ARTE
Huellas que se expanden
hasta convertirse en una explosión, titulares de diarios vacíos,
una videoinstalación fuera de foco, pinturas en la pared que ceden a la
ley de gravedad y hasta un aparato circulatorio sin sangre: con la impecable contundencia
que viene signando su carrera, Jorge Macchi
presenta en la galería Ruth Benzacar Fuegos de artificio, una muestra sobre
el poder del arte para revelar todos los mundos que hay en éste.
› Por Fabián Lebenglik
Por Fabián Lebenglik
Los fuegos de artificio
son la pompa que corona una celebración. Las luces, explosiones de colores
y sonidos, las formas fulgurantes que se dibujan fugazmente en el cielo para
convocar la atención, para atraer y distraer.
Tal artificio de atracción/distracción tuerce la atención
del que mira, del que lee, del que escucha, para colocarlo por un momento en
una nueva lógica, en la que el mundo por un instante se convierte en
pura y sostenida expectativa, en sobresalto, sorpresa y descubrimiento. Es un
buen modo de definir el efecto que produce la obra de Jorge Macchi (Buenos Aires,
1963) sobre el espectador y es el título que el artista decidió
para su nueva muestra en la galería Ruth Benzacar.
En el catálogo de la exposición, la primera muestra individual
registrada es la que Macchi presentó en 1989 (en el entonces activo espacio
de Alberto Elía). En aquella muestra, hace trece años, quien firma
estas líneas publicó un comentario con un título que sirve
aún de principio constructivo para la obra de Macchi: Hay otro
mundo y es éste. Allí se define la productiva relación
de tensión entre el mundo llamado real y el mundo del arte.
En la obra de Jorge Macchi, el arte es un resto que se filtra por los agujeros
de la realidad y, del mismo modo, aunque invirtiendo los términos, la
realidad es un resto que se cuela por los orificios del arte. Cada obra del
artista tiene como punto de partida el quiebre de la lógica cotidiana:
abre un rumbo en la estructura rutinaria de la vida cotidiana, establece una
nueva relación entre el objeto y la percepción del objeto. Cada
nueva obra establece conexiones básicas y nuevas en su funcionamiento,
donde la primera ruptura sutil se produce con las relaciones físicas
entre los objetos.
Esto se percibe claramente en la serie de 46 gouaches en pequeño formato,
que el artista realizó hace seis años aunque recién ahora
se permite mostrarlas en un rincón de la galería. El dato anacrónico
y el tratamiento absolutamente diferente de esta serie respecto de la obra exhibida
durante los últimos años condensan en parte el sentido de la nueva
exposición.
Se trata de una colección donde abunda el color, el trazo infantil, cierta
estudiada y poética imprecisión, cercana a una tierna torpeza
(que contradice el rigor perfecto de casi toda la obra de Macchi). Es un conjunto
que inmediatamente se advierte como disociado del resto de la muestra, por la
intimidad que evoca, por la nostalgia de la infancia, por el aire de ensoñación.
A su vez, la serie, en algún sentido confesional y al mismo tiempo pudorosa,
funciona como un catálogo de ideas e imágenes, una crónica
de sueños de la vigilia.
En esa colección, se revela constante la presencia de múltiples
orificios, agujeros, pinchaduras, grietas, aberturas, hoyos, boquetes, resquicios,
huecos que hace que todos los cuerpos y objetos se vuelvan porosos. Estas imágenes,
que podrían estar contando una autobiografía en clave, van construyendo
un registro, casi un inventario de lo cotidiano, de lo entrañable, y
pasan del mundo exterior al interior del cuerpo. Todos esos objetos son penetrados
y atravesados por otra imagen que irrumpe, nace, se desploma o se enquista en
ellos. Cada cuadrito ilustra el encuentro entre, por lo menos, dos objetos,
dos lógicas, casi como en una historieta. Y hay allí también
una relación con el humor gráfico, con un humor que excede el
humor usual, más contenido, del resto de la obra de Macchi.
Esa porosidad de la obra de Macchi es la que genera la relación extraña
y poética entre este mundo y el otro. El pasaje de un lugar, un tiempo,
una lógica, a otros lugares, tiempos y lógicas posibles. El orificio
es la falla, la grieta por donde se cuela el otro mundo, es la fisura por donde
aparece lo otro. Jorge Macchi está construyendo una trayectoria impecable
y cuenta con un enorme reconocimiento: en 1990 ganó el primer premio
de la Fundación Nuevo Mundo (Museo Nacional de Bellas Artes). En el 93
ganó el premio Braque, lo que le permitió una larga estadía
en Francia. En 1998 la Asociación de Críticos le dio el premio
al mejor artista joven. Ese año también ganó un subsidio
a la creación de la Fundación Antorchas. En 1999 obtuvo el premio
Leonardo (MNBA). En el 2000 ganó primer premio del Premio Banco Nación
y una beca del Fondo Nacional de las Artes. Finalmente, el año pasado
ganó la beca Guggenheim.
Simultáneamente, Macchi logró una serie de residencias en universidades
y programas artísticos de gran nivel, en Holanda, Inglaterra, Alemania
e Italia, y eso le permitió proyectar una carrera internacional a través
de muestras individuales en galerías, museos y centros culturales del
mundo y participar de grandes muestras grupales y temáticas.
En el último tiempo Macchi también se dedicó a la escenografía
y dirección de arte, colaborando con autores como Alejandro Tantanián
y Rafael Spregelburd, entre otros. Y en esta actividad también resultó
distinguido el año pasado con el Premio Teatro del Mundo, otorgado por
un equipo de especialistas y teóricos teatrales de la UBA, en el Centro
Cultural Rojas.
La idea de artificio convocada por el título de la muestra inmediatamente
evoca el concepto de ficción. La noción de una construcción
de laboratorio. En Macchi, esta idea tiene varias vertientes.
Por una parte el artista estuvo obsesionado por la naturaleza del accidente
y realizó gran cantidad de obra en relación con esta cuestión.
Desde distintas técnicas y géneros, reprodujo en términos
teóricos una serie de accidentes (desde un choque de autos hasta la rotura
de un vidrio), y de allí también pasó a tomar como motivo
de su obra el crimen, el asesinato, la violencia familiar y social.
En Fuegos de artificio, Macchi exhibe una videoinstalación, pintura mural,
dibujos, impresiones fotográficas de archivo digital, estampas.
La obra que da título a la muestra es una secuencia que muestra una huella
de barro producida por la suela de goma, casi como un sello. Sobre esa imagen
el artista va expandiendo las marcas y desintegrando la forma constitutiva de
la suela en una secuencia que hace estallar la huella hasta convertirla en signos
que evocan una explosión. Lo que para un detective sería un indicio,
una pista; para Macchi siempre produce nuevas lecturas, nuevas posibilidades.
Otra de las obras es la videoinstalación La canción del
final, en la que se proyecta un casting borroso, ilegible, como fuera
de foco. El ojo, una vez comprobado el fracaso de la lectura, queda librado
a ver pasar, sin poder descifrarlas, formaciones, líneas, columnas simples
o pareadas de textos continuos que se suceden en sincronía con una banda
sonora especialmente compuesta por Alejandro González Novoa, en la que
dos violoncelos van entrecruzándose al ritmo de las formaciones visuales
de palabras.
Macchi no sólo atraviesa al mundo con otros mundos sino que genera lecturas
sorprendentes, por ejemplo, de los diarios. Este sistema, aparentemente simple,
consiste en recortes de páginas, aplicados con alfileres sobre madera,
en los que el artista aísla elementos lingüísticos para producir
nuevos sentidos. Podría decirse que recorta los bordes y tira la sustancia,
pero el efecto es el opuesto. Macchi juega con el mercado de las noticias y
con el modo de leerlas. Y estas dislecturas de lo real proponen una nueva sintaxis,
una nueva legalidad. En este sentido, Macchi la emprende contra varios sistemas
de reglas, lo cual supone la relación de tensión entre el arte
y las reglas, entre el arte y la ley.
Con procedimientos similares, el artista presenta un diagrama de las arterias
y venas del aparato circulatorio y esquemas de las partes delcráneo y
del corazón, pero lo que aquí está ausente es el cuerpo,
el cráneo y el corazón. Sólo quedan las flechas indicativas
y los nombres. Un manual de anatomía también puede verse como
un dibujo.
Otra de las leyes que el artista decide no respetar es la ley de gravedad. En
varias obras se viola ficcional y convincentemente este principio. En el mural
Ornamento las flores pintadas sobre la pared terminan precipitándose
en una mancha confusa para que el ornamento se vuelva una pintura inquietante
y sombría. Lo mismo sucede con pentagramas, renglones, orificios sobre
madera, ojales.
Con la misma contundencia, el artista vuelve una y otra vez sobre los clavos.
Desde aquella primera muestra individual de hace trece años, los clavos
forman parte del repertorio fijo de elementos utilizados por Macchi. A pesar
de las múltiples variaciones que sufrió su obra con el paso de
los años y de la cantidad de técnicas y materiales, los clavos
siguen siendo obstinados y agudos componentes de sus obras.
En esta muestra, una serie de clavos oficia de acento sobre las notas que en
el pentagrama dibujan un nocturno de Erik Satie. Hay pocas ideas más
contrastantes que un clavo sobre una partitura.
En otra obra, una de las mejores y aparentemente más simples de la muestra,
una serie de clavos en línea hábilmente iluminados, dibujan un
perfecto horizonte. Y nuevamente una asociación contundente que contrasta
la limpieza y síntesis visual con el sentido, tan poético como
dramático.
Como en toda su obra, la nueva muestra de Macchi va inteligentemente del laboratorio
de la ficción a lo real y de lo real al laboratorio. El arte siempre
irrumpe sobre el mundo y construye otro, paralelo, como un modelo en el que
rigen otras leyes.
Fuegos de artificio puede verse hasta el 24 de mayo en la galería Ruth Benzacar (Florida 1000). Entrada gratuita.
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