EXCENTRICIDADES
¿Cómo fue que un islote desierto del Caribe se convirtió en el territorio con más ciudadanos ilustres por kilómetro cuadrado en todo el planeta, desde Dylan Thomas y Dirk Bogarde hasta Francis Ford Coppola y Frank Gehry? Conozca la increíble historia del Reino de Redonda, y la suma de intrincadas peripecias y casualidades que llevaron al escritor español Javier Marías a convertirse en su actual soberano.
› Por Juan Forn
LA
ISLA DE GUANO
Si se
busca en una carta de navegación del Mar Caribe las coordenadas 16º
56’ latitud norte y 62º 21’ longitud este, en el escueto espacio
entre las islas de Montserrat y Antigua, tendremos ante nuestros ojos un atolón
de tres kilómetros cuadrados, sólo habitado por alcatraces, gaviotas,
lagartos y ratas, aunque se trate del territorio que incluye el mayor número
de ilustres por metro cuadrado del planeta. Descubierta y bautizada por Colón
en su segundo viaje (aunque el Almirante no quiso perder tiempo haciendo tierra
en ella), su único atractivo hasta el siglo XVIII fue el de servir de
guarida temporal a contrabandistas y corsarios. Unos cuantos años después,
cuando se descubrió que el guano que depositaban alegremente en sus peñascos
las gaviotas y alcatraces habían generado valiosas reservas de fosfato
de alúmina, los británicos les ganaron de mano a los norteamericanos
y la anexaron a la Corona, junto a las otras Islas de Sotavento. Aun así,
siguió despertando un interéscomercial y demográfico más
bien escaso, a tal punto que, en 1880, un banquero de la vecina isla de Montserrat
compró el peñasco para celebrar los quince años de su único
hijo varón (vale aclarar, para que se aprecie el gesto en su justa proporción,
que antes del primogénito el banquero había visto nacer con creciente
desazón nueve hijas mujeres). En una ceremonia naval celebrada por el
obispo de Antigua, el joven Mathew Phipps Shiel (alias Felipe I, así
en español) fue coronado Rey de Redonda. Poco después, el flamante
monarca partió a Londres, donde los desvelos por lograr que la Oficina
Colonial Británica le devolviera la isla coexistieron con sus inclinaciones
literarias, a tal punto que comenzó a nombrar duques (de su reino, por
supuesto) para que lo ayudaran en la batalla.
Pere Gimferrer define la obra literaria de M.P. Shiel como una frontera difusa
entre Rider Haggard (el autor de Tarzán) y Lovecraft, condimentada con
una intensa afinidad hacia el Gordon Pym de Poe. Y recuerda la rareza de que
cuatro libros diferentes de Shiel se pusieron a la venta el mismo día
en Estados Unidos (despertando de Dashiel Hammett un comentario tan escueto
como expresivo: “Shiel es simplemente un mago”). Lawrence Durrell,
por su parte, recuerda un período en que el monarca en el exilio vivía
“a base de frutos secos en un árbol cerca de Orsham” donde
las visitas podían trepar o permanecer a la sombra de las ramas para
charlar con él. Si bien los múltiples duques de Redonda (Arthur
Machen, Rebecca West, H.G. Wells, Dylan Thomas, Henry Miller, el mencionado
Durrell, Eden Phillpotts, P.G. Wodehouse, Dorothy Sayers y el editor Victor
Gollancz, entre muchos otros) poco aportaron a la batalla legal por la devolución
de Redonda, Shiel logró finalmente el derecho oficial a la utilización
del título y a nombrar nobles del reino, con la salvedad de que ese protocolo
“carece de contenido contra el poder colonial, así como el reinado
carece de sustancia”. Por entonces, el excéntrico monarca había
conocido a un fervoroso y joven discípulo llamado John Gawsworth, que
lo estimuló a reformular el sentido de su reino y apuntar a la creación
de un linaje intelectual. Como primera y última medida de su “nuevo”
reinado, Shiel decidió que la sucesión monárquica no dependiera
de la sangre sino de la letra, de la literatura en lugar del parentesco. Con
un pequeño y encantador detalle que hace honor al lema del reino, Ride
si sapis (“Ríe si puedes”): su sucesor heredaría, junto
con el reino de Redonda, los derechos de autor de sus libros, para que así
se dignificara el título y la tarea.
MI
REINO POR MIL GUINEAS
John
Gawsworth se llamaba en realidad Terence Ian Fytton Armstrong, había
nacido en 1912 y eligió ese alias literario en honor a la morada de sus
antepasados, el Gawsworth Old Hall de Chesire donde se dice que habitó
Mary Fitton, la “dama oscura” de los sonetos de Shakespeare. En opinión
de muchos, tenía legítimo derecho, incluso literario, a ese nom
de plume: frecuentó precozmente a Yeats y Thomas Hardy, a Walter De la
Mare y Wyndham Lewis, a Edith Sitwell y T.E. Lawrence (sí, Lawrence de
Arabia), en 1938 se convirtió en el miembro más joven de la Royal
Society of Literature y era un romántico que parecía buscar una
muerte prematura “por alcohol o daga”. Sin embargo, sus características
literarias más celebradas eran un ojo verdaderamente clínico para
detectar incunables en las librerías de saldo (que le permitía,
según recuerda Durrell, “peinar” con treinta chelines todos
los puestos de Charing Cross Road y volver, media hora después, del Departamento
de Libros Raros de Foyle con billetes suficientes para sobrevivir una semana)
y una capacidad sin límites para ayudar o rescatar del olvido a colegas
en apuros (sus “cruzadas literarias” abarcaban desde antologías
y reediciones anotadas de autores ignotos hasta pedidos perentorios a la Sociedad
de Literatura de pensiones para escritoresenfermos o en dificultades económicas).
Así se ganaba o malgastaba su vida Gawsworth: una y otra tarea funcionaban
como perfecta coartada o insalvable obstáculo –depende desde dónde
se lo mire– para tener un empleo fijo y también para producir su
propia obra, que se reduce a un par de plaquetas de poemas. Durante la Segunda
Guerra fue piloto de la RAF (“apenas lo veíamos, lo movían
de aquí para allá como un peón”, recuerda Durrell),
y luego sobrevino una racha de mala salud y mala suerte, a tal punto que el
autor del Cuarteto de Alejandría recuerda así su último
encuentro con él, cuando Gawsworth ya era rey de Redonda (Shiel había
muerto en 1947): “Lo vi caminando por Shaftesbury Avenue empujando un enorme
cochecito victoriano y pensé que también él se había
encadenado con niños. Pero al acercarme vi que el cochecito contenía
sólo botellas vacías de cerveza que iba a canjear por unos chelines”.
El reino mercurial de Gawsworth (autobautizado Juan I de Redonda) duró
hasta su muerte en 1970. Instaló su corte en sucesivas tabernas y bares
entre el Soho y Fitzrovia (su cuartel preferido fue el pub Alma, en el 175 de
Westbourne Grove), desde donde prodigó títulos a diestra y siniestra
en reconocimiento a los más diversos servicios prestados al Reino de
Redonda y su soberano: no sólo a figuras de la farándula como
Dirk Bogarde, Vincent Price y Diana Dors sino a todo arribista interesado en
obtener un título nobiliario por un puñado de libras. Incluso
publicó un aviso en el Times poniendo su reino en venta por mil guineas,
pero la catarata de respuestas que suscitó le hizo sentir que estaba
“vulgarizando algo demasiado noble” y retiró la oferta. A principios
de 1970, después que la BBC le dedicara un documental (donde la cámara
lo seguía, de pub en pub y a lo largo de toda una jornada, en un itinerario
que le permitía reunirse con sus amigos de las más diversas épocas,
hasta anunciar, borracho perdido, que tampoco esa noche tenía dónde
dormir) se juntó con mil cuatrocientas libras que procedió a gastar
en una fiesta en el Alma que duró varios días seguida de una escapada
a Florencia, donde se enamoró y terminó en el hospital por una
úlcera perforada. Poco después murió en el Hospital de
Brompton. Tenía 58 años; parecía de 80.
REDONDA
VUELVE A ESPAÑA
El sucesor
de Gawsworth fue su correctísimo albacea testamentario, Jon Wynne-Tyson.
Impecable editor, y ocasional escritor (publicó una novela titulada So
Say Banana Bird), la tarea de Wynne-Tyson (Juan II) consistió en poner
en orden los considerables entuertos generados por su etílico antecesor
(definiendo, por ejemplo, qué títulos eran válidos y cuáles
eran espúreos) e imprimirle a Redonda un bajo perfil que parecía
anticipar su lenta disolución en el tiempo. Sin embargo, el efecto combinado
de una serie de acosos de varios pretendientes al trono más la aparición
de la edición inglesa de Todas las almas sugirieron a Juan II una alternativa
providencial para reflotar el reino en todo su esplendor, o al menos para liberarse
de una tarea para la que evidentemente él no había nacido. Luego
de una consulta muy confidencial, que le permitió comprobar que Marías
seguía tan interesado en Gawsworth (y, por extensión, en el Reino
de Redonda) como evidenciaba en el libro, y que no vería con malos ojos
el inesperado honor de suceder a Shiel y Gawsworth en el trono de Redonda, Wynne-Tyson
aceptó más que gustoso la única condición impuesta
por el delfín para aceptar el cetro (que la noticia no se diera a conocer
al menos por un año) y abdicó en favor de Xavier I. Quizás
incidió también un detalle aparentemente menor para los comunes
mortales: que Marías escribe, hasta el día de hoy, no en computadora
sino en máquina de escribir.
Han pasado cinco años desde aquel episodio, cuatro desde que Marías
lo hizo público en su novela Negra espalda del tiempo (generando, una
vez más, el alzamiento de cejas de la crítica, que creían
ver en esta jugada otra travesura anglófila del compilador del autor
de Vidas escritas) yapenas un año desde que las actividades del Reino
de Redonda comenzaron a tener una vitalidad absolutamente inmoderada. El nuevo
monarca ha otorgado más de veinte nuevos ducados (mencionaremos aquí
sólo algunos: Pedro Almodóvar, Duque de Trémula; António
Lobo Antunes, Duque de Cocodrilos; John Ashbery, Duque de Convexo; Pierre Bourdieu,
Duque de Desarraigo; William Boyd, Duque de Brazzaville; A.S. Byatt, Duquesa
de Morpho Eugenia; Guillermo Cabrera Infante, Duque de Tigres; Francis Ford
Coppola, Duque de Megalópolis; Frank Gehry, Duque de Nervión;
Eduardo Mendoza, Duque de Isla Larga; Arturo Pérez Reverte, Duque de
Corso; Fernando Savater, Duque de Caronte; W.G. Sebald, Duque de Vértigo;
y Juan Villoro, Duque de Nochevieja). Además, desde enero del 2001 existe
un pequeño pero pujante sello editorial cuyo propósito es dar
a conocer no sólo la obra de los anteriores soberanos sino de otros autores
afines, a la manera de las “cruzadas literarias” de Gawsworth (hasta
ahora han aparecido cuatro títulos: La mujer de Huguenin de Shiel, Ehrengard
de Isak Dinesen, Bruma y La morada maligna de Richmal Crompton, y se anuncian
El enterramiento en urnas de sir Thomas Browne y El peligro amarillo de Shiel).
También se ha creado un premio literario anual, cuya mecánica
es la siguiente: cada uno de los duques del reino propone tres candidatos, y
la única condición es que las obras candidateadas puedan leerse
en los dos idiomas del Reino, inglés y castellano. Los ganadores obtienen
automáticamente un ducado, además de una recompensa de 6 mil euros
(el del 2001 fue el sudafricano J.M. Coetzee; este año le tocó
al historiador británico John H. Elliott). Y hay más: Frank Gehry,
Duque de Nervión y responsable del Guggenheim de Bilbao, ha diseñado
el Palacio de Redonda; el español Javier Mariscal, Vizconde de Ney y
responsable de la imagen de los Juegos Olímpicos de Barcelona, se ha
encargado de la bandera; el italiano Alessandro Mendini, Vizconde de Alquimia
y artífice de los relojes Swatch, diseñó la moneda oficial;
el israelí Ron Arad ha pensado el trono a partir de su modelo de sofá
Big Easy y está en proceso de diseño (a cargo de Marc Newson)
un modelo de bicicleta que será el transporte oficial del Reino.
Teniendo en cuenta que los fondos del Reino de Redonda se reducen a los derechos
de autor de sus anteriores soberanos (heredados, junto con el cetro, por el
nuevo rey) y que la obra de Shiel y Gawsworth no sólo no se tradujo nunca
a ningún idioma sino que incluso en inglés hace al menos veinte
años que no se reedita, la tarea de Marías es doblemente encomiable.
Sin embargo, el ímpetu del nuevo monarca ha despertado inesperadas reacciones
adversas: desde falsos nobles del reino que se acusan unos a otros en Internet
y se quejan amargamente de que la corona haya vuelto “a ese maldito español,
con lo que nos costó echarlos de allí”, hasta una acusación
más rastrera que obligó al abdicante Wynne-Tyson a aclarar en
la revista española Qué Leer que eran una infamia los dichos acerca
de que Marías habría comprado su título de monarca de Redonda
a través de Sotheby’s. El litigante más conspicuo al reinado
de Xavier I y responsable en las sombras de tal libelo es un tal Robert Williamson,
personaje “muy desagradable” según Wynne-Tyson, que no sólo
“carece de la imaginación para comprender la naturaleza fantástica
de la leyenda de Redonda” sino que “su interés se debe únicamente
a las ganancias que espera obtener explotando la historia con los crédulos
turistas de visita en Antigua, vendiendo souvenirs y visitas guiadas a bordo
de su barco”.
En el final de Negra espalda del tiempo, Marías anunciaba que ese volumen
era sólo la primera parte del libro que relataría en su totalidad
el intrincado y pintoresco itinerario que lo llevó a convertirse en rey
de Redonda. Han pasado desde entonces (mayo de 1998) cuatro años exactos,
pero aún no hay señales de la anunciada continuación. Es
de esperar que el título de rey de Redonda no incluya entre sus secretas
atribuciones elcontagio de ese raro síntoma que, a falta de nombre científico,
llamaremos Mal de Gawsworth, que parece obligar a sus víctimas a dedicar
sus mayores desvelos a la difusión de obra ajena, la ingesta inmoderada
de alcohol y la errancia nocturna sin rumbo. Me dicen amigos españoles
que Marías sigue habitando su departamento madrileño, que se ve
luz en sus ventanas hasta altas horas de la noche y que incluso se alcanza a
oír desde la calle el repiqueteo más bien anacrónico de
una máquina de escribir. Es una noticia reconfortante y una buena razón
para desear larga vida a Xavier I y al Reino de Redonda.
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