmejorable el credo de Wesseltoft: “Amo el sonido en todas sus formas. Un sonido pone en juego una emoción y es la combinación entre ellos lo que me interesa. Cada disco que me marcó es el sinónimo de un sonido particular: Kind of Blue de Davis, Lifetime de Tony Williams. La originalidad, la diferencia y la particularidad del sonido de cada disco es lo que lo vuelve interesante”.

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