SALIR
Entre Arlt y el mito: una reunión de hermanos decididos a resucitar al perro paterno y recuperar la memoria familiar.
Por Carolina Prieto
Uno de los primeros estrenos del circuito off del 2005 llega de la mano de Bernardo Cappa y Walter Rosenzwit, autor y director con una vasta trayectoria que, en este caso, también interpretan un relato sobre el intento de recuperar el mundo de la infancia, cargado de resonancias míticas y de un aire arltiano. Tras una larga separación, Virgilio, Lamarque y Merello (como los apodaba el padre ya muerto) regresan a la casa paterna, ubicada en algún pueblito perdido en la inmensidad pampeana, convocados por Cátulo, el hermano mayor, con la intención de resucitar al Zorzal, el perro de la familia que acompañaba al padre en sus cacerías. Los nombres evocan de manera unívoca un pasado claramente identificable y el perro no es otro que un dogo, esa raza surgida del cruce de los mejores exponentes europeos para que, en el entonces promisorio suelo argentino, matara casi sin sentir dolor a los animales salvajes. Pero el objetivo alucinado de dar vida al perro muerto y la referencia a la exótica Escuela Científica Basilio, donde estudió el mayor, sugieren de entrada un esfuerzo condenado al fracaso, como el deseo de rescatar un mundo que ya no es. En este sentido, la puesta en escena recrea con mucho acierto y belleza una casa desvencijada en la que se desarrollan acciones simultáneas en distintos planos, mientras que los personajes se mueven en un espacio delimitado por trazos de tiza en el suelo, que marcan los límites de lo que alguna vez fue un hogar, y que ellos mismos corrigen según sus recuerdos. Un atmósfera inquietante y en constante ebullición (los protagonistas sorprenden con acciones y frases absurdas como en una vertiginosa asociación libre) y un elenco sólido y creativo enriquecen la trama con dosis casi constantes de humor que alivian el esfuerzo desorbitado de asir lo irrecuperable.
Territorio plano, los sábados a las 21 en el Teatro del Abasto (Humahuaca 3549).
Dos hombres se enfrentan en un sauna por el humo que los enceguece: una misma mujer.
Por C. P.
“Armemos un Frankenstein”, sugiere un personaje al otro. Pero no se trata de crear algún engendro humano sino de compartir las piezas de un rompecabezas amoroso, ya que ambos son los amantes de una misma mujer. La tercera en cuestión es “Ella”, tal como la nombran durante toda la obra. Y no por azar ellos se encuentran en un sauna (un personaje siguió al otro hasta dar en un espacio íntimo) y es allí, entre cuerpos sudorosos, toallas y mucha agua para intentar calmar los calores y las broncas donde se sucede un duelo que coquetea con el policial y el thriller psicológico. Poco se sabrá de la mujer: lo que en cambio estalla en escena (una especie de cuadrilátero de madera que, por momentos, se parece más a un ring que a un baño turco) son los deseos, las inseguridades y los celos de los enfrentados.
Patricio Contreras encarna con soltura a un tipo sarcástico y canchero, dispuesto a saberlo todo y con una seguridad tal que cuesta creer que sólo sea un amante clandestino, mientras que Luis Machín, casi en el polo opuesto, es un hombre sumido en el aturdimiento y en un hondo pesar, titubeante, pero no menos intenso. Más allá de la distancia entre ellos, la pieza escrita y dirigida por Susana Torres Molina, ganadora del Concurso de Obras Teatrales Inéditas 2001 del Fondo Nacional de las Artes, los acerca en un punto: ninguno de los dos puede creer y menos aceptar que, además del marido “oficial”, existe otro en la vida de ella. Y, en este plano, sugiere que no hay mucha diferencia de géneros. Como si la autora insinuara que cuando la pasión –“que siempre tiene algo de monstruoso”, según sostiene uno de ellos– se instala, no habría fronteras entre sexos. Ellos también padecen, se desesperan y ansían saber, con la cuota de tortura que acarrea; y todo pragmatismo se diluye. Pero ojo que los muchachos no caen en el melodrama: desde el comienzo, la acción vira hacia un humor burlón.
Ella, los viernes y sábados a las 21 en el Teatro Payró (San Martín 766).
Un cowboy fracasado, un joven que adora visitar moribundos y una chica sexy que usa su pierna ortopédica para contrabandear
Por C. P.
¿Qué pueden tener en común un cowboy fracasado, un joven que adora visitar moribundos y una chica desbocadamente sexy que usa su pierna ortopédica para contrabandear? Los tres padecen una suerte de incontinencia verbal, no pueden dejar de narrar lo que les pasa o les pasó y Mariano Penso- tti, joven dramaturgo y director que tras dedicarse al cine se volcó al teatro y ya cuenta con casi una decena de obras estrenadas aquí y en el exterior, los une en Vapor, espectáculo que ganó el primer premio del Concurso de Dramaturgia Germán Rozenmacher, organizado por el Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires 2003.
Más allá de exponer la soledad y la torpeza para la comunicación de las tres excéntricas criaturas, un humor loco y una serie de detalles insospechados pueblan las anécdotas que se suceden a un ritmo vertiginoso, marcado por la música en vivo de Ana Foutel, quien desde sus múltiples instrumentos sugiere el tempo del trío. Pensotti hilvanó pequeñas escenas que funcionan casi como explosiones, a tal punto que en ciertos momentos cuesta creer que la historia pueda continuar hacia algún lugar. Y tal vez de allí venga el título de la obra: el vapor como un elemento que nubla la vista, que impide ver ciertas cosas pero que, a la vez, deja que otras asomen, por ejemplo, sobre la superficie de un vidrio.
Los actores Juan Minujín (invitado por el grupo El Descueve para las obras Hermosura y El patito feo), Uriel Milsztein y Nayla Pose imprimen la contundencia y la soltura que exigen los personajes en un escenario despojado y con reminiscencias a dos mundos distantes: el oeste norteamericano, desértico e iluminado por luces de neón, y la ciudad de Buenos Aires rodeada por el campo.
Vapor, desde el 1º de marzo los viernes a las 23 en Espacio Callejón (Humahuaca 3759).
Un profesor de literatura, un abogado y un pasillo: un cuento de Lampedusa en clave fantástica.
Por C. P.
Es la obra que lo consagró, al menos para el gran público. Luciano Cáceres, que a pesar de su juventud ya cuenta con más de quince trabajos realizados, en muchos casos junto a reconocidos directores (Javier Daulte lo dirigió en Bésame mucho y Nunca estuviste tan adorable; Rafael Spregelburd en Bizarra), se asomó a la dirección de actores con una obra pequeña y muy cuidada que desde su estreno, en 2003, cosechó premios y nominaciones, además de llenar cada sábado por la noche la sala del barrio de Boedo. En Paraísos olvidados no hay fragmentación narrativa ni estilos de actuación novedosos sino una anécdota que se despliega a media luz y en tono bajo, casi como un cuento leído antes de ir a dormir. Tiene algo de Sostiene Pereira: la misma atmósfera melancólica, y si en la novela de Antonio Tabucchi el protagonista frecuenta un bar de Lisboa al salir del diario, aquí el senador y profesor de literatura también se refugia todas las tardes en un café de Turín. Lo interpreta Rodolfo Roca, responsable además de la dramaturgia basada en el cuento “La sirena”, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Y su interlocutor es un joven periodista y abogado, que recrea Sergio Surraco con total naturalidad, sin excesos y con una voz musical que envuelve al espectador tanto cuando habla al público oficiando de narrador como cuando se dirige a él. La relación entre ellos se entreteje no sin dificultades, entre ironías y muestras de respeto, hasta que el profesor le confiesa el episodio que marcó su vida. En ese momento, el relato cambia por completo: irrumpe el misterio de lo fantástico y el director incorpora a la acción un pasillo externo a la sala, hasta ese momento no usado, creando una imagen impactante y dolorosa.
Paraísos olvidados, los sábados a las 21 en Anfitrión, Venezuela 3340.
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