Dom 19.05.2002
radar

Granos, vacas y goles

La idea no podía ser más bienvenida: pedirle a Juan Sasturain que escribiera sobre todos los mundiales en los que Argentina participó. El resultado es el extraordinario La Argentina en los mundiales (publicado en estos días por la Editorial El Ateneo y con entrevistas de Daniel Arcucci a jugadores históricos). A continuación, Radar reproduce apenas algunos de sus mejores momentos, en los que Sasturain recorre la compleja relación nacional con el fútbol, desde su incidencia en el imaginario rioplatense hasta las teorías del complot mundial despertadas por Codesal y la efedrina, pasando por Rattin y la paternidad inglesa, la relación entre los palos de Fillol y la dictadura, la venganza bajo el sol azteca y esa vieja costumbre de la Selección: dejar un país cuando se va y encontrar otro completamente distinto a su vuelta.

› Por Juan Sasturain

1930 El piloto Nolo Ferreyra va de elegante sport al muere

La fotografía está tomada el 30 de julio de 1930 en el estadio Centenario de Montevideo minutos antes del inicio de la primera final por la Copa del Mundo. Además de los señores que se ven ahí haciendo tiempo e historia en el centro del campo y sobre el pasto tan recién peinado como ellos, se dice que había, en las tribunas con el cemento casi fresco y sin memoria, sesenta mil personas más.
Sesenta mil personas es muchísima gente, casi un exceso, una desmesura para ese tiempo y lugar. Como las multitudes movilizadas para el entierro de Yrigoyen o la llegada del Plus Ultra. La sociedad –ahí se ve– hacía masa antes que los medios comenzaran a amasarla a pleno. Porque las sesenta mil que estaban ese día son muchas pero no dejan de ser todas las que lo vieron. En un mundo de comunicaciones y emociones en diferido, el único modo del vivo era trasladar y poner el cuerpo. Estar ahí. La historia pasaba una sola vez y no se podía estar desprevenido. Y eso no sólo vale para la tribuna repleta sino que subyace en la apostura de los de la foto: “posando para la posteridad” solían decir los relatores hasta no hace mucho. Destino de cuadro, sueño de estampita, vestidos de y para la ocasión y la iconografía.
Así, hay algo de desmesurado, casi kitsch, en la estudiada formalidad del ritual previo. El fútbol entra en la historia grande, en la dimensión universal, y el testimonio es una enfática foto dominguera de plaza suburbana, de arrabal planetario. Porque de eso se trata: Uruguay-Argentina en 1930 es la final de barrio más grande del mundo.

De pilotos y caudillos
Pero volvamos a la foto. Hay varios hombres pero el que nos interesa es el de pantalones cortos y saco que extiende la mano derecha a la derecha de la imagen. Ese hombre –ese muchacho, en realidad, madurado de prepo por la pinta y las condiciones de la época– que se presenta serio y de elegante sport a su (segunda) cita con la historia es el capitán argentino. Se llamaba Manuel Ferreyra pero no le decían así. Era simplemente Nolo, por Manolo. También le decían desde hacía un tiempo –o le escribían, mejor, en el estilo de las floridas crónicas de la época– el piloto olímpico. Y en esta imagen, Nolo Ferreyra, jugador de Estudiantes de La Plata y de la Selección Argentina desde cinco años atrás, precisamente está vestido, caracterizado –si cabe– de piloto olímpico.
Por aquellos años y por muchos más, cuando se enunciaba la formación de los equipos con cinco delanteros, recitados del siete al once, se llamaba piloto –como en los barcos, no se piense en aviones o autos– a quien comandaba el ataque, al centrofordward, al invariable nueve. El piloto era el que en las fotos se agachaba abajo, en el centro, punto de gravedad y referencia en las fotos: el que posaba con la pelota. No porque fuera el dueño sino porque era el administrador, el conductor, el estratega, el armador que concebía los ataques y distribuía el juego. Eso era Ferreyra. Apenas tirado un poquito a la izquierda, y con Lauri, Scopelli, Zozaya y Guayta integraría al año siguiente la delantera estudiantil llamada coherentemente Los Profesores. Tal el perfil académico del hombre serio.
Pero este morocho impecable de saco y cortos, estudiante de escribanía -faltó ante México porque debió viajar a La Plata a rendir un examen...– era algo más que el piloto argentino: era el piloto olímpico, un adjetivo que no sólo describía una coyuntura de participación sino que –por extensión– valía por selecto, exclusivo, único. En el caso de Nolo Ferreyra llegar como piloto olímpico a esa tarde histórica de Montevideo tenía los ingredientes extra del desafío: derrotado dos años antes en la final de Amsterdam 1928, volvía a enfrentar a los uruguayos encircunstancia equivalente. Venía, como todo el equipo, por la revancha. Y además era el capitán.
El otro futbolista –sin saco y con la camiseta fuera del pantalón– acaso algunos años y algunos centímetros más alto y ancho que Ferreyra, es José Nasazzi, el capitán uruguayo. Más capitán y más olímpico que nadie, Nasazzi –fuerte, arremangado, con cierta natural dignidad de trabajador al aire libre en la manera de pararse y la cabeza erguida– es un duro. Defensor por naturaleza, back derecho cuyos cabezazos –según los veinte años de mi padre, lector de fútbol en diferido– “llegaban hasta la mitad de la cancha”, el sólido oriental, a diferencia de Nolo Ferreyra, no armaba juego ni administraba la pelota. Porque Nasazzi no era el piloto de Uruguay, era el caudillo.
En cierto sentido la imagen es emblemática, conceptual. Argentina pone la capitanía –el énfasis– del medio para adelante; Uruguay, del medio para atrás. El caudillo accede a la capitanía desde la base y desde el fondo, sostiene, aguanta al grupo y lo empuja por ascendiente natural; está hecho de la madera dura y noble que dará a Obdulio Varela y que, con el tiempo y la decadencia, degenerará en rudos golpeadores de barato aglomerado contemporáneo. Enfrente, el liderazgo entregado al piloto es una decisión menos pragmática, responde más a un reconocimiento intelectual que a una necesidad funcional. El caudillo está ahí arremangado para ganar la Copa; el piloto está ahí empilchado para conducir, para hacer jugar a su equipo. El piloto conduce, el caudillo gana. La capitanía, que es un honor para el piloto, es una vocación para el caudillo.
Con los años, la capitanía argentina seguiría la tendencia dominante en los equipos e iría trasladándose metros más atrás y superponiendo habitualmente las figuras y las personas del capitán y el caudillo -Salomón, Rossi, Dellacha, Rattin, Passarella...– soslayando la conducción estratégica, hasta que con el último Maradona se fundan (de fundir y de fundar) en la capitanía, tanto la conducción como el ascendiente: un lujo, un riesgo excesivo. El colapso, cuando se produzca en el 94, dejará al grupo sin rumbo: sin capitán, caudillo y piloto.

Como Gardel al pie del avión
Así, Nolo Ferreyra se ha empilchado para la historia esta tarde de invierno de 1930 sin saber que va al muere. El efecto, a la distancia, el engominado capitán argentino anticipa en cinco años la imagen de Gardel junto al avión en Medellín: el desastre a plazo fijo. El Morocho del Abasto entra elegante en la tragedia –vivida como derrota– que se le cruza al toque, en un par de minutos y con la sonrisa puesta; el Piloto Olímpico va impecable hacia la derrota –vivida como tragedia– que lo espera con el silbato final, en menos de un par de horas.
Argentina perdió feo esa tarde su segunda final ecuménica consecutiva con el rival de siempre y de barrio –ganaba 2-1 y terminó cayendo 4-2 en el segundo– y con la derrota crujió una bisagra, se dio vuelta a una hoja, mientras se cristalizaban un par de mitos a dos orillas: el de la garra charrúa y la mística de “la celeste” que acompañaría a los uruguayos por demasiadas décadas; el de los argentinos llorones con tendencia a refugiarse en equívocas victorias “morales” que sería lugar común consuetudinario. El lado oscuro de la historia –el mítico llanto del amenazado Luis Monti en el vestuario– registra el (presunto) apriete oriental y la (supuesta) borrada de selectos argentinos. En términos eufemísticos, los excesos temperamentales de unos, las carencias anímicas de otros. Con mayor o menor fundamento, el sello quedó acuñado.
Tal vez no sea casual que rascando un poco o mirando con mayor atención aparezcan ancestros supérstites y/o elegidos, iconos fundantes. La celeste, por ejemplo, está pegada a la piel y no admite sobrecubiertaslujosas, ni sacos ni pongos: los uruguayos son (les gusta verse) naturales, auténticos, contra los volubles cajetillas argentinos. En la actitud de ambos hay una tendencia a elegir o ser elegidos por un pasado, borgeanamente, una tradición que sirva para darle sentido al presente.
Así, aunque ya no quedan a esa altura del treinta incipiente (apellidos) británicos en la formación, los argentinos están formados y deformados -en todos los sentidos– a la inglesa. Los uruguayos no. En países igualmente aluvionales, y aunque Nasazzi sea tan hijo de los barcos como Luis Monti –valga caudillo por caudillo–, la reivindicación de identidad irá muy abajo entre los orientales: primitivos, ancestrales, se dicen o son nombrados charrúas, los que se comieron a Solís. Y no sólo eso: tienen el monopolio rioplatense de los negros. A diferencia de Argentina, Uruguay siempre tendrá negrazos en sus formaciones; pocos delanteros –atributo de brasileños–, pues los morochos uruguayos, sus memorables, emblemáticos pardos, fueron y serían sobre todo defensores...
Esquemáticamente, los orientales son la resistencia, la continuidad, la tradición, la historia mestiza que llega con distorsiones hasta hoy. Los argentinos representarán la fluidez de la modernidad, la oscilación estilística, el continuo riesgo de poner la identidad en juego. Los uruguayos llevarán siempre consigo la gloria y la desgracia de haber sido; los argentinos, por años, la soberbia maldición de creerse lo que nunca pudieron demostrar que fueron.

Heráclito cruza el Río de la Plata
De regreso, coherentemente con la enfermedad, la derrota del Centenario no se discutió en términos futbolísticos sino espirituales, éticos si cabe: “Los argentinos no fueron cobardes” tituló la prensa porteña con ánimo de veredicto. El juicio indica dónde estaba puesta la cuestión. Es que cuando el equipo se tomó el buque volvió al mismo lugar físico del que había partido pero –Heráclito dixit– se encontró con otro.
El elegante conjunto argentino del saco y el piloto olímpico, saturado de calidad y de títulos de cabotaje juntados como cuentas durante una década extraordinaria, había entrado a la cancha vestido de fiesta para cerrar el ciclo o collar con broche de oro. Y salió abrochado. Y no sólo: cuando bajó de la planchada en Buenos Aires estaba en otro país. Como en un cuento de Bradbury –o de Bioy, mejor– entró al Centenario en una década pero cuando salió estaba en otra. Y eso que no había túnel.
A partir de 1930 –en el fútbol y en la vida argentinas– nada volvió a ser lo que era. “Los últimos argentinos felices” que describe la leyenda de los veinte vieron cómo la primera ola de “sinceramiento” del siglo ponía todo patas para arriba con la flamante consigna del orden: se acabó la fiesta. Una Argentina derrapó en el codo de los treinta y la polimorfa década infame dramatizada por Discépolo, desculada por Scalabrini y ficcionada por Roberto Arlt inauguró el desencanto como deporte nacional. Argentina comenzó a tener un pasado perdido que contar y cantar: el tango –profético manual de perdedores– ya lo venía diciendo incluso bajo la lluvia próspera de divisas, vacas, granos y goles. El problema de la Década Infame es que nos dejó sin adjetivos para las que vendrían.
De pronto, ya no hubo más tres cosas que había, se rompieron tres mitos: la creciente prosperidad agroexportadora, la relajada democracia yrigoyenista y el mítico amor a la camiseta. Sucesiva, despiadadamente, la caída de Wall Street y el nuevo desorden subsiguiente mostraron que no siempre seríamos o bastaría con que fuéramos el granero o el frigorífico del mundo; el nefasto 6 de septiembre –cinco semanas apenas después de esta foto– inauguró con el puntapié inicial de Uriburu a Yrigoyen la práctica del deporte predilecto de los militares de ahí en más: el golpe de Estado; y la derrota del Centenario más la irrupción casi inmediata delprofesionalismo despidieron bajo sospecha y bajo bandera al lírico amateurismo futbolero.
Vacunado con dos derrotas en finales mundiales sucesivas y moral, teatralmente ofendido, el fútbol argentino iniciará en el treinta un exilio interior de gloria más o menos secreta, que durará décadas. Nolo Ferreyra, el piloto olímpico, saluda como quien llega y cree que entra. Pero no. Se está yendo, de elegante sport al muere.

1966 Rattin en Wembley y la teoría del intérprete

La foto es buenísima. El referí peladito y enano que parece surgido de un episodio de “Benny Hill”, congelado en el gesto final, moviliza la fila, parece dirigir el tránsito –el tránsito hacia cuartos de final, supongo– con bracito firme. El petiso es alemán y sastre –”sastrecillo” dirán las crónicas arrebatadas de odio– pero en la foto dejó la aguja y está trabajando de árbitro y acaba de echarlo a Rattin contra Inglaterra en Wembley con el partido cero a cero y sólo por pedir un intérprete. Sabemos cómo se llama el pequeño soplapitos que nos empieza mandar a casa pero le diremos inicialmente Señor K, a la kafkiana manera: es ése pero podría ser otro, cualquiera. La arbitraria mitología patriotera lo quiso así, mediocre empleado de un poder oscuro (o rubio, más bien) que en una operación tan eficaz como desprolija de medios hundió en partidos simultáneos y con jueces cruzados a los históricos taitas del Río de la Plata. Mientras Rattin iba camino a poner su irredento culo sobre la alfombra que conducía al corazón del Imperio –y a la silla de la soberana veterana que acaba de dar más que centenarias hurras– los uruguayos arriaban la celeste ante Alemania con árbitro inglés de sepulturero. Eso nos ha gustado creer. Como dicen que dijo John Ford: “A la hora de contar, entre la realidad histórica y la leyenda nos quedamos con la leyenda”. Valga para Hollywood en aquel caso; valga para este devastado Parque Japonés, en el nuestro.
Así, el Mundial de Inglaterra se resume en pocas, inconfundibles y transitadas imágenes. En casi todas ellas no aparece una pelota en movimiento.

El día de la expulsión de Rattin
La afrenta recibida esa tarde por interpósita persona en la repelente figura del pequeño juez Kreitlein habría de poner las cosas en otro plano. El arrogante victimismo nacional encontró en la teoría de la conspiración el pretexto o la excusa para no analizar nuestro confundido fútbol y a la vez se preparó para recibir, vicariamente, en las heroicidades aparatosas de Estudiantes y Racing ante el Manchester y los empaquetados escoceses del Celtic de los años siguientes, la compensación patriotera. Los penosos gritos del gordo Muñoz contra la Thatcher y sus manos ensangrentadas de quince años después habían comenzado mucho antes, acaso la noche épica en que la Bruja Verón padre los embocó de cabeza a los mismos que hoy acogen a su talentoso hijo, y el desaforado Relator de América se ligó un británico paraguazo más resentido que flemático.
Pero había algo pendiente con ese padre ya no tutor ni encargado pero aún autoridad persistente en tanto “inglés interior” no erradicable. La serie de agridulces héroes emblemáticos (Rugilo + Grillo + Rattin) necesitaba un cierre esplendoroso, un vengador compensatorio en todos los terrenos que cerrara la cuenta pateando el tablero. Y llegó el Diego. Veinte años después de la tarde del sastrecillo, del oscuro Señor K, Maradona mató two birds de un solo partidazo bajo el sol del Azteca: se terminó de burlar de la letra táctica con la nueva versión delirada hasta lo increíble de aquella apilada incipiente de Grillo y se cagó libre, definitivamente a lo bestia en el espíritu, ese fair play tan mentiroso ytrabucado. Tal vez sea casualidad, pero es verdad que sólo muerto (asesinado) el padre, pudimos salir campeones.

Interpretando al intérprete
Bajo esa luz, después de tanta historia, la foto del Señor K dirigiendo el tránsito pesado de esta tarde fatídica del 66 con Onganía instalado y ya esperando en casa, se ilumina diferente. La áurea leyenda argentina –Rattin dixit– pinta los esfuerzos infructuosos de un capitán que no se siente comprendido, pide un intérprete, es malinterpretado en sus gestos y termina –injusta, alevosamente decodificado por el Señor K– expulsado. Posteriormente, el soberbio capitán manifiesta su descontento con gestos de emblemática protesta fácilmente interpretables ya no dirigidos al árbitro sino al Poder detrás, delante y alrededor del Trono: les estruja la banderita del corner, se les sienta en la alfombra.
Y sin duda que había errores de interpretación. En principio, hoy nos sigue repugnando el petiso pero ya no le creemos demasiado a la versión victimista de Rattin convertida en historia oficial. En realidad sentimos que el capitán enfriaba, hacía tiempo, tensaba la cuerda, comenzaba a practicar ese enfermizo, exasperante tránsito al “filo del reglamento” lindante con la deshonestidad que nos cautivaría mucho tiempo, que reaparecería en la grotesca final del 90 en Italia. Eso se puede interpretar hoy y a esta luz como recurso dictado por la impotencia. Para afuera se podía alegar perplejidad, hacíamos que no entendíamos qué (nos) pasaba. Pero en realidad, si necesitábamos un intérprete en Wembley es porque Rattin ya era, él mismo –y ese equipo, y Lorenzo & Cía.–, un intérprete sospechoso, desfasado: el enhiesto capitán interpreta, actúa el equívoco “sentimiento nacional” cuando sale del campo porque dentro de él ya no puede o sabe o tiene cómo interpretar cabalmente los argumentos clásicos del fútbol criollo. Se ha quedado sin libreto.
Como el país mismo. En aquel invierno del 66, cuando Rattin y Onganía saturaban con sus gestos enfáticos y sin duda históricos las páginas de los diarios, el general del bigote imprescindible se soñaba e imponía como único intérprete de una postergada Revolución Argentina que ya mentía dos veces desde el título.

1978 Menotti y el misterio de los tres palos del Diablo

Nunca es demasiado halagüeño aceptar que la Dictadura cayó –o se fue, mejor– como consecuencia de la soberbia imbecilidad criminal de la Guerra de Malvinas y no por otra cosa; menos lo es suponer que los militares podrían haberse ido mucho antes si en la tarde del 25 de junio de 1978 una pelota de fútbol que hacía casi una hora y media circulaba por la colmada cancha de River entre jugadores vestidos de celeste y blanco y de naranja hubiera, en cierto momento, desviado su trayectoria hacia la derecha entre tres y cinco centímetros. No se necesitaba más que eso –el levísimo desvío de una pelota– no digo para voltear de inmediato a la Dictadura pero sí para modificar sensiblemente el estado de ánimo colectivo de la multitud presente y de la comunidad nacional entera, más pendiente por entonces del destino final de esa pelota que del de la Nación (...).
¿Pero de qué estamos hablando? ¿De qué pelota, de qué momento, de qué centímetros de más o de menos que pudieron haber cambiado la historia?

De qué se trata
La final del Mundial 78 en el estadio de River fue un partido extraordinario. O en realidad fueron dos partidos: el propiamente dicho y el alargue, que no es otra cosa sino un partidito escueto, quince y quince, un tercio exacto, un bonsai de partido. Y en nuestra memoria y en la historia ese compacto de gloria final se ha comido al primero. Como si aquel Argentina–Holanda hubiera sido una de esas finales suspensivas de básquet con suplementario o de tenis a cinco sets con tie break en quelos minutos, segundos o puntos finales convierten al resto en un prólogo excesivo, desmesurado, sólo justificable como paso previo para llegar a los momentos de la definición. Claro que si en buena lógica el último tanto vale igual que el primero –al menos en fútbol y básquet, no en el terrible tenis– para las razones de la emoción las cosas son diferentes y por eso existe el gol de la victoria y siempre los últimos serán los primeros. Y nunca tanto como esa vez.
Así, la epopeya nacional que llevó a Mario Kempes al justo bronce tiene su momento cumbre en la guapeada del grandote de la melena al viento en el último minuto del primer suplementario. El gol que quebró a los holandeses, esa ráfaga de decisión y potencia que lo llevó a terminar empujando la pelota estirándose entre rivales para mandarla adentro tan cerca de la línea como de la gloria es la secuencia imborrable, el momento ejemplar, congelado una y otra vez para el álbum del procerato deportivo. El ilustre Matador pudo haber hecho algo más o no hacer nada antes y después de esa secuencia. Con eso, ya está.
Pero hubo un tiempo que no fue hermoso, Sui Generis no dixit. Porque el partido–partido fue un empate de los que te dejan temblando. El redundante Kempes se apuró, hizo el primer gol a los 38 y desde ese momento, durante una hora esperamos que el italiano Gonella acelerara su reloj de arena y nos llevara de una vez por todas a dar una vuelta. Pero no fue así: Holanda empató. En lo que fue el gol más silenciosamente recibido en la historia de la cancha de River y del fútbol argentino, a nueve del final la línea de cuatro aplicó la receta sin mirar al paciente, apostó en línea a la ley del offside, alguien de cuyo nombre no quiero acordarme se desprendió por derecha, vino el centro paralelo y el misterioso y recién ingresado Naninga –primer negrazo de una Holanda por entonces casi enteramente europea– la puso limpita y fácil arriba y en el medio, entre un Pato espectador de lujo en el primer palo, un Galván más petiso que nunca y un silencio multiplicado por setenta mil. Porque no es lo mismo que se calle uno a que se callen (nos callemos) todos. El silencio suma, como el vacío: no es lo mismo la tácita soledad del ascensorista del Empire State que la de Collins en la cápsula lunar. Así, Naninga gritó su gol en el desierto ancestral –entre watusi y beduino– contra la falsa y aterrada indiferencia del mundo.
Y no fue todo, aún faltaba lo peor. De pronto, la necesidad de que acelerara su curso el goteo de la clepsidra de Gonella –la hora, referí– tuvo otros sentido: no era que se veían en el horizonte las luces del festejo sino que se venía la noche porque, como en los burros, el que empareja gana. Y llegó el momento clave, la cita con el destino. El final de película.
Faltaban tres, dos, cuatro, nada y de nuevo la cosa siniestra, la mala noticia vino desde la derecha. La pelota voló treinta metros y aterrizó en el temible territorio de nadie, las frágiles espaldas de Jorge Olguín, agujero negro del miedo popular, lugar común de tránsito hacia el presentimiento. Y por allá primereó para ultimar el último de la fila: el inolvidable Resenbrink llegando justo, entre el cierre falseado de Olguín y el achique encogido de Fillol metió la pata, puso la zurda, apuntó con el ético dedo (del pie) de discípulo de Spinoza, y quiso instaurar la Justicia, los Derechos Humanos, la victoria de los Buenos de la película -que eran ellos– contra reloj y junto al palo izquierdo de la Dictadura.
Precisamente. El toque de Resenbrink, ese toque final es el momento, la circunstancia de la que hablamos. De este momento o circunstancia se trata.

El holandés yerrante
Hagamos un ejercicio, como en un cuento de Bierce o de Quiroga, y detengamos, congelemos por un instante el fluir temporal. Apretemos pause. La pelota impulsada débil pero suficientemente porResenbrink desde posición forzada, muy echado a la izquierda pero también muy cerca, acaba de picar, supera la línea de oposición de Fillol y ya está entre sus espaldas verdes y el arco argentino, a menos de un metro de la raya. Ahí va, paremos ahí.
Es el momento de analizar –entre tantos, miles o millones– el estado de tres culos. Tres culos que venían distendidos y satisfechos, cómodamente forrados en calzoncillos, pantalones y sobretodos, laxamente apoyados en posiciones y plateas de privilegio, y a los que, repentinamente fruncidos, no les cabe un alfiler por el reflejo compulsivo. Cierran el celoso esfínter por todo lo que no llegó a cerrar Olguín: los culos de Videla, Massera y Agosti –que de esos culos castrenses se trata– son los más cerrados del planeta. Y no por culos argentinos sino por culos militares. No por culos futboleros sino por culos asesinos.
Obsérvese la estrecha diferencia: el transpirado culo atlético del inmediato Pato Fillol; el pálido culo técnico de un Menotti pura ceniza sin filtro; el cobarde culo mío; el tuyo, veterano lector retrospectivo frente a la pantalla de ATC coloreada de apuro por fotógrafos de plaza; y los setentamil culos saltarines que no eran holandeses en el aire del Monumental, todos quedaron –de Fillol al tuyo– simultáneamente, en suspensiva angustia constreñida, apretados por el miedo y la impotencia, la amenazada tristeza futbolera del gol en contra sobre la hora, el corte de piolín al más lindo barrilete.
Pero los tres culos militares no: mientras el toque holandés busca la raya, los milicos civilizados para la ocasión sueldan en acero los putos cantos, arman la guardia, buscan ya de reojo la salida desprolija de la cancha como buscarán la de la Historia con la derrota a sus espaldas.
Controlando la respiración y en medio del silencio más ominoso, soltemos ahora la pelota: play.
Ahí va. El pobre Resenbrink es, de todos, el que la mira de más cerca, y se da cuenta, sabe, trata de empujarla un poquito. Sin embargo el holandés yerrante –que ha pateado tanto, millones de veces la pelota y que qué daría por un toquecito más– aunque intenta, desea, una corrección levísima no alcanza, no puede desviarla –es una cuestión de centímetros: tres, cinco...– a la derecha de su trayectoria, y la pelota pega en el palo, pega en el medio del palo y vuelve a la cancha.
No entró.
La pelota no entró, no hay gol holandés: no entró, no entró.
Por tres, cinco centímetros nomás, después de haber recorrido tantos kilómetros esa tarde agitada, la pelota –que anduvo tanto por ahí ese día y otros– no entró, fue derechito al palo, al medio del palo, ni siquiera un poco más adentro. Como un meteorito que atraviesa medio universo para caer en el Chaco, y luego de tanta indeterminación termina eligiendo no pegarle a un rancho sino a un charco de al lado... La pelota de Resenbrink no entró: pegó en el palo.
Y los esfínteres civiles y militares se distendieron, y comenzó otra historia y Argentina fue campeón en el alargue del Matador que entró en la Leyenda y que quedaría para siempre, no como quedaron los milicos (apenas, nada menos que) cinco años más.
Hay una variante futbolera de la criollísima Ley de Murphy que sostiene: “Si una pelota bien impulsada luego de una jugada que merece el gol tiene posibilidades de pegar en el palo, pegará en el palo”. Claro que otro principio no escrito ni verificable, al que llamaremos Ley de Menotti, establece que hay un tablero infernal donde el azar computa palos a favor y palos en contra a lo largo de los años y las campañas. Esa cuenta demoníaca debe cerrar de cualquier manera. Y no todos los palos tienen el mismo valor. Por ejemplo, luego del toque de Resenbrink que golpeó el paloderecho de Fillol en los últimos instantes de la final del Mundial 78, el Flaco Menotti quedó con saldo deudor de por vida.
Y lo ha pagado largamente –todavía lo hace– cuando sus jugadores, en cualquiera de sus equipos, carecen tanto de la adecuada puntería como de culpa, y le siguen pegando al palo.

1986 La larga carrera de Burruchaga contra la muerte

Para poder hablar del Mundial 86 sin caer en obviedades del lugar común y el estereotipo, hay que hacer como –según Borges– pasa con el Corán y los camellos: no se los nombra casi porque están ahí, son triviales, tan cotidianos que no parecen significativos, dignos de mención. En el caso del mundial de México, el camello es Maradona: está siempre ahí, en todas las fotos y en todos los recuerdos. No se puede (ni debe) contarlo sin Diego.
En el mundial de México o, mejor, los argentinos en el mundial de México, jugando ya jugados bajo ese cielo no precisamente protector del Azteca, lidiaron entre otras cosas con el miedo. Y ahí son ejemplares algunas modulaciones, las distintas respuestas personales ante el apriete del pánico. Lo que va del reconocimiento de su imperio absoluto –”Si perdía la final no podía volver a la Argentina”, dijo Bilardo– al desprecio mayor en los goles de Maradona a los ingleses, esos dos saltos al vacío, transgresión pura, morisqueta al miedo: tocada de culo (con la mano) a la Ley, y gambeta, evasión, esquive, a la Táctica.
Pero Bilardo y Diego, ejemplares (por argentinos), contrapuestos, de algún modo complementarios, tienen una relación extrema, excesiva, con el miedo. El técnico lo respeta, lo reconoce dentro de sí, le hace un lugar en su alma y en la cancha, lo domestica en la convivencia de años: Bilardo es lo que es porque sabe tener miedo. El Diez, a la inversa, lo niega con su sola presencia: es lo que es –precisamente– porque no lo conoce.
Claro que esos dos no sirven para uno. Por eso me gustaría quedarme con otro protagonista no anunciado, ése al que le tocó estar ahí ocasional, único, en la intersección definitiva y sin libreto ni certeza para su alma: El Burru, Jorge Burruchaga. Porque la historia de la final es como un cuento tantas veces contado que se aplana sin puntos altos o sólo deja ver dos o tres fogonazos claves. Y fue un partido bárbaro, emotivo como la final con Holanda ocho años antes, con todas las temperaturas. El gol prematuro del Tata Brown yendo bien arriba ante un Schumacher frío, tonto, salidor inconsciente al que todavía estaríamos puteando si hubiera sido nuestro; después, el largo gol de Valdano llegando vacío por izquierda luego de haber estado en el inicio de la jugada al fondo a la derecha, el toque, su carrera hacia la cámara y el banco con el festejo que inaugura el dedo extendido, repartidor de gracias y dedicatorias: era el 2-0 y a los diez del segundo tiempo se fundaba la leyenda mezquina de “el peor resultado”.
Porque bajo el terrible peso y la luz oscura del pasado mediodía en el Azteca, la araña gris del mediocampo movió las patas y en el tramo final Alemania –verdes rubios monótonos– se vino y se vino. Y, goles calcados, con el águila Rumenigge haciendo nido en el área y metiendo picotazos cortos, increíblemente nos empataron. Se repetía, subrayada con marcador negro, la historia del 78, y sobre la hora nos hacían guardar la cornetita. Y venían por más: la araña ya trotaba hacia el barrio de Pumpido.
Es en ese momento, apretados en nuestro campo, sin salida ni real ni aparente, que Diego pega el grito y la pone al vacío detrás del último alemán alineado en mediocampo –otra vez la cosa, la historia es por derecha– y allá va Burruchaga (vamos todos con él) a buscar la gloria o la tragedia. Nunca he contado los segundos interminables de la larga carrera del Burru con la pelota al pie, pero todo cabe en esa agonía. Si Diego contra los ingleses hizo ese mismo camino y mucho más largo y acompañado/acosado por camisetas blancas con todos los números, era Diego. Fue y lo inventó, lo hizo cagándose en todo. Pero Burruchaga no, Burru soy yo, es cualquiera de nosotros. Porque yo y otros millones nos concentramos en Burruchaga que va (vamos) corriendo con el último defensor, ese Briegel, muy atrás, pero con la marca del miedo en los talones. Y corre con la pelota al pie.
Toda una vida está jugada ahí: Burruchaga tiene (demasiado) tiempo para pensar; sabe, siente que le ha tocado a él, que no habrá otra, que todo tendrá sentido o dejará de tenerlo en unos pasos más. Es jugarse la vida a un toque contra el miedo. Y Burruchaga sigue, ni mira a los costados -después verá, por la tele, que Valdano se mostraba solo a su izquierda, que Briegel le olía ya la nuca, que la araña del Azteca también lo perseguía...– y demora, demora hasta el final cuando sale Schumacher y entonces sí –leve, definitivamente– con seguro miedo, con respeto al pánico, con la punta del pie y del alma, la toca. La pelota pasa por debajo de la panza de la muerte.
Y es gol.

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