La idea no podía ser más bienvenida: pedirle a Juan Sasturain que escribiera sobre todos los mundiales en los que Argentina participó. El resultado es el extraordinario La Argentina en los mundiales (publicado en estos días por la Editorial El Ateneo y con entrevistas de Daniel Arcucci a jugadores históricos). A continuación, Radar reproduce apenas algunos de sus mejores momentos, en los que Sasturain recorre la compleja relación nacional con el fútbol, desde su incidencia en el imaginario rioplatense hasta las teorías del complot mundial despertadas por Codesal y la efedrina, pasando por Rattin y la paternidad inglesa, la relación entre los palos de Fillol y la dictadura, la venganza bajo el sol azteca y esa vieja costumbre de la Selección: dejar un país cuando se va y encontrar otro completamente distinto a su vuelta.
› Por Juan Sasturain
1930 El piloto Nolo Ferreyra va de elegante sport al muere
La fotografía está
tomada el 30 de julio de 1930 en el estadio Centenario de Montevideo minutos
antes del inicio de la primera final por la Copa del Mundo. Además de
los señores que se ven ahí haciendo tiempo e historia en el centro
del campo y sobre el pasto tan recién peinado como ellos, se dice que
había, en las tribunas con el cemento casi fresco y sin memoria, sesenta
mil personas más.
Sesenta mil personas es muchísima gente, casi un exceso, una desmesura
para ese tiempo y lugar. Como las multitudes movilizadas para el entierro de
Yrigoyen o la llegada del Plus Ultra. La sociedad ahí se ve
hacía masa antes que los medios comenzaran a amasarla a pleno. Porque
las sesenta mil que estaban ese día son muchas pero no dejan de ser todas
las que lo vieron. En un mundo de comunicaciones y emociones en diferido, el
único modo del vivo era trasladar y poner el cuerpo. Estar ahí.
La historia pasaba una sola vez y no se podía estar desprevenido. Y eso
no sólo vale para la tribuna repleta sino que subyace en la apostura
de los de la foto: posando para la posteridad solían decir
los relatores hasta no hace mucho. Destino de cuadro, sueño de estampita,
vestidos de y para la ocasión y la iconografía.
Así, hay algo de desmesurado, casi kitsch, en la estudiada formalidad
del ritual previo. El fútbol entra en la historia grande, en la dimensión
universal, y el testimonio es una enfática foto dominguera de plaza suburbana,
de arrabal planetario. Porque de eso se trata: Uruguay-Argentina en 1930 es
la final de barrio más grande del mundo.
De
pilotos y caudillos
Pero
volvamos a la foto. Hay varios hombres pero el que nos interesa es el de pantalones
cortos y saco que extiende la mano derecha a la derecha de la imagen. Ese hombre
ese muchacho, en realidad, madurado de prepo por la pinta y las condiciones
de la época que se presenta serio y de elegante sport a su (segunda)
cita con la historia es el capitán argentino. Se llamaba Manuel Ferreyra
pero no le decían así. Era simplemente Nolo, por Manolo. También
le decían desde hacía un tiempo o le escribían, mejor,
en el estilo de las floridas crónicas de la época el piloto
olímpico. Y en esta imagen, Nolo Ferreyra, jugador de Estudiantes de
La Plata y de la Selección Argentina desde cinco años atrás,
precisamente está vestido, caracterizado si cabe de piloto
olímpico.
Por aquellos años y por muchos más, cuando se enunciaba la formación
de los equipos con cinco delanteros, recitados del siete al once, se llamaba
piloto como en los barcos, no se piense en aviones o autos a quien
comandaba el ataque, al centrofordward, al invariable nueve. El piloto era el
que en las fotos se agachaba abajo, en el centro, punto de gravedad y referencia
en las fotos: el que posaba con la pelota. No porque fuera el dueño sino
porque era el administrador, el conductor, el estratega, el armador que concebía
los ataques y distribuía el juego. Eso era Ferreyra. Apenas tirado un
poquito a la izquierda, y con Lauri, Scopelli, Zozaya y Guayta integraría
al año siguiente la delantera estudiantil llamada coherentemente Los
Profesores. Tal el perfil académico del hombre serio.
Pero este morocho impecable de saco y cortos, estudiante de escribanía
-faltó ante México porque debió viajar a La Plata a rendir
un examen... era algo más que el piloto argentino: era el piloto
olímpico, un adjetivo que no sólo describía una coyuntura
de participación sino que por extensión valía
por selecto, exclusivo, único. En el caso de Nolo Ferreyra llegar como
piloto olímpico a esa tarde histórica de Montevideo tenía
los ingredientes extra del desafío: derrotado dos años antes en
la final de Amsterdam 1928, volvía a enfrentar a los uruguayos encircunstancia
equivalente. Venía, como todo el equipo, por la revancha. Y además
era el capitán.
El otro futbolista sin saco y con la camiseta fuera del pantalón
acaso algunos años y algunos centímetros más alto y ancho
que Ferreyra, es José Nasazzi, el capitán uruguayo. Más
capitán y más olímpico que nadie, Nasazzi fuerte,
arremangado, con cierta natural dignidad de trabajador al aire libre en la manera
de pararse y la cabeza erguida es un duro. Defensor por naturaleza, back
derecho cuyos cabezazos según los veinte años de mi padre,
lector de fútbol en diferido llegaban hasta la mitad de la
cancha, el sólido oriental, a diferencia de Nolo Ferreyra, no armaba
juego ni administraba la pelota. Porque Nasazzi no era el piloto de Uruguay,
era el caudillo.
En cierto sentido la imagen es emblemática, conceptual. Argentina pone
la capitanía el énfasis del medio para adelante; Uruguay,
del medio para atrás. El caudillo accede a la capitanía desde
la base y desde el fondo, sostiene, aguanta al grupo y lo empuja por ascendiente
natural; está hecho de la madera dura y noble que dará a Obdulio
Varela y que, con el tiempo y la decadencia, degenerará en rudos golpeadores
de barato aglomerado contemporáneo. Enfrente, el liderazgo entregado
al piloto es una decisión menos pragmática, responde más
a un reconocimiento intelectual que a una necesidad funcional. El caudillo está
ahí arremangado para ganar la Copa; el piloto está ahí
empilchado para conducir, para hacer jugar a su equipo. El piloto conduce, el
caudillo gana. La capitanía, que es un honor para el piloto, es una vocación
para el caudillo.
Con los años, la capitanía argentina seguiría la tendencia
dominante en los equipos e iría trasladándose metros más
atrás y superponiendo habitualmente las figuras y las personas del capitán
y el caudillo -Salomón, Rossi, Dellacha, Rattin, Passarella...
soslayando la conducción estratégica, hasta que con el último
Maradona se fundan (de fundir y de fundar) en la capitanía, tanto la
conducción como el ascendiente: un lujo, un riesgo excesivo. El colapso,
cuando se produzca en el 94, dejará al grupo sin rumbo: sin capitán,
caudillo y piloto.
Como
Gardel al pie del avión
Así,
Nolo Ferreyra se ha empilchado para la historia esta tarde de invierno de 1930
sin saber que va al muere. El efecto, a la distancia, el engominado capitán
argentino anticipa en cinco años la imagen de Gardel junto al avión
en Medellín: el desastre a plazo fijo. El Morocho del Abasto entra elegante
en la tragedia vivida como derrota que se le cruza al toque, en
un par de minutos y con la sonrisa puesta; el Piloto Olímpico va impecable
hacia la derrota vivida como tragedia que lo espera con el silbato
final, en menos de un par de horas.
Argentina perdió feo esa tarde su segunda final ecuménica consecutiva
con el rival de siempre y de barrio ganaba 2-1 y terminó cayendo
4-2 en el segundo y con la derrota crujió una bisagra, se dio vuelta
a una hoja, mientras se cristalizaban un par de mitos a dos orillas: el de la
garra charrúa y la mística de la celeste que acompañaría
a los uruguayos por demasiadas décadas; el de los argentinos llorones
con tendencia a refugiarse en equívocas victorias morales
que sería lugar común consuetudinario. El lado oscuro de la historia
el mítico llanto del amenazado Luis Monti en el vestuario
registra el (presunto) apriete oriental y la (supuesta) borrada de selectos
argentinos. En términos eufemísticos, los excesos temperamentales
de unos, las carencias anímicas de otros. Con mayor o menor fundamento,
el sello quedó acuñado.
Tal vez no sea casual que rascando un poco o mirando con mayor atención
aparezcan ancestros supérstites y/o elegidos, iconos fundantes. La celeste,
por ejemplo, está pegada a la piel y no admite sobrecubiertaslujosas,
ni sacos ni pongos: los uruguayos son (les gusta verse) naturales, auténticos,
contra los volubles cajetillas argentinos. En la actitud de ambos hay una tendencia
a elegir o ser elegidos por un pasado, borgeanamente, una tradición que
sirva para darle sentido al presente.
Así, aunque ya no quedan a esa altura del treinta incipiente (apellidos)
británicos en la formación, los argentinos están formados
y deformados -en todos los sentidos a la inglesa. Los uruguayos no. En
países igualmente aluvionales, y aunque Nasazzi sea tan hijo de los barcos
como Luis Monti valga caudillo por caudillo, la reivindicación
de identidad irá muy abajo entre los orientales: primitivos, ancestrales,
se dicen o son nombrados charrúas, los que se comieron a Solís.
Y no sólo eso: tienen el monopolio rioplatense de los negros. A diferencia
de Argentina, Uruguay siempre tendrá negrazos en sus formaciones; pocos
delanteros atributo de brasileños, pues los morochos uruguayos,
sus memorables, emblemáticos pardos, fueron y serían sobre todo
defensores...
Esquemáticamente, los orientales son la resistencia, la continuidad,
la tradición, la historia mestiza que llega con distorsiones hasta hoy.
Los argentinos representarán la fluidez de la modernidad, la oscilación
estilística, el continuo riesgo de poner la identidad en juego. Los uruguayos
llevarán siempre consigo la gloria y la desgracia de haber sido; los
argentinos, por años, la soberbia maldición de creerse lo que
nunca pudieron demostrar que fueron.
Heráclito
cruza el Río de la Plata
De regreso,
coherentemente con la enfermedad, la derrota del Centenario no se discutió
en términos futbolísticos sino espirituales, éticos si
cabe: Los argentinos no fueron cobardes tituló la prensa
porteña con ánimo de veredicto. El juicio indica dónde
estaba puesta la cuestión. Es que cuando el equipo se tomó el
buque volvió al mismo lugar físico del que había partido
pero Heráclito dixit se encontró con otro.
El elegante conjunto argentino del saco y el piloto olímpico, saturado
de calidad y de títulos de cabotaje juntados como cuentas durante una
década extraordinaria, había entrado a la cancha vestido de fiesta
para cerrar el ciclo o collar con broche de oro. Y salió abrochado. Y
no sólo: cuando bajó de la planchada en Buenos Aires estaba en
otro país. Como en un cuento de Bradbury o de Bioy, mejor
entró al Centenario en una década pero cuando salió estaba
en otra. Y eso que no había túnel.
A partir de 1930 en el fútbol y en la vida argentinas nada
volvió a ser lo que era. Los últimos argentinos felices
que describe la leyenda de los veinte vieron cómo la primera ola de sinceramiento
del siglo ponía todo patas para arriba con la flamante consigna del orden:
se acabó la fiesta. Una Argentina derrapó en el codo de los treinta
y la polimorfa década infame dramatizada por Discépolo, desculada
por Scalabrini y ficcionada por Roberto Arlt inauguró el desencanto como
deporte nacional. Argentina comenzó a tener un pasado perdido que contar
y cantar: el tango profético manual de perdedores ya lo venía
diciendo incluso bajo la lluvia próspera de divisas, vacas, granos y
goles. El problema de la Década Infame es que nos dejó sin adjetivos
para las que vendrían.
De pronto, ya no hubo más tres cosas que había, se rompieron tres
mitos: la creciente prosperidad agroexportadora, la relajada democracia yrigoyenista
y el mítico amor a la camiseta. Sucesiva, despiadadamente, la caída
de Wall Street y el nuevo desorden subsiguiente mostraron que no siempre seríamos
o bastaría con que fuéramos el granero o el frigorífico
del mundo; el nefasto 6 de septiembre cinco semanas apenas después
de esta foto inauguró con el puntapié inicial de Uriburu
a Yrigoyen la práctica del deporte predilecto de los militares de ahí
en más: el golpe de Estado; y la derrota del Centenario más la
irrupción casi inmediata delprofesionalismo despidieron bajo sospecha
y bajo bandera al lírico amateurismo futbolero.
Vacunado con dos derrotas en finales mundiales sucesivas y moral, teatralmente
ofendido, el fútbol argentino iniciará en el treinta un exilio
interior de gloria más o menos secreta, que durará décadas.
Nolo Ferreyra, el piloto olímpico, saluda como quien llega y cree que
entra. Pero no. Se está yendo, de elegante sport al muere.
1966 Rattin en Wembley y la teoría del intérprete
La foto es buenísima.
El referí peladito y enano que parece surgido de un episodio de Benny
Hill, congelado en el gesto final, moviliza la fila, parece dirigir el
tránsito el tránsito hacia cuartos de final, supongo
con bracito firme. El petiso es alemán y sastre sastrecillo
dirán las crónicas arrebatadas de odio pero en la foto dejó
la aguja y está trabajando de árbitro y acaba de echarlo a Rattin
contra Inglaterra en Wembley con el partido cero a cero y sólo por pedir
un intérprete. Sabemos cómo se llama el pequeño soplapitos
que nos empieza mandar a casa pero le diremos inicialmente Señor K, a
la kafkiana manera: es ése pero podría ser otro, cualquiera. La
arbitraria mitología patriotera lo quiso así, mediocre empleado
de un poder oscuro (o rubio, más bien) que en una operación tan
eficaz como desprolija de medios hundió en partidos simultáneos
y con jueces cruzados a los históricos taitas del Río de la Plata.
Mientras Rattin iba camino a poner su irredento culo sobre la alfombra que conducía
al corazón del Imperio y a la silla de la soberana veterana que
acaba de dar más que centenarias hurras los uruguayos arriaban
la celeste ante Alemania con árbitro inglés de sepulturero. Eso
nos ha gustado creer. Como dicen que dijo John Ford: A la hora de contar,
entre la realidad histórica y la leyenda nos quedamos con la leyenda.
Valga para Hollywood en aquel caso; valga para este devastado Parque Japonés,
en el nuestro.
Así, el Mundial de Inglaterra se resume en pocas, inconfundibles y transitadas
imágenes. En casi todas ellas no aparece una pelota en movimiento.
El
día de la expulsión de Rattin
La afrenta recibida esa tarde por interpósita persona en
la repelente figura del pequeño juez Kreitlein habría de poner
las cosas en otro plano. El arrogante victimismo nacional encontró en
la teoría de la conspiración el pretexto o la excusa para no analizar
nuestro confundido fútbol y a la vez se preparó para recibir,
vicariamente, en las heroicidades aparatosas de Estudiantes y Racing ante el
Manchester y los empaquetados escoceses del Celtic de los años siguientes,
la compensación patriotera. Los penosos gritos del gordo Muñoz
contra la Thatcher y sus manos ensangrentadas de quince años después
habían comenzado mucho antes, acaso la noche épica en que la Bruja
Verón padre los embocó de cabeza a los mismos que hoy acogen a
su talentoso hijo, y el desaforado Relator de América se ligó
un británico paraguazo más resentido que flemático.
Pero había algo pendiente con ese padre ya no tutor ni encargado pero
aún autoridad persistente en tanto inglés interior
no erradicable. La serie de agridulces héroes emblemáticos (Rugilo
+ Grillo + Rattin) necesitaba un cierre esplendoroso, un vengador compensatorio
en todos los terrenos que cerrara la cuenta pateando el tablero. Y llegó
el Diego. Veinte años después de la tarde del sastrecillo, del
oscuro Señor K, Maradona mató two birds de un solo partidazo bajo
el sol del Azteca: se terminó de burlar de la letra táctica con
la nueva versión delirada hasta lo increíble de aquella apilada
incipiente de Grillo y se cagó libre, definitivamente a lo bestia en
el espíritu, ese fair play tan mentiroso ytrabucado. Tal vez sea casualidad,
pero es verdad que sólo muerto (asesinado) el padre, pudimos salir campeones.
Interpretando
al intérprete
Bajo
esa luz, después de tanta historia, la foto del Señor K dirigiendo
el tránsito pesado de esta tarde fatídica del 66 con Onganía
instalado y ya esperando en casa, se ilumina diferente. La áurea leyenda
argentina Rattin dixit pinta los esfuerzos infructuosos de un capitán
que no se siente comprendido, pide un intérprete, es malinterpretado
en sus gestos y termina injusta, alevosamente decodificado por el Señor
K expulsado. Posteriormente, el soberbio capitán manifiesta su
descontento con gestos de emblemática protesta fácilmente interpretables
ya no dirigidos al árbitro sino al Poder detrás, delante y alrededor
del Trono: les estruja la banderita del corner, se les sienta en la alfombra.
Y sin duda que había errores de interpretación. En principio,
hoy nos sigue repugnando el petiso pero ya no le creemos demasiado a la versión
victimista de Rattin convertida en historia oficial. En realidad sentimos que
el capitán enfriaba, hacía tiempo, tensaba la cuerda, comenzaba
a practicar ese enfermizo, exasperante tránsito al filo del reglamento
lindante con la deshonestidad que nos cautivaría mucho tiempo, que reaparecería
en la grotesca final del 90 en Italia. Eso se puede interpretar hoy y a esta
luz como recurso dictado por la impotencia. Para afuera se podía alegar
perplejidad, hacíamos que no entendíamos qué (nos) pasaba.
Pero en realidad, si necesitábamos un intérprete en Wembley es
porque Rattin ya era, él mismo y ese equipo, y Lorenzo & Cía.,
un intérprete sospechoso, desfasado: el enhiesto capitán interpreta,
actúa el equívoco sentimiento nacional cuando sale
del campo porque dentro de él ya no puede o sabe o tiene cómo
interpretar cabalmente los argumentos clásicos del fútbol criollo.
Se ha quedado sin libreto.
Como el país mismo. En aquel invierno del 66, cuando Rattin y Onganía
saturaban con sus gestos enfáticos y sin duda históricos las páginas
de los diarios, el general del bigote imprescindible se soñaba e imponía
como único intérprete de una postergada Revolución Argentina
que ya mentía dos veces desde el título.
1978 Menotti y el misterio de los tres palos del Diablo
Nunca es demasiado halagüeño
aceptar que la Dictadura cayó o se fue, mejor como consecuencia
de la soberbia imbecilidad criminal de la Guerra de Malvinas y no por otra cosa;
menos lo es suponer que los militares podrían haberse ido mucho antes
si en la tarde del 25 de junio de 1978 una pelota de fútbol que hacía
casi una hora y media circulaba por la colmada cancha de River entre jugadores
vestidos de celeste y blanco y de naranja hubiera, en cierto momento, desviado
su trayectoria hacia la derecha entre tres y cinco centímetros. No se
necesitaba más que eso el levísimo desvío de una
pelota no digo para voltear de inmediato a la Dictadura pero sí
para modificar sensiblemente el estado de ánimo colectivo de la multitud
presente y de la comunidad nacional entera, más pendiente por entonces
del destino final de esa pelota que del de la Nación (...).
¿Pero de qué estamos hablando? ¿De qué pelota, de
qué momento, de qué centímetros de más o de menos
que pudieron haber cambiado la historia?
De
qué se trata
La final del Mundial 78 en el estadio de River fue un partido extraordinario.
O en realidad fueron dos partidos: el propiamente dicho y el alargue, que no
es otra cosa sino un partidito escueto, quince y quince, un tercio exacto, un
bonsai de partido. Y en nuestra memoria y en la historia ese compacto de gloria
final se ha comido al primero. Como si aquel ArgentinaHolanda hubiera
sido una de esas finales suspensivas de básquet con suplementario o de
tenis a cinco sets con tie break en quelos minutos, segundos o puntos finales
convierten al resto en un prólogo excesivo, desmesurado, sólo
justificable como paso previo para llegar a los momentos de la definición.
Claro que si en buena lógica el último tanto vale igual que el
primero al menos en fútbol y básquet, no en el terrible
tenis para las razones de la emoción las cosas son diferentes y
por eso existe el gol de la victoria y siempre los últimos serán
los primeros. Y nunca tanto como esa vez.
Así, la epopeya nacional que llevó a Mario Kempes al justo bronce
tiene su momento cumbre en la guapeada del grandote de la melena al viento en
el último minuto del primer suplementario. El gol que quebró a
los holandeses, esa ráfaga de decisión y potencia que lo llevó
a terminar empujando la pelota estirándose entre rivales para mandarla
adentro tan cerca de la línea como de la gloria es la secuencia imborrable,
el momento ejemplar, congelado una y otra vez para el álbum del procerato
deportivo. El ilustre Matador pudo haber hecho algo más o no hacer nada
antes y después de esa secuencia. Con eso, ya está.
Pero hubo un tiempo que no fue hermoso, Sui Generis no dixit. Porque el partidopartido
fue un empate de los que te dejan temblando. El redundante Kempes se apuró,
hizo el primer gol a los 38 y desde ese momento, durante una hora esperamos
que el italiano Gonella acelerara su reloj de arena y nos llevara de una vez
por todas a dar una vuelta. Pero no fue así: Holanda empató. En
lo que fue el gol más silenciosamente recibido en la historia de la cancha
de River y del fútbol argentino, a nueve del final la línea de
cuatro aplicó la receta sin mirar al paciente, apostó en línea
a la ley del offside, alguien de cuyo nombre no quiero acordarme se desprendió
por derecha, vino el centro paralelo y el misterioso y recién ingresado
Naninga primer negrazo de una Holanda por entonces casi enteramente europea
la puso limpita y fácil arriba y en el medio, entre un Pato espectador
de lujo en el primer palo, un Galván más petiso que nunca y un
silencio multiplicado por setenta mil. Porque no es lo mismo que se calle uno
a que se callen (nos callemos) todos. El silencio suma, como el vacío:
no es lo mismo la tácita soledad del ascensorista del Empire State que
la de Collins en la cápsula lunar. Así, Naninga gritó su
gol en el desierto ancestral entre watusi y beduino contra la falsa
y aterrada indiferencia del mundo.
Y no fue todo, aún faltaba lo peor. De pronto, la necesidad de que acelerara
su curso el goteo de la clepsidra de Gonella la hora, referí
tuvo otros sentido: no era que se veían en el horizonte las luces del
festejo sino que se venía la noche porque, como en los burros, el que
empareja gana. Y llegó el momento clave, la cita con el destino. El final
de película.
Faltaban tres, dos, cuatro, nada y de nuevo la cosa siniestra, la mala noticia
vino desde la derecha. La pelota voló treinta metros y aterrizó
en el temible territorio de nadie, las frágiles espaldas de Jorge Olguín,
agujero negro del miedo popular, lugar común de tránsito hacia
el presentimiento. Y por allá primereó para ultimar el último
de la fila: el inolvidable Resenbrink llegando justo, entre el cierre falseado
de Olguín y el achique encogido de Fillol metió la pata, puso
la zurda, apuntó con el ético dedo (del pie) de discípulo
de Spinoza, y quiso instaurar la Justicia, los Derechos Humanos, la victoria
de los Buenos de la película -que eran ellos contra reloj y junto
al palo izquierdo de la Dictadura.
Precisamente. El toque de Resenbrink, ese toque final es el momento, la circunstancia
de la que hablamos. De este momento o circunstancia se trata.
El
holandés yerrante
Hagamos
un ejercicio, como en un cuento de Bierce o de Quiroga, y detengamos, congelemos
por un instante el fluir temporal. Apretemos pause. La pelota impulsada débil
pero suficientemente porResenbrink desde posición forzada, muy echado
a la izquierda pero también muy cerca, acaba de picar, supera la línea
de oposición de Fillol y ya está entre sus espaldas verdes y el
arco argentino, a menos de un metro de la raya. Ahí va, paremos ahí.
Es el momento de analizar entre tantos, miles o millones el estado
de tres culos. Tres culos que venían distendidos y satisfechos, cómodamente
forrados en calzoncillos, pantalones y sobretodos, laxamente apoyados en posiciones
y plateas de privilegio, y a los que, repentinamente fruncidos, no les cabe
un alfiler por el reflejo compulsivo. Cierran el celoso esfínter por
todo lo que no llegó a cerrar Olguín: los culos de Videla, Massera
y Agosti que de esos culos castrenses se trata son los más
cerrados del planeta. Y no por culos argentinos sino por culos militares. No
por culos futboleros sino por culos asesinos.
Obsérvese la estrecha diferencia: el transpirado culo atlético
del inmediato Pato Fillol; el pálido culo técnico de un Menotti
pura ceniza sin filtro; el cobarde culo mío; el tuyo, veterano lector
retrospectivo frente a la pantalla de ATC coloreada de apuro por fotógrafos
de plaza; y los setentamil culos saltarines que no eran holandeses en el aire
del Monumental, todos quedaron de Fillol al tuyo simultáneamente,
en suspensiva angustia constreñida, apretados por el miedo y la impotencia,
la amenazada tristeza futbolera del gol en contra sobre la hora, el corte de
piolín al más lindo barrilete.
Pero los tres culos militares no: mientras el toque holandés busca la
raya, los milicos civilizados para la ocasión sueldan en acero los putos
cantos, arman la guardia, buscan ya de reojo la salida desprolija de la cancha
como buscarán la de la Historia con la derrota a sus espaldas.
Controlando la respiración y en medio del silencio más ominoso,
soltemos ahora la pelota: play.
Ahí va. El pobre Resenbrink es, de todos, el que la mira de más
cerca, y se da cuenta, sabe, trata de empujarla un poquito. Sin embargo el holandés
yerrante que ha pateado tanto, millones de veces la pelota y que qué
daría por un toquecito más aunque intenta, desea, una corrección
levísima no alcanza, no puede desviarla es una cuestión
de centímetros: tres, cinco... a la derecha de su trayectoria,
y la pelota pega en el palo, pega en el medio del palo y vuelve a la cancha.
No entró.
La pelota no entró, no hay gol holandés: no entró, no entró.
Por tres, cinco centímetros nomás, después de haber recorrido
tantos kilómetros esa tarde agitada, la pelota que anduvo tanto
por ahí ese día y otros no entró, fue derechito al
palo, al medio del palo, ni siquiera un poco más adentro. Como un meteorito
que atraviesa medio universo para caer en el Chaco, y luego de tanta indeterminación
termina eligiendo no pegarle a un rancho sino a un charco de al lado... La pelota
de Resenbrink no entró: pegó en el palo.
Y los esfínteres civiles y militares se distendieron, y comenzó
otra historia y Argentina fue campeón en el alargue del Matador que entró
en la Leyenda y que quedaría para siempre, no como quedaron los milicos
(apenas, nada menos que) cinco años más.
Hay una variante futbolera de la criollísima Ley de Murphy que sostiene:
Si una pelota bien impulsada luego de una jugada que merece el gol tiene
posibilidades de pegar en el palo, pegará en el palo. Claro que
otro principio no escrito ni verificable, al que llamaremos Ley de Menotti,
establece que hay un tablero infernal donde el azar computa palos a favor y
palos en contra a lo largo de los años y las campañas. Esa cuenta
demoníaca debe cerrar de cualquier manera. Y no todos los palos tienen
el mismo valor. Por ejemplo, luego del toque de Resenbrink que golpeó
el paloderecho de Fillol en los últimos instantes de la final del Mundial
78, el Flaco Menotti quedó con saldo deudor de por vida.
Y lo ha pagado largamente todavía lo hace cuando sus jugadores,
en cualquiera de sus equipos, carecen tanto de la adecuada puntería como
de culpa, y le siguen pegando al palo.
1986 La larga carrera de Burruchaga contra la muerte
Para poder hablar del Mundial
86 sin caer en obviedades del lugar común y el estereotipo, hay que hacer
como según Borges pasa con el Corán y los camellos:
no se los nombra casi porque están ahí, son triviales, tan cotidianos
que no parecen significativos, dignos de mención. En el caso del mundial
de México, el camello es Maradona: está siempre ahí, en
todas las fotos y en todos los recuerdos. No se puede (ni debe) contarlo sin
Diego.
En el mundial de México o, mejor, los argentinos en el mundial de México,
jugando ya jugados bajo ese cielo no precisamente protector del Azteca, lidiaron
entre otras cosas con el miedo. Y ahí son ejemplares algunas modulaciones,
las distintas respuestas personales ante el apriete del pánico. Lo que
va del reconocimiento de su imperio absoluto Si perdía la
final no podía volver a la Argentina, dijo Bilardo al desprecio
mayor en los goles de Maradona a los ingleses, esos dos saltos al vacío,
transgresión pura, morisqueta al miedo: tocada de culo (con la mano)
a la Ley, y gambeta, evasión, esquive, a la Táctica.
Pero Bilardo y Diego, ejemplares (por argentinos), contrapuestos, de algún
modo complementarios, tienen una relación extrema, excesiva, con el miedo.
El técnico lo respeta, lo reconoce dentro de sí, le hace un lugar
en su alma y en la cancha, lo domestica en la convivencia de años: Bilardo
es lo que es porque sabe tener miedo. El Diez, a la inversa, lo niega con su
sola presencia: es lo que es precisamente porque no lo conoce.
Claro que esos dos no sirven para uno. Por eso me gustaría quedarme con
otro protagonista no anunciado, ése al que le tocó estar ahí
ocasional, único, en la intersección definitiva y sin libreto
ni certeza para su alma: El Burru, Jorge Burruchaga. Porque la historia de la
final es como un cuento tantas veces contado que se aplana sin puntos altos
o sólo deja ver dos o tres fogonazos claves. Y fue un partido bárbaro,
emotivo como la final con Holanda ocho años antes, con todas las temperaturas.
El gol prematuro del Tata Brown yendo bien arriba ante un Schumacher frío,
tonto, salidor inconsciente al que todavía estaríamos puteando
si hubiera sido nuestro; después, el largo gol de Valdano llegando vacío
por izquierda luego de haber estado en el inicio de la jugada al fondo a la
derecha, el toque, su carrera hacia la cámara y el banco con el festejo
que inaugura el dedo extendido, repartidor de gracias y dedicatorias: era el
2-0 y a los diez del segundo tiempo se fundaba la leyenda mezquina de el
peor resultado.
Porque bajo el terrible peso y la luz oscura del pasado mediodía en el
Azteca, la araña gris del mediocampo movió las patas y en el tramo
final Alemania verdes rubios monótonos se vino y se vino.
Y, goles calcados, con el águila Rumenigge haciendo nido en el área
y metiendo picotazos cortos, increíblemente nos empataron. Se repetía,
subrayada con marcador negro, la historia del 78, y sobre la hora nos hacían
guardar la cornetita. Y venían por más: la araña ya trotaba
hacia el barrio de Pumpido.
Es en ese momento, apretados en nuestro campo, sin salida ni real ni aparente,
que Diego pega el grito y la pone al vacío detrás del último
alemán alineado en mediocampo otra vez la cosa, la historia es
por derecha y allá va Burruchaga (vamos todos con él) a
buscar la gloria o la tragedia. Nunca he contado los segundos interminables
de la larga carrera del Burru con la pelota al pie, pero todo cabe en esa agonía.
Si Diego contra los ingleses hizo ese mismo camino y mucho más largo
y acompañado/acosado por camisetas blancas con todos los números,
era Diego. Fue y lo inventó, lo hizo cagándose en todo. Pero Burruchaga
no, Burru soy yo, es cualquiera de nosotros. Porque yo y otros millones nos
concentramos en Burruchaga que va (vamos) corriendo con el último defensor,
ese Briegel, muy atrás, pero con la marca del miedo en los talones. Y
corre con la pelota al pie.
Toda una vida está jugada ahí: Burruchaga tiene (demasiado) tiempo
para pensar; sabe, siente que le ha tocado a él, que no habrá
otra, que todo tendrá sentido o dejará de tenerlo en unos pasos
más. Es jugarse la vida a un toque contra el miedo. Y Burruchaga sigue,
ni mira a los costados -después verá, por la tele, que Valdano
se mostraba solo a su izquierda, que Briegel le olía ya la nuca, que
la araña del Azteca también lo perseguía... y demora,
demora hasta el final cuando sale Schumacher y entonces sí leve,
definitivamente con seguro miedo, con respeto al pánico, con la
punta del pie y del alma, la toca. La pelota pasa por debajo de la panza de
la muerte.
Y es gol.
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