MúSICA
Juguemos en el bosque
Londres, 1968. Mientras el mundo arde en psicodelia e insurrecciones, The Kinks sacan The Kinks Are The Village Green Preservation Society, un disco que llama a huir de las ciudades, refugiarse en la naturaleza y preservar la mermelada de fresa y la virginidad. Ahora, cuando se cumple el 40 aniversario oficial de la banda, el álbum conceptual más bizarro y conservador del pop se reedita en robusto formato triple.
Por Rodrigo Fresán
"Este mundo es enorme y salvaje y medio loco / llévame adonde juegan los animales de verdad", rogaba Raymond Douglas Davies en los rotundos primeros versos de “Animal Farm”, declaración de principios y track 8 del álbum The Kinks Are The Village Green Preservation Society.
Corría el anno mirabilis de 1968 y el mundo estaba en llamas: psicodelia, protestas, revoluciones y ciudades que no dormían. A todo eso, de pronto y sin previo aviso, The Kinks y su líder compositor y el inflamable Dave, su hermano guitarrista –quienes alguna vez habían inventado el power-pop y anticipado lo que sería el heavy rock con canciones como “You Really Got Me”, “Till the End of the Day”, “I Need You”, “All Day and All of the Night” y “Set Me Free”–, oponían una alternativa a tanto paisaje alternativo. Huir de las avenidas y clubs de Londres rumbo a verdes prados en las afueras de la metrópoli y allí reagruparse y plantar cara y estrategias para la conservación de “la mermelada de fresa, las tienditas de antigüedades, Sherlock Holmes & Moriarty, las casas estilo Tudor y la virginidad” y “preservar las viejas costumbres del abuso”. O algo todavía mejor: no dedicarse a hacer absolutamente nada.
Está claro que en tiempos del verano del amor, satánicas majestades, bandas de corazones solitarios, flautistas en las puertas del amanecer e inminentes magos del pinball, este disco de sencilla factura (ah, si George Martin se hubiera dado una vueltita por aquí...) y su bizarra ideología “de protesta” (pero en sentido inverso y retroconservador) no tuvieron gran éxito de ventas, y así The Kinks –siempre paradojales e imprevisibles más allá de su éxito inicial– se despidieron de la gloria con la que muchos consideran, con justicia, su obra maestra. Hoy, en coincidencia con el cuarenta aniversario “oficial” de la banda –aunque en realidad Ray y Dave Davies ya hacían de las suyas desde el 59–, The Kinks Are The Village Green Preservation Society es relanzado en robusto y florido formato triple. El disco alguna vez breve y simple ahora reaparece atiborrado de remezclas, lados-B, temas desparramados en el fantasmal y piratesco The Great Lost Kinks Album, alias Four More Respected Gentlemen, demos y sesiones en vivo para la BBC y –advertencia– ésta es una de esas notas llenas de nombres y comillas y paréntesis y fechas.
Dicho y aclarado esto –volvemos a estudios, abandonad toda esperanza quienes entren aquí–, la edición de este mes de la muy buena revista inglesa Uncut saluda la efemérides cuarentona y el reverdecer de The Village Green Preservation Society con The Kinks en la tapa, y bajo la foto un interrogante que todos se hacen pero pocos se atreven a responder: “The Kinks: ¿Mejores que los Beatles, los Stones y The Who?
EN EL CIELO, LAS ESTRELLAS
“Para mí, Village Green es la obra maestra de Ray. Es su Sgt. Pepper y es lo que lo convierte en el definitivo y laureado poeta del pop”, declara sin dudar Pete Townshend en el cuadernillo que acompaña a esta deluxe expanded edition. Resurrección que no sorprenderá demasiado al fan kinky consumado pero que, sí, por fin reúne el material disperso en antologías y piratas y ahora uno puede sentarse a disfrutar de 62 canciones reunidas bajo el tejado y junto a la chimenea de uno de los álbumes conceptuales más bizarros y al mismo tiempo más deliciosos y geniales del planeta pop.
Y, sí, Townshend tiene razón: Davies fue y sigue siendo el mejor songwriter británico. A menudo comparado con Marcel Proust por su obsesiva investigación de la naturaleza del tiempo perdido, pero muy próximo, también, a las postales bucólicas de George Eliot en The Mill on the Floss y Middlemarch apareándose con el verso cruel con ceja enarcada de Philip Larkin. Alguien que comenzó trabajando con eficiencia para lo que pedían los charts –singles ligeros aunque potenciados por la guitarra de su hermano Dave del tipo “I Gotta Move” y “Everybody’s Gonna Be Happy”– pero enseguida dejó entrever una rara melancolía en “Where Have All the GoodTimes Gone” explicando, en la orientalista “Fancy”, que “Nadie puede penetrarme”, y gritando lo del título en “I’m not Like Everybody Else”. El siguiente paso fue desarrollar una pupila satírica y certera a la hora de mirar y reírse de la fauna de los Swinging Sixties, y así se sucedieron canciones/personaje como “Dedicated Follower of Fashion”, “Session Man”, “Little Miss Queen of Darkness”, “Party Line”, “A Well Respected Man”, “Dandy” y esas variaciones sobre la alienación inmobiliaria como “House in the Country”, “Most Exclusive Residence for Sale”, “Rainy Day in June”, “Sunny Afternoon”, “Holiday in Waikiki” y “I’m on an Island”. Mientras, en “Too Much on my Mind”, Davies diagnosticaba que “voy perdiendo de a poco mi pobre demencial cordura”.
Con el LP Something Else By The Kinks (1967) la psicosis territorial está servida: un disco en el que acaso suene el mejor himno al Londres de los Swinging Sixties –”Waterloo Sunset”, con los cameos de Terence Stamp y Julie Christie en la letra presentados como pareja arquetípica de la movida de entonces– mientras se mira de reojo hacia la campiña en “Lazy Old Sun”, “End of the Season” y “Afternoon Tea” como fuga reparadora lejos del mundanal ruido, con pajaritos piando y arroyos cantando. En algún momento, Ray Davies sufre una crisis nerviosa o algo así, la primera y no la última, y menos de un año después The Kinks mutan y se autorrebautizan como sociedad preservadora de villorrios en las afueras de las metrópolis devoradoras de inocentes ingleses de pura cepa. Esos santuarios a los que los dandys de antaño eran enviados para recuperar la felicidad perdida o, por lo menos, la cordura.
Y si ni siquiera eso se podía conseguir, entonces –por favor– algo de dignidad. Así, The Kinks se convirtieron en la justiciera e implacable y ecológica –mucho antes de que todo esto se pusiera de moda– Village Green Preservation Society. Como cabía esperarlo, a nadie le importó demasiado.
EN EL CAMPO, LAS ESPINAS
Porque mientras todos celebraban los colores flúo de la Era de Acuario, The Kinks –aguafiestas, londinenses llovidos– parecían empeñados en señalar el cáncer gris de la decadencia irreversible del Imperio de Elizabeth I y Victoria La Unica. Botas altas y trajes de montar y látigos y las más alegres canciones tristes y las más nostálgicas canciones felices sobre, por ejemplo, el placer de quemar las hojas del otoño en el jardincito de atrás de casa. Sí, digámoslo, repitámoslo: The Kinks –el nombre ya lo anuncia– siembre fue una banda rara. Tan rara que hasta cuenta con su disco exclusivamente argentino, reconocido en la discografía oficial y atesorado por los coleccionistas del mundo entero: Kinky Gems, recopilado por el kinkómano Alfredo Rosso a principios de los ‘80, creo. Tan rara que diseñó su propia autodestrucción –luego del fracaso del single “Wonderboy”, formidable pero demasiado outré, con sus aires de canción infantil– con una canción hermosa titulada “Days”, que funcionó como single introductorio del disco y epílogo de la primera época de la banda.
Porque si los Beatles jugaron al Sgt. Pepper para hacer algo nuevo por un ratito y los Stones se autocoronaron como satánicas majestades por imitar a los Beatles, The Kinks se mudaron a Village Green Preservation Society lisa y llanamente para dejar de ser The Kinks. Para dejar de ser. Davies se refirió a “Days” –insisto: una de las canciones más bellas en la historia del pop– como “algo que contenía en sí mismo un aire de conclusión. Cosa que me gustó mucho. Nadie dijo que los músicos tienen que trabajar para siempre. Y fue por esa época cuando, cada vez que terminábamos de grabar una canción, yo pensaba: ‘ésta es la última que haré en toda mi vida’. De ahí la extraña emoción que hay en ‘Days’, una canción que habla de terminar. Creo que la banda también lo sintió”. Paradójicamente, “Days” los devuelve al top 10 inglés, pero Davies ya está decidido: no se van a separar, de acuerdo, pero él los eyectará fuera del sistema. The Kinks comienzan a grabar como poseídos en los Pye Studios. Quieren un disco doble y conceptual y la discográfica les dice que ni lo sueñen. Entregan un set de doce canciones. La discográfica no le ve posibilidades comerciales. Sale a la venta la versión mono en julio de 1968. A la crítica le encanta, pero el público ignora al disco por completo: pocas cosas más incómodas, en una fiesta, que la intempestiva llegada de un súbito aguafiestas, uno de ellos, que ahora advierte sobre los peligros de la uniformidad hippie y condena la mala influencia de América en Inglaterra. La versión estéreo –noviembre de 1968– es potenciada con tres temas más, pero tampoco pasa nada. Los Beatles han sacado su The Beatles (el Album Blanco) y los Stones su Beggar’s Banquet, álbumes nerviosos y muy cosmopolitas y decididamente fashion, aunque en el de los de Liverpool puede detectarse la influencia de The Kinks sobre McCartney en canciones como “Martha my Dear”, “Blackbird”, “Mother Nature’s Son” y “Honey Pie”. Lennon, por su parte, siempre envidió las rimas de Davies.
Varios libros narran la debacle, entre ellos la formidable “autobiografía no-autorizada” del propio Ray Davies: X-Ray: “Yo tenía claro que ‘Days’ no significaba otra cosa que yo anunciando al mundo el final de The Kinks. Todo lo que quedaba por hacer era grabar Village Green Preservation Society como gesto de despedida”.
Y EN EL MEDIO
DE MI PECHO
Y continúa: “Las cosas que nos dieron una mayor longevidad son aquellas que menos éxito comercial tuvieron. Toda una paradoja. Muchos de los que se llenan la boca con Village Green Preservation Society jamás lo han oído. Tiene su gracia”. Así, pensar en The Kinks Are The Village Green Preservation Society como canto de cisne y graznido de cuervo y THE END fantasmal. Porque The Kinks siguieron, y aunque en la actualidad estén en animación suspendida, lo cierto es que jamás se separaron oficialmente y siempre se espera su retorno.
Después de Village Green Preservation Society, en 1969, llegó otra obra maestra que puede ser pensada como la contraparte ciudadana del asunto: Arthur, Or the Decline and Fall of the British Empire, LP que se adelantó al Tommy de The Who a la hora de la ópera-rock. Pero, como de costumbre, nadie se dio cuenta o a nadie le pareció importante. Después, siempre, grandes canciones perdidas en una fiebre de álbumes conceptuales y el ocasional hit –”Lola”, “Apeman”, “Rock’n’ Roll Fantasy”, “Better Things”, “Come Dancing”– manteniéndolos en actividad. Pero por más que siguiera siendo sublime, ya nada fue igual. Como en el caso de ese álbum familiar y barrial que fue Muswell Hillbillies (1971), donde ya la derrota formaba parte inseparable de la obra.
Un retorno al campo y a los villorrios –el álbum triple Preservation (1973-74), donde reaparecen varios de los personajes de la Village Green Preservation Society enfrentados con una brigada de demoliciones– mostraba a un Davies casi fanatizado por la perfección de su solipsismo y el saberse fuera de juego. Desde entonces abundan aquí y allá, en discos siempre placenteros, las denuncias casi ludditas al mundo de las discográficas, los himnos de carretera y la ocasional reincidencia en el fin de todas las cosas como la perfecta “Scattered”: una especie de “Days Pt.2” que ennoblecía a Phobia (1993), último disco de la banda hasta la fecha.
Hoy por hoy, Ray Davies continúa presentando su revue unipersonal Storyteller, en la que lee fragmentos de sus memorias y canta canciones acompañado por un guitarrista y dice estar preparando un disco solista. Y Dave Davies, mientras tanto, toca noche tras noche en pequeños clubs “You Really Got Me”. En ocasiones, uno y otro –la relación siempre fuedifícil: llegaron a agarrarse a golpes sobre el escenario– hablan de juntarse y rejuntarse y a ver qué pasa. Su prestigio y su posteridad están asegurados: en 1990 pasaron a engrosar las filas del Rock and Roll Hall of Fame; tienen la reverencia de mayores y menores del Britpop, desde el Cat Stevens de Tea for the Tillerman hasta colegas de sangre y aventajados alumnos extranjeros como Randy Newman y Ron Sexsmith, pasando por Elvis Costello y The Jam y XTC, por Blur y Pulp y Badly Drawn Boy (“Country House” y “Common People” y “Holy Grail” son más calcos que homenajes). Y se avecina una nueva reedición de buena parte de su obra con la coartada de las cuarenta velitas sobre el pastel.
Hasta entonces, hasta que suceda lo que tenga que suceder –volvamos a pastorear– aquí está lo que hoy nos ocupa.
¿Y qué es exactamente The Kinks Are The Village Green Preservation Society? ¿Un álbum conceptual? ¿Una opereta-rock? Nada de eso. Es más: se puede afirmar que a lo que más se parece es a aquella también naturista “novela-para-radio” escrita por Dylan Thomas y titulada Under Milk Wood (1952-53). Una serie de voces contando sus idas y vueltas integrándose en un mismo paisaje que los define. Canciones como postales perfectas, puntuadas por inevitables fa-lalás, doobi-doobi-doos, tralalís, sha-la-lás. Y, así, el himno triunfal (“The Village Green Preservation Society”) y el lamento derrotado (“Village Green”) y el consuelo utopista (“Animal Farm”); la fuerza espectral de la nostalgia (“Do You Remember Walter?”, “Picture Book”) y la fragilidad del reencuentro (“All Of My Friend Were There”); las tentaciones de la gran ciudad (“Starstruck”) y los placeres del dolce far niente rural (“Sitting by the Riverside”); y las diferentes tipologías del lugar presentadas casi como accidentes geográficos y psicológicos: el rebelde del pueblo (“Johnny Thunder”), la bruja del lugar (“Wicked Annabella”), la mascota de todos y de nadie (“Phenomenal Cat”), la chica linda e inalcanzable (“Monica”) y hasta un viejo tren a vapor listo para descarrilar ante el avance de las locomotoras eléctricas (“Last of the Steam-Powered Trains”). Por encima de todos ellos reina un dios perezoso (“Big Sky”), demasiado satisfecho de sí mismo para ocuparse de esos animalitos de ahí abajo.
Y lo más interesante y admirable de todo –los logros de Davies siempre han estado más cerca de los del escritor que de los del rocker– es una última canción que inesperadamente desmantela y reniega de todo el tinglado y nos deja con la boca abierta y los oídos maravillados. De salida, en “People Take Pictures of Each Other”, se nos explica con acidez: “La gente le sacaba fotos al verano / Para que nadie pensara que se lo habían perdido / Y para probar que ellos realmente existían / Los padres les tomaban fotos a las madres / Y las hermanas les tomaban fotos a los hermanos / Para sí demostrar cuánto se amaban unos a otros / Pero no puedes fotografiar el amor que tú me quitaste / Cuando éramos jóvenes y libre era el mundo / Fotos de cómo solían ser las cosas / No me muestres más fotos, por favor”. Y entonces un lalalálala-lalála que sigue y sigue y va bajando de volumen hasta desaparecer en un recodo del camino y adiós.
La versión 2004 de The Kinks Are The Village Green Preservation Society reúne las mezclas mono y estéreo del álbum, incorpora a “Days” y se nutre de temas afines –lados B y descartes de Something Else y de Arthur– en los que vuelve a resplandecer lo paisajístico (“Berkeley Mews”, “Misty Waters”, “Pictures in the Sand”, “Lavender Hill”); la ocasional canción de amor (la eufórica “She’s Got Everything”, las casi depresivas “There Is No Life Without Love” y “Til Death Us Do Part”); las curiosidades varias (una entrevista con Ray Davies, unos instrumentales bien freaks); y, por supuesto, nuevos personajes y animales para aumentar la población del villorrio: “Mr. Songbird”, el protagonista de esa necrológica cantada que es “Did You See His Name?”, la romántica incurable de “Rosemary’s Rose”, el tipo que se descubre súbitamente anciano y mortal en “Where Did MySpring Go?” y –maravilla de maravillas– la festiva “Polly”, maliciosa respuesta al “She’s Leaving Home” de los Beatles: aquí la chica que parte a la ciudad vuelve vencida y con una panza de nueve meses al hogar suburbano, donde sus padres la reciben con los brazos abiertos mientras el estribillo –otra vez inundado de lalalás– proclama: “Siempre pensamos que la bonita Polly debió haberse quedado en casita”.
Es el mismo principio que se puede aplicar a ciertas bandas, ciertos discos, ciertas inteligencias. De acuerdo: se puede partir a la aventura, dar una vuelta, degustar modas que pasan y nos pasan por encima; pero siempre se vuelve a la felicidad del clásico para el que no pasan los años ni las estaciones: la eternamente preservada Village Green. Bienvenidos los que llegan aquí por primera vez; feliz retorno a todos aquellos que, en realidad, nunca se fueron.
LA RESPUESTA
QUE FULMINA
Ah: la respuesta a la pregunta que la revista Uncut lanza desde la portada de su edición de agosto es: empate cabeza a cabeza con los Beatles. Los insatisfactorios Stones y los degeneracionales The Who no tienen nada que hacer aquí. Así que, por favor, retirarse de una buena vez al campo. A otro campo. Ya es hora.