Dom 19.05.2002
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EXCENTRICIDADES

La Real Academia

¿Cómo fue que un islote desierto del Caribe se convirtió en el territorio con más ciudadanos ilustres por kilómetro cuadrado en todo el planeta, desde Dylan Thomas y Dirk Bogarde hasta Francis Ford Coppola y Frank Gehry? Conozca la increíble historia del Reino de Redonda, y la suma de intrincadas peripecias y casualidades que llevaron al escritor español Javier Marías a convertirse en su actual soberano.

› Por Juan Forn

En 1984, el español Javier Marías llegó a Oxford más bien anónimamente, con una coartada perfecta para leer, escribir y curiosear por librerías y claustros sanctos y non sanctos todo el día y lo que pudiera de la noche: había sido invitado como profesor auxiliar de lengua española (“mi papel consistía en hacer de gramática y diccionario parlantes”, en sus propias palabras) por un período de dos ciclos lectivos. Marías dedicó esos dos años a leer, vagar y acumular confidencias confesables y de las otras que le fueron de lo más estimulantes para escribir, a su regreso a Madrid, una novela ambientada allí que tituló Todas las almas. Cuando el libro se publicó en 1989 produjo, en España y Oxford, un efecto que parecía una coda perfecta a su trama: en España fue considerado un divertimento anglófilo –y en cierto sentido borgeano– de su autor, quien poco antes había dado a conocer una antología llamada Cuentos únicos, donde rescataba del olvido los singulares chispazos de genialidad narrativa de un puñado de escritores cuya obra restante merecía el limbo del anonimato. Así como muchos pensaron que Marías había fraguado esos cuentos y las biografías de esos autores, descreían que la fauna que poblaba Todas las almas (en particular su enigma central, un escritor llamado John Gawsworth, que terminó sus días como un mendigo por las calles de Londres, aunque la Corona Británica lo reconocía como legítimo rey de la Isla de Redonda) hubiese existido en alguna realidad que no fuese la febril y anglófila imaginación de Marías.
En Oxford, en cambio, corrió pronto el rumor –parejo a la circulación de mano en mano de unos pocos ejemplares de la edición española– de que “aquel joven profesor español, ¿recuerda?” había escrito un roman a clef, con todos ellos como personajes. Curiosamente, no fue el enigma Gawsworth el que alimentó el “realismo en clave” de la novela sino esa combinación de excentricidad y discreción paradigmática de los ingleses, que vuelve verosímil casi toda rareza, por descabellada que parezca (por ejemplo, que un apacible experto en lenguas eslavas sea, para los servicios de inteligencia, el “filtro” definitorio para evaluar si los rusos que pedían asilo político en Inglaterra eran auténticos perseguidos o espías). Lo cierto es que los ilustres profesores devoraban el libro buscándose a sí mismos en los personajes, y se dio más de un caso de pomposos catedráticos comentando con orgullo a propios y extraños que ahora no sólo existían en la vida real sino que también “habitaban una novela continental” (para estupor de Marías, que apenas conocía de oídas a algunos de ellos).
Todo esto no hubiera pasado de anécdota borgeana si, ocho años después, Marías no hubiera recibido el ofrecimiento –más kiplinguiano que borgeano, en todo sentido, incluyendo el de la contundencia real– de convertirse en el cuarto rey de la dinastía de Redonda, con el nombre Xavier I. Ahora bien, ¿qué es exactamente el Reino de Redonda y qué diantres supone ser su monarca?

LA ISLA DE GUANO
Si se busca en una carta de navegación del Mar Caribe las coordenadas 16º 56’ latitud norte y 62º 21’ longitud este, en el escueto espacio entre las islas de Montserrat y Antigua, tendremos ante nuestros ojos un atolón de tres kilómetros cuadrados, sólo habitado por alcatraces, gaviotas, lagartos y ratas, aunque se trate del territorio que incluye el mayor número de ilustres por metro cuadrado del planeta. Descubierta y bautizada por Colón en su segundo viaje (aunque el Almirante no quiso perder tiempo haciendo tierra en ella), su único atractivo hasta el siglo XVIII fue el de servir de guarida temporal a contrabandistas y corsarios. Unos cuantos años después, cuando se descubrió que el guano que depositaban alegremente en sus peñascos las gaviotas y alcatraces habían generado valiosas reservas de fosfato de alúmina, los británicos les ganaron de mano a los norteamericanos y la anexaron a la Corona, junto a las otras Islas de Sotavento. Aun así, siguió despertando un interéscomercial y demográfico más bien escaso, a tal punto que, en 1880, un banquero de la vecina isla de Montserrat compró el peñasco para celebrar los quince años de su único hijo varón (vale aclarar, para que se aprecie el gesto en su justa proporción, que antes del primogénito el banquero había visto nacer con creciente desazón nueve hijas mujeres). En una ceremonia naval celebrada por el obispo de Antigua, el joven Mathew Phipps Shiel (alias Felipe I, así en español) fue coronado Rey de Redonda. Poco después, el flamante monarca partió a Londres, donde los desvelos por lograr que la Oficina Colonial Británica le devolviera la isla coexistieron con sus inclinaciones literarias, a tal punto que comenzó a nombrar duques (de su reino, por supuesto) para que lo ayudaran en la batalla.
Pere Gimferrer define la obra literaria de M.P. Shiel como una frontera difusa entre Rider Haggard (el autor de Tarzán) y Lovecraft, condimentada con una intensa afinidad hacia el Gordon Pym de Poe. Y recuerda la rareza de que cuatro libros diferentes de Shiel se pusieron a la venta el mismo día en Estados Unidos (despertando de Dashiel Hammett un comentario tan escueto como expresivo: “Shiel es simplemente un mago”). Lawrence Durrell, por su parte, recuerda un período en que el monarca en el exilio vivía “a base de frutos secos en un árbol cerca de Orsham” donde las visitas podían trepar o permanecer a la sombra de las ramas para charlar con él. Si bien los múltiples duques de Redonda (Arthur Machen, Rebecca West, H.G. Wells, Dylan Thomas, Henry Miller, el mencionado Durrell, Eden Phillpotts, P.G. Wodehouse, Dorothy Sayers y el editor Victor Gollancz, entre muchos otros) poco aportaron a la batalla legal por la devolución de Redonda, Shiel logró finalmente el derecho oficial a la utilización del título y a nombrar nobles del reino, con la salvedad de que ese protocolo “carece de contenido contra el poder colonial, así como el reinado carece de sustancia”. Por entonces, el excéntrico monarca había conocido a un fervoroso y joven discípulo llamado John Gawsworth, que lo estimuló a reformular el sentido de su reino y apuntar a la creación de un linaje intelectual. Como primera y última medida de su “nuevo” reinado, Shiel decidió que la sucesión monárquica no dependiera de la sangre sino de la letra, de la literatura en lugar del parentesco. Con un pequeño y encantador detalle que hace honor al lema del reino, Ride si sapis (“Ríe si puedes”): su sucesor heredaría, junto con el reino de Redonda, los derechos de autor de sus libros, para que así se dignificara el título y la tarea.

MI REINO POR MIL GUINEAS
John Gawsworth se llamaba en realidad Terence Ian Fytton Armstrong, había nacido en 1912 y eligió ese alias literario en honor a la morada de sus antepasados, el Gawsworth Old Hall de Chesire donde se dice que habitó Mary Fitton, la “dama oscura” de los sonetos de Shakespeare. En opinión de muchos, tenía legítimo derecho, incluso literario, a ese nom de plume: frecuentó precozmente a Yeats y Thomas Hardy, a Walter De la Mare y Wyndham Lewis, a Edith Sitwell y T.E. Lawrence (sí, Lawrence de Arabia), en 1938 se convirtió en el miembro más joven de la Royal Society of Literature y era un romántico que parecía buscar una muerte prematura “por alcohol o daga”. Sin embargo, sus características literarias más celebradas eran un ojo verdaderamente clínico para detectar incunables en las librerías de saldo (que le permitía, según recuerda Durrell, “peinar” con treinta chelines todos los puestos de Charing Cross Road y volver, media hora después, del Departamento de Libros Raros de Foyle con billetes suficientes para sobrevivir una semana) y una capacidad sin límites para ayudar o rescatar del olvido a colegas en apuros (sus “cruzadas literarias” abarcaban desde antologías y reediciones anotadas de autores ignotos hasta pedidos perentorios a la Sociedad de Literatura de pensiones para escritoresenfermos o en dificultades económicas). Así se ganaba o malgastaba su vida Gawsworth: una y otra tarea funcionaban como perfecta coartada o insalvable obstáculo –depende desde dónde se lo mire– para tener un empleo fijo y también para producir su propia obra, que se reduce a un par de plaquetas de poemas. Durante la Segunda Guerra fue piloto de la RAF (“apenas lo veíamos, lo movían de aquí para allá como un peón”, recuerda Durrell), y luego sobrevino una racha de mala salud y mala suerte, a tal punto que el autor del Cuarteto de Alejandría recuerda así su último encuentro con él, cuando Gawsworth ya era rey de Redonda (Shiel había muerto en 1947): “Lo vi caminando por Shaftesbury Avenue empujando un enorme cochecito victoriano y pensé que también él se había encadenado con niños. Pero al acercarme vi que el cochecito contenía sólo botellas vacías de cerveza que iba a canjear por unos chelines”.
El reino mercurial de Gawsworth (autobautizado Juan I de Redonda) duró hasta su muerte en 1970. Instaló su corte en sucesivas tabernas y bares entre el Soho y Fitzrovia (su cuartel preferido fue el pub Alma, en el 175 de Westbourne Grove), desde donde prodigó títulos a diestra y siniestra en reconocimiento a los más diversos servicios prestados al Reino de Redonda y su soberano: no sólo a figuras de la farándula como Dirk Bogarde, Vincent Price y Diana Dors sino a todo arribista interesado en obtener un título nobiliario por un puñado de libras. Incluso publicó un aviso en el Times poniendo su reino en venta por mil guineas, pero la catarata de respuestas que suscitó le hizo sentir que estaba “vulgarizando algo demasiado noble” y retiró la oferta. A principios de 1970, después que la BBC le dedicara un documental (donde la cámara lo seguía, de pub en pub y a lo largo de toda una jornada, en un itinerario que le permitía reunirse con sus amigos de las más diversas épocas, hasta anunciar, borracho perdido, que tampoco esa noche tenía dónde dormir) se juntó con mil cuatrocientas libras que procedió a gastar en una fiesta en el Alma que duró varios días seguida de una escapada a Florencia, donde se enamoró y terminó en el hospital por una úlcera perforada. Poco después murió en el Hospital de Brompton. Tenía 58 años; parecía de 80.

REDONDA VUELVE A ESPAÑA
El sucesor de Gawsworth fue su correctísimo albacea testamentario, Jon Wynne-Tyson. Impecable editor, y ocasional escritor (publicó una novela titulada So Say Banana Bird), la tarea de Wynne-Tyson (Juan II) consistió en poner en orden los considerables entuertos generados por su etílico antecesor (definiendo, por ejemplo, qué títulos eran válidos y cuáles eran espúreos) e imprimirle a Redonda un bajo perfil que parecía anticipar su lenta disolución en el tiempo. Sin embargo, el efecto combinado de una serie de acosos de varios pretendientes al trono más la aparición de la edición inglesa de Todas las almas sugirieron a Juan II una alternativa providencial para reflotar el reino en todo su esplendor, o al menos para liberarse de una tarea para la que evidentemente él no había nacido. Luego de una consulta muy confidencial, que le permitió comprobar que Marías seguía tan interesado en Gawsworth (y, por extensión, en el Reino de Redonda) como evidenciaba en el libro, y que no vería con malos ojos el inesperado honor de suceder a Shiel y Gawsworth en el trono de Redonda, Wynne-Tyson aceptó más que gustoso la única condición impuesta por el delfín para aceptar el cetro (que la noticia no se diera a conocer al menos por un año) y abdicó en favor de Xavier I. Quizás incidió también un detalle aparentemente menor para los comunes mortales: que Marías escribe, hasta el día de hoy, no en computadora sino en máquina de escribir.
Han pasado cinco años desde aquel episodio, cuatro desde que Marías lo hizo público en su novela Negra espalda del tiempo (generando, una vez más, el alzamiento de cejas de la crítica, que creían ver en esta jugada otra travesura anglófila del compilador del autor de Vidas escritas) yapenas un año desde que las actividades del Reino de Redonda comenzaron a tener una vitalidad absolutamente inmoderada. El nuevo monarca ha otorgado más de veinte nuevos ducados (mencionaremos aquí sólo algunos: Pedro Almodóvar, Duque de Trémula; António Lobo Antunes, Duque de Cocodrilos; John Ashbery, Duque de Convexo; Pierre Bourdieu, Duque de Desarraigo; William Boyd, Duque de Brazzaville; A.S. Byatt, Duquesa de Morpho Eugenia; Guillermo Cabrera Infante, Duque de Tigres; Francis Ford Coppola, Duque de Megalópolis; Frank Gehry, Duque de Nervión; Eduardo Mendoza, Duque de Isla Larga; Arturo Pérez Reverte, Duque de Corso; Fernando Savater, Duque de Caronte; W.G. Sebald, Duque de Vértigo; y Juan Villoro, Duque de Nochevieja). Además, desde enero del 2001 existe un pequeño pero pujante sello editorial cuyo propósito es dar a conocer no sólo la obra de los anteriores soberanos sino de otros autores afines, a la manera de las “cruzadas literarias” de Gawsworth (hasta ahora han aparecido cuatro títulos: La mujer de Huguenin de Shiel, Ehrengard de Isak Dinesen, Bruma y La morada maligna de Richmal Crompton, y se anuncian El enterramiento en urnas de sir Thomas Browne y El peligro amarillo de Shiel).
También se ha creado un premio literario anual, cuya mecánica es la siguiente: cada uno de los duques del reino propone tres candidatos, y la única condición es que las obras candidateadas puedan leerse en los dos idiomas del Reino, inglés y castellano. Los ganadores obtienen automáticamente un ducado, además de una recompensa de 6 mil euros (el del 2001 fue el sudafricano J.M. Coetzee; este año le tocó al historiador británico John H. Elliott). Y hay más: Frank Gehry, Duque de Nervión y responsable del Guggenheim de Bilbao, ha diseñado el Palacio de Redonda; el español Javier Mariscal, Vizconde de Ney y responsable de la imagen de los Juegos Olímpicos de Barcelona, se ha encargado de la bandera; el italiano Alessandro Mendini, Vizconde de Alquimia y artífice de los relojes Swatch, diseñó la moneda oficial; el israelí Ron Arad ha pensado el trono a partir de su modelo de sofá Big Easy y está en proceso de diseño (a cargo de Marc Newson) un modelo de bicicleta que será el transporte oficial del Reino.
Teniendo en cuenta que los fondos del Reino de Redonda se reducen a los derechos de autor de sus anteriores soberanos (heredados, junto con el cetro, por el nuevo rey) y que la obra de Shiel y Gawsworth no sólo no se tradujo nunca a ningún idioma sino que incluso en inglés hace al menos veinte años que no se reedita, la tarea de Marías es doblemente encomiable. Sin embargo, el ímpetu del nuevo monarca ha despertado inesperadas reacciones adversas: desde falsos nobles del reino que se acusan unos a otros en Internet y se quejan amargamente de que la corona haya vuelto “a ese maldito español, con lo que nos costó echarlos de allí”, hasta una acusación más rastrera que obligó al abdicante Wynne-Tyson a aclarar en la revista española Qué Leer que eran una infamia los dichos acerca de que Marías habría comprado su título de monarca de Redonda a través de Sotheby’s. El litigante más conspicuo al reinado de Xavier I y responsable en las sombras de tal libelo es un tal Robert Williamson, personaje “muy desagradable” según Wynne-Tyson, que no sólo “carece de la imaginación para comprender la naturaleza fantástica de la leyenda de Redonda” sino que “su interés se debe únicamente a las ganancias que espera obtener explotando la historia con los crédulos turistas de visita en Antigua, vendiendo souvenirs y visitas guiadas a bordo de su barco”.
En el final de Negra espalda del tiempo, Marías anunciaba que ese volumen era sólo la primera parte del libro que relataría en su totalidad el intrincado y pintoresco itinerario que lo llevó a convertirse en rey de Redonda. Han pasado desde entonces (mayo de 1998) cuatro años exactos, pero aún no hay señales de la anunciada continuación. Es de esperar que el título de rey de Redonda no incluya entre sus secretas atribuciones elcontagio de ese raro síntoma que, a falta de nombre científico, llamaremos Mal de Gawsworth, que parece obligar a sus víctimas a dedicar sus mayores desvelos a la difusión de obra ajena, la ingesta inmoderada de alcohol y la errancia nocturna sin rumbo. Me dicen amigos españoles que Marías sigue habitando su departamento madrileño, que se ve luz en sus ventanas hasta altas horas de la noche y que incluso se alcanza a oír desde la calle el repiqueteo más bien anacrónico de una máquina de escribir. Es una noticia reconfortante y una buena razón para desear larga vida a Xavier I y al Reino de Redonda.

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