Dom 20.02.2005
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MúSICA > EL SONIDO DIVINO DE LA VIUDA DE JOHN COLTRANE

La eternidad en una hora

Después de la muerte de su esposo, el saxofonista John Coltrane (en cuyo cuarteto tocaba el piano), Alice Coltrane grabó, en apenas cinco años, siete discos que la convirtieron en una figura única dentro del jazz. Por un lado, es capaz de combinar los spirituals con aires stravinskianos, el arpa con órganos eléctricos y orquestas con religiones. Por el otro, posee una sensibilidad capaz de alcanzar esa forma de perfección particular que roza lo universal. Cuarenta años después de aquellos discos, Translinear Light (milagrosamente editado en la Argentina) demuestra que sus cualidades siguen casi intactas.

Por Norberto Cambiasso

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“Debes acentuar la libertad de la música para poder extenderte y ser universal”, solía aconsejarle John Coltrane a su segunda esposa, Alice. Precisamente eso ha venido haciendo la esposa en cuestión desde aquel, su primer disco de título recatado –A Monastic Trio (1968)– que la crítica de entonces asumió como sentido homenaje al marido recientemente fallecido.

Bastaron siete discos extraordinarios en tan sólo cinco años para que el mundo descubriera con asombro que Alice Coltrane, lejos de ser una extensión devaluada del genio de John, poseía personalidad y talento propios. Y si bien compartía con el saxofonista la búsqueda espiritual que éste haría explícita en un álbum como A Love Supreme (1965), lo suyo fue siempre más calmo, menos precipitado que el fraseo acelerado de su esposo.

Acentuar la libertad de la música. Extender el registro de un instrumento, añadirle octavas, tocarlo en su totalidad, trabajar con armónicos, explorar semitonos, perseguir nuevas coloraturas y timbres, variar el modo de ataque. Pero ni las condiciones técnicas ni el gusto por la experimentación alcanzan para explicar el exquisito placer que se desprende de la fragilidad de su arpa, de esos arpegios en forma de cascada que constituyen el sello distintivo de su piano, de las discretas tensiones armónicas de su órgano Wurlitzer.

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El secreto de su magia radica en otra parte. Su música nos concede pequeños atisbos de lo sublime, de esa armonía del cosmos cuya prosecución constituye su empeño más constante. Una cierta sensibilidad difícil de expresar en palabras. La ambigüedad rítmica y armónica que recorre su obra encarna nuestra condición de seres contingentes y promueve, a su vez, la búsqueda de cierta trascendencia, como si en la perfección de lo particular se ocultase la figura de lo universal.

No es preciso compartir las preocupaciones religiosas de Alice para admirar la elegancia con que su estilo –de ejecución, de composición y de improvisación– sabe convocar esa incompletud básica que nos caracteriza como especie. Y para apreciar el sortilegio de su superación. “Extiéndete que me alcanzarás”, fue la forma en que una época intentó traducir el consejo de John. Y Alice fue una hija pródiga y un prodigio de esa época.

Su exploración incansable se tradujo en revelaciones parciales que excedían sus ambiciones cósmicas porque transmitían la marca indeleble de su personalidad. Contagiaba posibilidades que eran demasiado humanas, elecciones existenciales que señalaban el ámbito de nuestra propia libertad.

No era Dios quien nos regalaba una improvisación de arpa sobre la base de un drone de tamboura –un instrumento hindú de cuatro cuerdas que produce un sonido sostenido– en Journey in Satchidananda (1971), ni quien hacía sonar un órgano feroz como si fuese un oboe en lugar de un teclado en Universal Consciousness (1972), ni quien intercalaba la rendición sentida de “A Love Supreme” con referencias a la religión Yoruba y a la teología hindú en World Galaxy (1972), ni quien mezclaba spirituals negros con arreglos orquestales para cuerda de aire stravinskiano en Lord of Lords (1972). ¿O tal vez sí?

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Dejemos la respuesta a esos espíritus refinados que se ocupan de cuestiones metafísicas y detengámonos en el aspecto más terrenal de su biografía. Alice Coltrane nació McLeod un 27 de agosto de 1937 en Detroit. De su madre heredó la costumbre de tocar el piano y la fascinación por el gospel. Comenzó a frecuentar ambas aficiones a la edad temprana de siete años. Fue su hermano, bajista profesional, quien la sumergió en las agitadas aguas del jazz. Su maestría con el arpa, en un territorio porentonces más bien machista, reconoce el único antecedente de Dorothy Ashby.

A comienzos de los ‘60 participó de la banda de Terry Gibbs, pero debe haber tenido su primera revelación el 18 de julio de 1963, fecha de su primer encuentro con John Coltrane. Se casaron en 1965 y poco después reemplazaba al pianista McCoy Tyner en el cuarteto de su esposo. John falleció exactamente cuatro años después de ese encuentro, un 17 de julio de 1967. Hubo tiempo para el nacimiento de tres hijos y para un aprendizaje que transformaría por completo la vida de Alice.

Durante los ‘70 abrazó la religión hindú y halló una segunda guía espiritual en el swami Satchidananda que titula uno de sus mejores discos. Después de la genialidad febril de las siete placas que grabara para el sello Impulse!, su inspiración cedió un poco. A esta circunstancia, que transformó la excelencia de antaño en lo muy bueno de ahora, no fueron ajenos su pasaje al sello Warner, la ausencia de dos de sus colaboradores más brillantes –el saxofonista Pharoah Sanders y el baterista Rashied Ali– y la fundación en 1975 del Centro Vedanta en California, que tiñó sus discos de un aspecto devocional excluyente.

Se retiró de la escena al concluir la década, dedicándose a sus actividades espirituales, hasta que en 1998 reapareció públicamente con un par de conciertos en Nueva York.

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La aparición de Translinear Light el año pasado fue tan repentina como su edición en nuestro país. Una reencarnación que la encuentra en compañía de sus hijos Ravi y Oran y de antiguos colaboradores de la talla de Jack DeJohnette y Charlie Haden. Son 24 años que no han limado del todo las beneficiosas asperezas de su música ni la han desviado de sus sempiternas obsesiones. Se extraña el arpa que el panteón del jazz asocia de manera definitiva a su nombre. Pero se luce en un órgano Wurlitzer capaz de improvisar sobre un motivo hindú, actualizar un spiritual o destacar los aspectos ominosos del sonido de John con su versión de “Leo”. Los sintetizadores detentan una cualidad elegíaca. Y su estilo de piano parece haberse asentado un poco, a mitad de camino entre la balada y ciertas resonancias rítmicas. Se trata en definitiva de un disco de contrastes, de una indeterminación relativa que parece indicar tanto un comienzo renovado como la clausura de un tiempo cronológicamente cercano, aunque ineluctablemente pretérito.

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