Dom 20.02.2005
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DIBUJO > CUANDO EL BLANCO Y NEGRO ROZA LA METAFíSICA

La línea de tus ojos

Por M.G.

“Dejame contarte una visión que tuve anoche mientras dormía. No un sueño, que es apenas el mero ejercicio del subconsciente ordenando y catalogando los eventos del día, sino una visión, fresca y cristalina como un arroyo de montaña: ese momento que no es sino la mente revelándose a sí misma.” Así le habló alguna vez, café mediante, el Mayor Briggs a su hijo, Bobby, en uno de los episodios de la serie Twin Peaks. Como aquel padre revelador, Eduardo Stupía también tuvo una visión y fue en un dibujo donde eligió plasmarla. Entonces trazó unas líneas hipnóticas, sólidas, decididas, que sin titubeos avanzaron ominosas como avanza una sombra sobre la tierra.

Los dibujos de Stupía son un estado. Y ese estado es un lugar donde la energía se mueve regida por leyes propias. Es eso que no vemos pero que sabemos que existe circulando entre las cosas, como las partículas que flotan de incógnito por la habitación. El de Stupía es un dibujo desgreñado, febril, apocalíptico, que por momentos asusta. Aunque sea éste un miedo que sobreviene, más que de los rostros de lechuzas que nos miran en la oscuridad, del trazo. De esas líneas arremolinadas que descargan sufuria sobre la tela como un cable de alta tensión que se arrastra dando latigazos epilépticos por el suelo.

Todo partió de un dibujo. Stupía tomó un papel, dibujó el mundo, y luego abandonó la habitación. Dejó adentro los fantasmas que viven entre las cosas sin nombre. Y los fantasmas, para calmar sus propios miedos, se aferraron tiritando al dibujo, porque lo que no tenía nombre al menos podía tener un rostro.

Nacido en 1951, Eduardo Stupía ha hecho de la paleta blanca y negra un estilo, algo sobre lo que el artista más de una vez se ha expresado incómodo, temeroso quizá de volverlo una receta. Pero en Stupía el estilo es más bien una metafísica: al punto que la ausencia de color pareciera ser la única elección posible. Después de todo, su mundo es aquel de las sombras. Y es cierto que con los años sus dibujos han ido perdiendo equilibrio, que su gesto se ha vuelto más automático, y también, más confiado.

Los indios yanomami sostienen que la selva donde habitan está cubierta por miles de espejos en los que los espíritus se mueven y metamorfosean. Stupía también parece creer que las cosas no tienen una forma inmutable. Por eso su interés reside no tanto en la anécdota sino, por sobre todo, en la ambigüedad de la imagen. Cada nube en sus dibujos puede interpretarse como un grupo escultórico, un techo pintado por un Tiépolo moderno que ve en los cielos combates de tigres y titanes, lechuzas que no son lo que parecen, Laocontes, cuadrigas y caída de ángeles. Vasari mencionó, entre las rarezas de Pietro di Cosimo, que éste podía ver en las nubes y en las manchas de esputos de los muros batallas ecuestres, ciudades fantásticas y paisajes magníficos. Más tarde, Breton intentó convertir ese método en una prehistoria del automatismo. Y, al mismo tiempo, vio en la fluidez de los cielos, huellas, trazos móviles del deseo: “Las formas que los ojos de los hombres ven desde la Tierra no son fortuitas sino augurales”.

El valle de Stupía respira la atmósfera de maleficios que reina en las Tentaciones de San Antonio del Bosco, su vegetación tiene mucho de esa que crece en el Paraíso Terrenal del Museo del Prado. Es un mundo de peñas suspendidas sobre el vacío, de ríos enterrados que vuelven a la luz, cargados de tinieblas. A lo que suma un trazo, a veces único, otras fragmentado, pero siempre impetuoso y picado, que en ningún momento olvida lo que busca: encontrar una gramática de la línea.

Alguna vez le preguntaron a Stupía cómo sabía cuándo un trabajo estaba terminado. Y él contestó: “A veces me lo indica la imposibilidad material, física, de agregarle siquiera un punto. Es el cuadro el que me expulsa. A veces, es la evidencia de que debo ponerle un límite forzoso, forzado, a una relación con el cuadro que empieza a volverse híbrida, rancia”. Como invitados de honor a una fiesta, hay artistas cuyo talento estriba en retirarse justo a tiempo. Entonces se corren, abandonan el dibujo para que éste aprenda a calcular por sí solo el trayecto hasta el espectador y arremeta sobre él, sin vacilaciones, como una ola que se estrella contra el granito rugoso de un malecón.

Desde hace un tiempo, aunque hay días en los que parece un siglo, el arte contemporáneo abandonó su función de ala visual de la casa de la poesía y mutó en una subdivisión supuestamente transgresora de la industria del espectáculo. Minado por la ironía, el arte se secó. Lo que Robert Hughes llamó el “shock de lo nuevo” se volvió “la academia de lo nuevo” y terminó convertido en “la industria de lo nuevo”. El panorama, si bien desolador, no hizo más que reforzar la satisfacción, poco afectada, que sobreviene en esos contados momentos en los que nos encontramos frente a una obra sincera como la de Eduardo Stupía.

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