Dom 12.05.2002
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LIBROS

SI GRITA pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para dirimirlo, entonces ES ROCK & ROLL

¿Tiene sentido seguir hablando de rock nacional? ¿Por qué la Argentina es el país rockero por excelencia junto a Estados Unidos e Inglaterra? ¿El rock es rebelión o revolución? ¿Habría rock en un mundo perfecto? Contra toda costumbre del ghetto vernáculo, Carlos Polimeni reflexiona sobre el rock. Para eso escribió Bailando sobre los escombros, un ensayo que explora su lugar en la historia latinoamericana de los últimos cuarenta años.

POR CLAUDIO ZEIGER
Avísenle al rock nacional que es hora de salir del agujero interior. O mejor dicho: que no está solo en América latina. Bueno, ya debe saberlo. El rock nacional es parte de un movimiento más amplio que se pude llamar de diferentes maneras –rock latinoamericano, rock cantado en castellano, rock hispano– pero que en el fondo, se sabe, es sólo rock & roll.
Para Carlos Polimeni, autor del flamane Bailando sobre los escombros. Historia crítica del rock latinoamericano (editorial Biblos), el rock & roll es y no es sólo rock & roll. Es y no es sólo música o placer o negocio. Autor de varios ensayos y ficciones que asedian la cultura y la música popular y el rock (Luca, un ciego guiando a los ciegos, Tarragó Ros, Bukowski para principiantes, Yupanqui para jóvenes principantes, la obra teatral Luca vive, entre un total de diez títulos), periodista y crítico especializado en música, Polimeni fue abordando el rock desde distintos frentes.
“Nací en 1958, así casi que tengo la edad del rock en el mundo. Podría decir que asistí al nacimiento del rock en mi propia casa, que era una casa de músicos. Mi abuelo era un músico de tango que tenía orquesta propia, la Típica Polimeni. Mi viejo era un joven de los 60, de Los Beatles, la bossa nova y el free jazz. Mi otro abuelo tocaba folklore en su guitarra y parecía Yupanqui Buena parte del resto de mi familia está compuesta por músicos clásicos. Crecí en medio de discusiones musicales sobre estilos y géneros. Cuando me ofrecieron escribir un libro sobre el rock en castellano y su importancia, para una colección que básicamente es de sociología y política, lo que pensé en primer lugar es que por taras, incapacidades o desprecio por el pensamiento, el rock no está acostumbrado a pensarse a sí mismo. El rock es por necesidad inmaduro, adolescente. Pensarse implica criticarse, y al rock no le gusta mucho que lo critiquen.”
Y en cuanto a la nueva disyuntiva entre rock nacional y rock latinoamericano (paradigma a todas luces más abarcador), Polimeni cree que todavía es posible escribir un libro que trate exclusivamente sobre el rock nacional. “Pero ahora que el rock nacional es La Mega, me pareció más importante elevar la mirada y abarcar el rock en castellano completo, incluyendo el rock en portugués de Brasil, para tomarlo como resultado de un caldo de cultivo histórico, una evolución que ya lleva más de cuarenta años.”
Bailando sobre los escombros es entonces un ensayo personal no sólo por los argumentos y las hipótesis que se propone explorar, sino también por la elección de dónde poner el foco: la convicción de que en la actualidad México ostenta el rock más potente de la región; las figuras tutelares de Charly, Gieco y Spinetta; el “problema” de Brasil (“Brasil, un mundo aparte, pero con Caetano” se llama significativamente el capítulo alusivo); la relación permanente del rock con la política y las turbulencias sociales, precisamente esos escombros sobre los que diversas generaciones vienen bailando desde hace décadas.
Una paradoja de proporciones, según se consigna en Bailando sobre los escombros, lidera el ranking de las contradicciones y los fenómenos que pueblan la historia del rock en castellano: aquella música de copia acrítica que las izquierdas de los ‘70 vieron peyorativamente como una muestra de colonización cultural, hoy contrainvade al “imperio” para influir sobre el mundo sajón con una identidad propia y la bandera del mestizaje. “Todo el argumento tradicional de izquierda acerca de que el rock era la colonización y la música del imperio, se desmorona cuando en realidad uno se da cuenta de que Argentina es el país de mayor identidad musical de América latina, justamente porque el rock hizo una barrera cultural. Aquí no entraron los productos anglosajones tan masivamente. A su vez, el rock argentino generó un mercado que derivó en que en Buenos Aires, a finales de los 90, los Rolling Stones tuviesen la mayor cantidad de público en el mundo: en ninguna ciudad del mundo juntaron 300 mil personas como pasó aquí las dos veces que vinieron. Pero eso no hubiera sucedido de no existir el rock nacional.”
¿Hablar de rock nacional ya queda chico? –Me parece que es insuficiente. Desde la década del 80, ya Soda Stereo era un grupo supranacional. Charly García va más allá de ser argentino. El rock nacional surgió como una especie de desafío a los que pensaban que el rock no se podía cantar en castellano. Pasados ya tantos años de aquella polémica, que es de comienzos de los 70, yo creo en la música como un Esperanto. Hay millones de fanáticos de Beatles y Rolling Stones que no dejan de ser fanáticos aunque no entiendan el inglés. Quizás hasta aprendimos a hablar en inglés con esas canciones. Creo que habla más de una apertura cultural de Argentina que de un modelo de rock nacional xenófobo y cerrado. El rock desempeñó un papel de líder en la región, como alguna vez hubo una industria cultural floreciente o un cine nacional, y no por ser más lindos o fanfarrones, sino por el peso cultural de Buenos Aires.
En el libro marcás la paradoja de Soda Stereo: la utopía de sonar y parecer inglés no quitó que el primer gran éxito continental que obtuvieron fue con “Cuando pase el temblor”, un huayno-carnavalito.
–En la década del 80 las multinacionales se dieron cuenta de que había un modelo de rock argentino muy exportable y que no era Spinetta, cuya complejidad lírica es casi insondable para un oído no porteño, sino Soda, y detrás de ellos muchos otros grupos. Tenían la imagen, el sonido y, diría, la ideología de los tempranos 80, nada más que cantado en castellano. Estuve de gira con ellos. Los vi desembarcar y eran como héroes anglosajones que cantaban en castellano. Pero esto llevó también a una fuerte reacción de los músicos locales. Fue ese dominio casi imperial del rock argentino en América latina el que despertó al rock mexicano. Docenas de grupos mexicanos reaccionaron: ¿por qué no hacemos nosotros esto que vienen a hacer los grupos argentinos? Y eso estalló a mediados de los 80 en el rock que, a mi criterio, es el más rico y asentado de todo el continente. En Chile, Los Prisioneros, según ellos mismos reconocieron, fueron una respuesta a eso. Llegaron a decir: a Pinochet le gusta Soda.
¿Hasta qué punto se puede ser objetivo e incluso académico al hablar de rock? ¿No se filtran todo el tiempo el gusto, las emociones?
–Es una contradicción que uno transporta. Por generación y vocación soy un tipo muy vinculado al rock. Me gusta. Y tal vez por ser provinciano, nací en Mendoza y viví ahí hasta los 24 años allí, tengo una cabeza más amplia que el rock. Para mí no se pelea con el tango, ni con el folklore, ni con el jazz, ni con Brasil, ni con la música clásica. En mis gustos conviven. Sin embargo, tengo la convicción de que el rock es una cosa demasiado importante para dejarla en manos de los rockeros. Creo que hay un problema del rock y del periodismo del rock en la Argentina que es el acriticismo. El periodismo de rock en Argentina es, en general, chupamedias, amiguista, promocional. Ha caído en la trampa de los empresarios, que es que si algo vende mucho necesriamente debe ser bueno, algo que no pasa con la crítica de arte o de libros. Si en Argentina no llegaran más revistas extranjeras el 90 por ciento no sabría qué opinar de nada porque casi todos son cholulos conceptuales del periodismo anglosajón. Para mí, parte central de la “tarea rockera” es la crítica. No como destrucción sino como iluminación.
Me llamó la atención que cites un libro de Carlos Monsivais sobre el rock mexicano, habida cuenta de la manifiesta falta de interés del campo intelectual argentino hacia el rock.
–Los intelectuales de más de 50 años no vieron el rock como sí lo veían en México o en Estados Unidos. Y aún siguen sin verlo. Ha faltado el tipo con una formación académica clásica que a su vez sea oyente de rock. Muchas veces el debate intelectual pasó lo más lejos posible de los fenómenos populares, el fútbol, el rock o la televisión. Por otra parte, en los 90, la tendencia chabona del rock argentino hizo de la incultura un estandarte. Si la cultura es la incomprensión, parece decir este rock, viva la incultura. Creo que si se politiza la mirada se entiende mejor el fenómeno: en los 80, a partir de la recuperación de la democracia, eloptimismo, el juicio a los comandantes, genera una banda de sonido que hoy a la distancia son Los Abuelos,, Virus, Sumo, Soda, Charly, Fito, Luis, artistas potentes y para nada chabones, gente que buscaba un refinamiento. Es un período que remata con la Obediencia debida, el gran quiebre económico del final del alfonsinismo y el Indulto a los genocidas. Todo vale lo mismo después, todo entra en la gran licuadora que genera la expulsión del sistema de miles de personas y el nacimiento de una casta de corruptos y otra de privilegiados. Es el menemiso, con millones de pibes que pasan a mirar la fiesta desde afuera. Ya no están bailando ni estudiando y empiezan a surgir las bandas del suburbio, futbolizadas. Está mucho más politizado este rock suburbano que el de los 80. Es casi cheguevarista, más primitivo musicalmente y más rotundo políticamente. Es un rock hecho de bronca y rencor.
En el libro se plantea la dependencia tecnológica del rock, y en el caso latino, la omnipresencia. ¿Qué consecuencias tiene?
–El rock, capturado casi desde el principio por la industria, fue un vehículo para venderle cosas a la gente: ropa, peinados, gaseosas, autos, estilos, artefactos. Del Elvis Presley subversivo de 1955 al Elvis con ropa de fajina haciendo películas triunfalistas para el Ejército, pasan sólo tres años. Luego, el rock es capturado cada vez más temprano, como sucede con los jugadores de fútbol o los tenistas. En verdad, creo que son las ganas de ser eternamente adolescente las que preservan al rock de ser definitivamente burgués. Pensemos a Charly: hace casi veinte años él dijo de sí mismo que se vendía a Fiorucci, pero hoy sigue siendo inmanejable. Siempre existe, empero, la posibilidad de que los dueños del poder consideren al rock como el arenero, el lugar de la descarga vacía. Los padres sacan al chico del departamento, lo llevan una hora al arenero donde se pelean, se ensucian, y después lo bañan y lo vuelven a la normalidad. Es posible que durante las dictaduras de América latina el rock haya sido como el arenero. Como dice la frase de Pete Townshend que aparece como epígrafe del libro: Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para dirimirlo, entonces es rock & roll. Es rebeldía, no revolución. En un punto, a todo operativo de control social le conviene la rebeldía. Si alguien se siente revolucionario, que le digan rebelde es casi un insulto. El rock se sueña revolucionario. Entrevisté a Paul McCartney cuando vino a la Argentina, y me contó cosas que me impactaron. Según él, los Beatles creían hacia 1964 que el comunismo se iba a imponer. Cuando le planteé que parecía que la cosa había salido al revés, me dijo que no. Para él la revolución fue ganada, porque era por cambios sociales, no políticos.
Decís que en un mundo perfecto el rock no existiría. ¿No será mucho?
–Hay dos ideas que cruzan el libro. Una es la pelea contra los dueños del rockómetro. Hay tipos que enseguida saben qué es y qué no es rock. Yo no lo sé. Sé que si Charly canta el Himno me parece rock y que si lo canta Ginamaría Hidalgo no. Porque el rock es una actitud, no un género. Tiene provocación, no quiere complacer; no debería ser la música que le guste a tu mamá y a tu papá. La segunda idea es que el rock es expresión de malestar. La guitarra eléctrica es quilombera. El tipo que toca rock está buscando en un punto la alienación, escaparse, volar.La idea es que si hubiera un mundo perfecto no tendríamos necesidad de tener ídolos y por lo tanto el rock no existiría. Si tengo al ídolo en el poster es porque hay vacío. Dame una gran ciudad, dame polución, dame explotación, gente mal paga y a cambio te daré rock.


Dos fragmentos de Bailando sobre los escombros

Por Carlos Polimeni

El primer manifiesto
Del capítulo 1.

El niño Carlos Alberto García Moreno tenía trece años recién cumplidos, aquel sábado 24 de octubre de 1964. En el Conservatorio Thibaud-Piazzini de Buenos Aires, donde se había quemado las pestañas aprendiendo música, le entregaban el diploma de egresado, que aceptaba con un concierto. El niño era en realidad un joven prodigio y su familia, profesores y amigos estaban allí para subrayárselo. De pelo y pantalones cortos, Carlitos tocó Chopin, con su técnica impecable de academia. Entre tantas caras relajadas, la de su profesor de piano pegó un respingo cuando promediaba la ejecución. Sí, aquel chico estaba improvisando, sin que se notara demasiado, porque de inmediato volvía a la partitura, como un juego de desafío del que los espectadores apenas se enteraban. Su relación con la música había empezado a cambiar para siempre esa semana. Acababa de comprar con dinero de sus padres, una familia de clase media alta, un disco que le cambiaría la vida: el simple de cuatro temas de los Beatles con “Twist y gritos”, “Un gusto a miel”, “¿Quieres conocer un secreto?” y “Hay un lugar”. Carlitos ya no sería el concertista de piano con el que soñaban sus abuelas, porque se daría cuenta de inmediato de que lo suyo era el desafío a la ortodoxia, no la ortodoxia.
En ese momento, los Beatles no eran una institución sino pura novedad. Recién desembarcaban en Estados Unidos, en el momento en que se iniciaría la segunda revolución de la historia del rock. El héroe de la primera, iniciada diez años antes, Elvis Presley, era ahora una figura en decadencia, manejada a su antojo por la industria. Un ex revulsivo, que filmaba tres tontas películas por año y ganaba fortunas que gastaba en píldoras para no pensar, para no sentir, para no engordar, para no ser. Elvis era a los treinta años un ser que él mismo hubiese despreciado a los veinte. Todo lo contrario a un rockero. Elvis era lo viejo, los Beatles lo nuevo. El mundo había empezado a cambiar otra vez, aquí, allá, en todas partes, como en una película acelerada: en noviembre de 1963, en Dallas, habían asesinado al presidente de Estados Unidos John Kennedy. Meses atrás, en Cuba un joven Fidel Castro había proclamado al mundo el carácter marxista del gobierno revolucionario que encabezaba. La China maoísta comenzaba la llamada “revolución cultural”. No faltaba demasiado para que el hombre llegase a la Luna, pero en la Tierra había muchos asuntos pendientes.
Aquel niño prodigio argentino, que pasaría a la historia como Charly García y recién grabaría su primer disco en la década siguiente, preludiaba en aquel gesto –concretar variaciones sobre Chopin sin permiso de nadie– una especie de manifiesto generacional inconsciente.

Larga vida al rock
Del capítulo 10.

En un mundo perfecto, el rock no existiría. El rock es producto de un dolor existencial previo, del choque del individuo contra la sociedad, que busca una forma de expresión. A veces, aunque ni siquiera tenga conciencia de ese proceso. Si en el blues el hombre se resignaba a su destino, en el gospel se lo agradecía al Señor, en el country cantaba al presente sin preocuparse demasiado por el pasado y en el folk dejaba testimonio de su disconformidad, en el rock se rebeló. El rock no es manso, por eso es eléctrico. Su estética, su velocidad, su desprolijidad, son parte central del sentido que tuvo en la historia: dar la otra versión de las cosas, casi siempre la más molesta, pero muchas veces la más esperanzadora. El rock es impuro: producto, como se explicó, de sucesivas cruzas de un país hecho de mezclas, se las ingenió para incorporar paso a paso buena parte de lo que interesaba del mundo que los circundaba. No existe un rock puro, ni fijo, ni único. Estas coordenadas, transmitidas por actitudes más que por consignas, por detalles más que por ser tratados, por letras más quepor discursos, fueron las que volaron desde Estados Unidos y Gran Bretaña hacia América latina, por los caminos más informales de la comunicación de los 60, con retraso pero con certeza. La enorme mayoría de los músicos del sur que se interesaron por el rock desconocían la historia de su conformación, y en muchos casos fueron armando el rompecabezas a fuerza de discos, artículos de revistas, relatos orales y un poco de imaginación. Es que tampoco esa historia estaba sistematizada, ni había demasiados teóricos. Puede decirse que hasta los 70 los que estaban haciendo la historia lucían demasiado preocupados en esa tarea como para pasarla en limpio, com para sacar conclusiones. Esto es atribuible a la juventud del rock en general: al comenzar esa década no había cumplido aún veinte años de historia, y eso si se toma como punto de partida la fecha más remota posible, la del bautismo visionario del disc-jockey que quería que los blancos escuchasen sin complejos rhythm and blues. Sin embargo, el desprejuicio y el olor a libertad, a cosa nueva, que el rock emanaba en los tempranos 60 de aquel envión inicial, siguen prendiendo su desarrollo. El rock pregona, muchas veces en forma tácita, el culto al cambio, aunque a veces eso se confunda, para mal, con el culto a la novedad. Un chico que en una ciudad enchufa una guitarra a un amplificador y empieza a tocar con el volumen alto está expresando sentimientos que no siempre pueden verbalizarse. Está tomando una actitud. El rock es una actitud.

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