CINE
El día después de mañana llegó para darle una vuelta de tuerca más que oportuna al fin del mundo en el cine: una catástrofe natural azota al gran país que le dio la espalda al ecológico Protocolo de Kyoto. Pero José Pablo Feinmann sale del cine con una hipótesis nueva: si quiere ver el fin del mundo, mire hacia atrás.
1. Al borde del abismo
Hay varias maneras de manipular al “villano” en una novela, una
película o en un simple texto como este que usted lee. Se lo suele revelar
al final, sobre todo en las novelas policiales de “enigma”, las
clásicas, pura racionalidad, muerte y ajedrez, positivismo y empirismo
británicos, Conan Doyle, Dickson Carr, Lady Agatha, Dorothy Sayers y
otros almirantes flotantes. O se lo suele revelar al principio. Y hasta a veces
al autor le importa poco quién es el culpable. Todos lo saben: Chandler
les dijo a Faulkner y Howard Hawks que él no sabía quién
era el asesino en The Big Sleep (Al borde del abismo) y que se arreglaran como
pudieran y no lo molestaran más. (Surge inmediata la lectura “marxista”
de Chandler: “el asesino es la sociedad capitalista”. Lectura que
divertía a tan áspero y desencantado autor: “Yo no soy comunista,
soy un individualista, tengo el espíritu solitario y aristocrático
de los gatos. Y en cuanto a Marlowe podría afirmar con total certeza
que tiene la conciencia social de un caballo”.) Aquí voy a optar
por la segunda posibilidad. Hay un asesino. Y su identidad no será revelada
(en medio de los encandilamientos de la lógica-sorpresa) al final sino
ya mismo. Nuestro tema es el fin del mundo. De la Tierra. La pregunta clásica
(“¿Quién lo hizo?” o el breve y hitchcockiano “Whodunit?”)
tiene su respuesta de largada. La Historia de la Destrucción del Mundo
es la Historia de la Humanidad. Brevemente dicho: el asesino de la Tierra es
el hombre.
Tal vez esta hipótesis le parezca un poco loca, arriesgada, infundada
o lo que sea. (Aclaro: “lo que sea” es posible, pero “infundada”
no. Es una de las teorías más “fundadas” que existen.)
Pero no la rechace. Leonard Maltin, al comentar el mejor (para mí) de
todos los films sobre el “fin del mundo” (Cuando los mundos chocan,
1951), explica ligeramente el gran tema de la película: un sol (Bellum)
y su satélite (Zyra) chocarán contra la Tierra en unos pocos meses.
Maltin, bastante tontamente, dice: “Si usted se cree esto, se va a entretener
viendo esta película”. Frase de increíble torpeza teórica.
Si voy al cine es con mi credibilidad abierta. Voy, digamos, en “estado
de abierto”. Más si la peli se llama Cuando los mundos chocan.
Si yo pago la entrada, entro, me siento y me pongo a ver lo que veo con una
certeza cálida e hiperracional que me susurra: “Los mundos no pueden
chocar. ¿Cómo va a producirse tal desajuste en un universo definido
por su perfección? ¿Cómo van a aparecer, así nomás,
de un día para otro, Bellum y Zyra para chocar contra nosotros? ¿Quiénes
son? ¿Quién los conoce? ¿Qué les hicimos?”.
Esto impide ver cine. ¿Cómo la Muerte va a jugar al ajedrez con
Max von Sydow? (¡Y es Bergman!) ¿Cómo Renato Salvattori,
en esa tanada de Rocco y sus hermanos, va a gritar como un piantado total: “¡L’
amassato, mama, l’ amassato”? ¿Cómo el Demonio se
va a meter en el cuerpo de una niñita tan adorable como Linda Blair?
¿De dónde sacó esta chica Lucrecia Martel a esos salteños
que parecen zombis, por qué metió a esa vaca en esa ciénaga?
Vea, así no hay cine que valga. El cine es la antítesis de la
frase de Maltin: “Si usted se cree esto, se va a entretener”. Usted
entra al cine para creer. Después verá. ¿Dónde está
el secreto? Uno, señores, cree todo: no hay cosa que –en algún
lugar secreto de la conciencia, y que no es necesariamente el maltratado “inconsciente”–
no seamos capaces de creer. ¿Todos, en la Tierra, están tan seguros
de la “perfección” del Universo como para no creer que, “en
una de ésas”, Bellum y Zyra se nos vienen encima? Si se hacen estas
películas es porque expresan terrores ocultos, fantasías tenebrosas.
(Cierta vez, un veterano con el que jugaba –mal, yo– al billar en
un venerable bar de Federico Lacroze y Alvarez Thomas me dijo algo revelador:
“No me gusta el cine. Fui dos o tres veces en mi vida. Nunca más.
Uno adivina todo. Mire, vi una película sobre una diligencia. Todo el
tiempo, mientras rajaban de los indios, mostraban una de las ruedas, y uno,
claro, la miraba, no podía hacer otra cosa, estaba ahí, sentado,
y miraba la rueda. Y entonces adiviné todo: esa rueda se sale, por eso
la muestran tanto. ¡Y se salió! En serio, igualito como yo lo había
anticipado. Me levanté y me fui. Nunca más vi una película.
¿Para qué? Si uno adivina todo”. Con espectadores así,
el cine se hunde. Años después me enteré de que el veterano
se había pegado un tiro. Los otros veteranos del bar me contaron lo que
solía decir durante sus últimos días: “Me aburro.
Adivino todo. Nunca una sorpresa. La vida es un bodrio”. Lástima
que se fue cuando la diligencia perdió esa rueda. ¡Quedaba tanto
para ver! ¿Se defendían los pasajeros? ¿Los indios los
rodeaban? ¿Llegaba a tiempo la Caballería? En el pueblo, después,
¿John Wayne mataba al villano? ¿Se iba con la mujer buena pero
de vida turbia, con Claire Trevor? Es así, si la curiosidad y el asombro
te abandonan, te abandona la vida, te pegás un tiro, y ahí sí,
se acaba el mundo. Sólo algo más: si usted quiere ubicar esta
larga digresión en el rubro “filosofía barata”, no
se prive. La “b” de barata es la “b” de la Clase B.
Filosofía barata es filosofía de Clase B y a esa gloriosa categoría
pertenecen films como Cuando los mundos chocan o Los usurpadores de cuerpos
o La noche de los muertos vivientes que expresan diversos y siempre espantosos
finales del mundo.)
2. La Tierra se hace polvo
Cuando los mundos chocan tiene efectos especiales de George Pal, el genio que
habría de hacer luego La guerra de los mundos, con esas naves marcianas
con cuerpo de raya y cabeza de cobra ultravenenosa. Zyra, que es el satélite,
no embestirá la Tierra, pasará muy cerca y esta cercanía
desatará todo tipo de catástrofes climáticas. Luego, Bellum
completará la obra. ¿Hay una salvación? Sí, pero
para pocos. Un supermillonario paralítico y muy perverso ofrece su fortuna
para fabricar una nave espacial y llegar a Zyra que, conjeturan, tal vez sea
habitable. Se salvarán muy pocos, y todos norteamericanos, claro. Pero
algo es algo. Fabrican la nave. Zyra pasa cerquita de la Tierra, rozándola
casi y George Pal se luce con los efectos: una gran ola invade Manhattan (¡era
1951 y los yankis ya adoraban destruir Manhattan!) y estallan los volcanes,
proliferan los terremotos, no queda nada en pie. La esperanza existe y es la
nave que se arrojará hacia Zyra. Suben unas cuarenta personas, algo así.
Pero (¡oh, terrible situación!) la cosa es por sorteo y una parejita
adorable (un boy y una girl deliciosos) obtienen una suerte, por decirlo así,
no simétrica: él gana y viajará, pero ella no. Todo se
arregla. Al final el sabio bueno los hace subir porque... retiene en tierra
al millonario perverso, viejo, feo, merecedor de la ira de Bellum. El viejo
sabio tampoco sube a la nave y dice una frase postrera y profética y,
en rigor, bastante biologista: “¡El nuevo mundo es de los jóvenes!”
(“¡El nuevo cine argentino también!”, me dice un amigo
péndex que tengo, cineasta, y al que intento convencer, no tan vanamente,
eh, no tan vanamente, de la importancia que tiene un buen guión para
hacer una buena película. Furioso, a veces, dice: “Godard, cuando
iba a filmación, llevaba el guión escrito en el boleto del colectivo”.
Y uno, que le tiene afecto, que le desea lo mejor, dice: “Pero era Godard.
Vos, todavía, no”.) Y el “nuevo mundo” (Zyra) es un
paraíso, vea. Es más lindo que la Tierra. Y ahí crecerán
los hijitos de la pareja enamorada que felizmente se salvó. Y esos hijitos
y sus hijitos y los hijitos de los hijitos se encargarán, minuciosamente,
de aniquilar Zyra, de llenarla de industrias químicas, smog y explosiones
atómicas. Pero esto no se dice en el film. Lo dice uno, de torcido y
agreta que es.
Cuando los mundos chocan tuvo una aceptable remake en 1998, con una protagonista
tan exquisita como exquisita es Téa Leoni, con Vanessa Redgrave dándose
el lujo de actuar al puro shakesperean style, con Morgan Freeman como presidente
(negro, sí, Freeman es un actor que, en general, hace de negro) de los
Estados Unidos y con Maximilian Schell como papá de la muy edípica
Téa, que elige morir con él, no salvarse y, abrazada a papi, verse
venir una ola de –pongamos– trescientos metros y, ahí, amorosamente,
decirle: “I love you, daddy”. Corresponde aquí (aunque el
hombre no haya siquiera conocido ni sospechado el cine) el célebre comentario
de don Cornelio Saavedra: “Se necesitaba tanta agua para apagar tanto
fuego”.
3. Otros modos de acabar con todo
Durante la Guerra Fría el cine encara el posible “fin” de
dos modos: ideológico y nuclear. El ideológico se expresa por
medio de los films de alienígenas o, más específicamente,
marcianos, a los que se identifica con los comunistas. La obra maestra de esta
modalidad es el film de Don Siegel Los usurpadores de cuerpos. Ya se ha dicho
casi todo sobre esta gran película. En el final, el protagonista, Kevin
McCarthy (que se llamaba como el temible senador paranoico y cazazurdos), se
enfrenta a los autos de una autopista y a todos les grita: “¡Están
aquí! ¡El próximo puede ser usted!”. El film es de
1956.
Pero el fin del mundo por la demencia nuclear es un subgénero valioso.
Ahí está Doctor Insólito de Kubrick y la gran escena apocalíptica
final con Slim Pickens galopando una atómica en el último rodeo
de su vida y de la vida de todos. El mundo, sí, se acaba en Doctor Insólito.
Luego, en 1964, Sidney Lumet hace Fail Safe con Henry Fonda y, en 1965, Richard
Widmark produce y protagoniza, James B. Harris (el productor de las dos primeras
grandes, enormes películas de Kubrick: Casta de malditos y La patrulla
infernal) dirige (dirigió poco Harris, aunque luego haría una
joya con el gran James Woods: Cop) y James Poe (un guionista genial) escribe
una joya total: The Bedford Incident (traducida aquí torpemente como
Al borde del abismo). Está en DVD, la vi otra vez hace apenas unos días
con Diego Curubeto y quedamos pasmados: formidable película. Para algunos
es la mejor que hizo Widmark. Al margen de esto es una bofetada feroz a la paranoia
militarista yanki, un “Navy Captain” alucinado (indudable relectura
de Ahab) persigue a un submarino soviético en las aguas heladas de Groenlandia,
enloquece a su tripulación, ¡lo asesora un nazi que se ampara diciendo
que sirvió sólo con el Almirante Canaris!, lo cuestiona un periodista
negro (anotación de Curubeto: jamás se dice en el film que el
periodista es “negro”, nadie lo menciona, ni lo ataca, ni es tema
de nada, o sea, el film es verdaderamente antirracista) y, al fin, un joven
teniente, aterrorizado, hundido en la demencia que el “Navy Captain”
del Occidente libre introdujo en todos, presiona el botón equivocado.
La última imagen es un hongo nuclear escalofriante, final.
4. Capitalismo y apocalipsis
Ahora hay una nueva versión del fin de todas las cosas. Se dice que es
resultado directo de lo que Estados Unidos hizo con el Protocolo de Kyoto: mandarlo
al demonio. Primero nuestras industrias, después la ecología.
Primero la técnica, después el hombre o la naturaleza. El film
se llama El día después de mañana, dirige Roland Emmerich
y protagoniza Dennis Quaid. ¿Qué pasa aquí? Se derrite
el Polo Norte. Estados Unidos paga sus culpas. Las aguas cubren su territorio
y el presidente ofrece al patio trasero (la castigada América latina)
perdonarle la deuda externa si recibe a los pobres yankis ateridos y, súbitamente,
emigrados sin patria.
Pero no, la verdad es otra aunque se le parece y tanto se le parece que tal
vez sea la misma. El artífice de la destrucción de la Tierra es
el hombre. El tema es central en la filosofía y –en general–
lo que se condena es la utilización de la Razón humana para someter
la naturaleza por medio de la técnica. Estamos llegando al final de ese
proceso. Marx admiró el poder destructivo de la burguesía. Voy
a hacer algo contundente y (quién dice) si no “pedagógico”,
sin duda ilustrativo. Que hablen los filósofos.
Marx (en 1848): “La burguesía ha desempeñado en la historia
un papel altamente revolucionario (...) La burguesía no puede existir
sino a condición de revolucionar incesantemente las industrias de producción
y, por consiguiente, las relaciones de producción (...) Merced al rápido
perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso
de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente
de la civilización hasta a las más bárbaras (...) Las relaciones
burguesas de producción y de cambio, toda esa sociedad burguesa moderna
que ha hecho surgir tan potentes medios de producción se asemeja al mago
que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desatado con sus
conjuros”.
Marx (en 1867): “Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo
con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre
y lodo por todos los poros desde la cabeza a los pies”.
Adorno y Horkheimer (en 1940, California): “Lo que nos habíamos
propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar
de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género
de barbarie”.
Heidegger (1935): “En una época en que el último rincón
del mundo ha sido sometido a la dominación de la técnica y se
ha hecho económicamente explotable (...) En una época como ésta
las preguntas ‘¿con qué fin?’, ‘¿hacia
dónde vamos?’, ‘¿qué vendrá después?’
estarán siempre presentes (...) La decadencia espiritual de la Tierra
ha avanzado ya tanto que los pueblos corren el peligro de perder la última
fuerza espiritual”.
Walter Benjamin (circa 1940): “(El ángel de la historia) ha vuelto
el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de
datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente
ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies”.
Cornelius Castoriadis (1990): “Esta destrucción irremediable sigue
(...) La destrucción de los bosques tropicales en calidad de especies
vivientes continúa. Las medidas tomadas para detener esa destrucción
son irrisorias (...) La dominación del hombre no hace otra cosa que reproducir
la vieja ilusión cartesiano-capitalista-marxista del hombre dueño
y señor de la naturaleza –cuando el hombre es, en realidad, más
bien como un huésped niño que se encuentra en una casa cuyas paredes
son de chocolate, y que se dispuso a comerlas, sin comprender que pronto el
resto de la casa se le va a caer encima”.
Volvemos al principio y ahora nuestro temprano enunciado tiene otra densidad,
otra dramaticidad. Ni Bellum ni Zyra. No es necesario que ningún mundo
dislocado venga a embestirnos. El hombre se embiste a sí mismo. La historia
es la historia de su destrucción. “Ruina sobre ruina”, dice
Benjamin. “Esta destrucción es irremediable”, dice Castoriadis.
“La destrucción espiritual de la Tierra ha avanzado demasiado”,
dice Heidegger. Y en el reportaje que concede a Der Spiegel, bajo condición
de que se publique luego de su muerte, dramáticamente afirma: “Sólo
un dios puede salvarnos”. Para él, en 1933, ese dios fue Adolf
Hitler. Será deseable que si hoy nos concede la ventura de aparecer sea,
al menos, otro. Otro que, en principio, logre que Bush pierda el poder escalofriante
que tiene y que, si hay un nuevo Protocolo de Kyoto, Estados Unidos no falte.
Si no, entre otras cosas (la Tierra, por ejemplo) se acaba el cine. Y eso, para
qué negarlo, sería muy triste.
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