FOTOGRAFíA > LA VELOCIDAD Y LA AVIDEZ DE LA CIUDAD DESBARATADAS
Una cosa es fotografiar la ciudad. Otra mucho más difícil es capturar eso que se experimenta sumergido en ella. Elisa Strada lo consiguió.
› Por María Gainza
Para Le Corbusier, una ciudad construida sobre la idea de la velocidad era una ciudad construida para el éxito. Casi un siglo después, ciudades de ese tipo no existen. Calles hinchadas como esponjas por la multitud, controles de seguridad desvencijados, microcentros abandonados a la buena de Dios, semáforos desincronizados, estacionamientos repletos, nudo sobre nudo de tránsito, bamboleantes colectivos de paradas bruscas y las cosas cada vez más engorrosamente lentas. ¿No es acaso la vitalidad de las ciudades, la excitación que ellas producen, una ilusión? ¿Es la euforia que ellas provocan realmente distinta de la que sentimos al entrar a la sala de los dinosaurios en el Museo de Ciencias Naturales? Obsesionada por reformular la experiencia diaria en una ciudad, Elisa Strada sale a la calle para intentar atrapar algo de esa aparente velocidad de las cosas.
Primero fueron unas imágenes cinéticas construidas en computadora, delicadas abstracciones que marean como una calesita, más tarde comenzaron a surgir los fantasmas de una ciudad mental: aprisionados en cajas de luz, los esqueletos de edificios flamean desvelados. Hasta que Strada reconoció que esas mismas huellas espectrales que estaba creando artificialmente también podían encontrarse dispersas por el palier de su casa. La realidad superaba la ficción. Ahí tomó la cámara y, como una suerte de cazafantasmas, registró lo que su ojo hasta ese entonces no había alcanzado a ver.
De su cabeza a la puerta de su casa y de ahí a la gran ciudad. Strada comenzó a viajar en colectivo durante la noche y, con la carita asomando por el cuadrado rígido de la ventana, ametralló con su cámara digital a la ciudad dormida: a las persianas bajas, cerradas como los párpados de un robot, a los kioscos que como puestos de flores chorrean revistas de colores sobre la vereda, a las sendas peatonales resecas, de rayas presas por el asfalto como cebras tras las rejas. Con esa actitud casi pornográfica que tiene la fotografía de apropiación, de violación de la superficie, Strada acumuló ráfagas de la ciudad, correntadas eléctricas que más tarde intervino en la computadora. Y las imágenes, que finalmente terminaron adoptando un formato panorámico similar al recorrido de un ojo que escanea la góndola de un supermercado, se volvieron extrañas, con objetos tridimensionales que revientan de golpe y luces que sacan chispas como la navaja de acero sobre la piedra del afilador. Lo que logró Strada fueron imágenes sobre la experiencia de la ciudad más que sobre la ciudad en sí.
De día, para completar el trabajo, Strada documentó obsesivamente toda la información que inundaba las calles. Carteles, afiches, publicidades, que luego fueron volcados con marcadores fosforescentes en flashes de liquidación y en una pared de volantes que se sacuden como volados de una pollera. En la acumulación, en el abarrotamiento, los anuncios no resisten la lectura y se vuelven tramas ópticas de polución visual. Strada, que también trabaja como diseñadora, siente que es en esa anti-publicidad de mensajes ilegibles donde comienza a sugerirse la voracidad de la ciudad: la avidez de un bicho que traga sin masticar.En cierta forma, cada viaje por la ciudad nos modifica. De cada uno salimos aun más confundidos y magullados de lo que entramos. Es un poco ese estado de desorientación lo que la artista recrea mediante estructuras no lineales que se expanden en fotos, afiches y volantes, y que le permiten explorar una suerte de dimensión blanda del tiempo, un lugar donde éste puede ser empujado hacia atrás, revertido, acelerado, para reformular así la experiencia del city-tour ya no como un storyboard publicitario sino como una pantalla estallada.
Durante el verano de 1997, Stan Brakhage compró una cámara Bolex y decidió filmar el arroyo que corría cerca de su casa en Colorado. No filmó, sin embargo, la superficie del agua sino que sumergió la cámara varios centímetros para registrar los movimientos subterráneos. La imagen de esas burbujas es sugestiva, como pocas cosas, de lo que sucede por debajo de la experiencia diaria. Algo de eso consigue Strada con su basurero visual, como si su trabajo pudiera atrapar corrientes de información clandestinas y algo de aquel lugar donde las imágenes van cuando mueren.
“Miramos el presente a través de un espejo retrovisor”, decía Marshall McLuhan argumentando que los cambios radicales en la percepción de la experiencia contemporánea pasan en gran parte desapercibidos porque permanecemos atados al sabor del pasado. Insistía: sólo podemos reconocer la persistente imagen residual de un mundo desaparecido. Lo que vemos, y Strada lo sabe, es eventualmente sólo lo que llevamos dentro.
Daniel Abate Galería
Pasaje Bollini 2170
Hasta fines de marzo
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