REIVINDICACIONES > HELLBLAZER, EL COMIC QUE CONSTANTINE MALVERSó
Héroe del comic de Alan Moore, el verdadero John Constantine es un investigador ocultista inglés, de origen obrero, anticlerical, cínico y borracho, que en plena época de Thatcher descubría que los agentes de Bolsa eran demonios. Nada que ver con la versión Hollywood, que lo vuelve californiano y lo obliga a pavonearse con armas en forma de crucifijo.
› Por Mariana Enriquez
Constantine, la nueva película con Keanu Reeves dirigida por Francis Lawrence, no es la peor película de demonios y efectos especiales de la historia. Ni mucho menos. Pero lo irritante –lo que amarga, indigna, agota– es que está basada en Hellblazer, uno de los mejores y más amados comics de la línea Vértigo de DC. Una vez más, los estudios de Hollywood demuestran su incapacidad para el riesgo y su constante subestimación de los espectadores. Constantine se apoya en un personaje complejo y una historia audaz, política, amoral. Pero todo lo banaliza y estupidiza hasta el límite. Y Hellblazer no merecía este destino. Su gran protagonista, John Constantine, no tenía por qué pasearse por la pantalla con un arma en forma de crucifijo ni transformarse en un californiano. No hay derecho.
Creación del enorme Alan Moore, John Constantine nació en 1985 como un personaje de La Cosa del Pantano. En 1988 mereció comic propio, y el primer guionista que lo delineó fue Jaime Delano. Constantine, nacido en Liverpool, es un investigador ocultista de clase trabajadora que en su juventud tuvo una banda de punk rock (Mucuous Membrane) y terminó en un clínica psiquiátrica después de un exorcismo fallido en Newcastle: volvió del Infierno con el brazo de la niña que intentó salvar entre las manos.
Durante los ‘80, Hellblazer era la tribuna elegida por Delano para repudiar al thatcherismo. En uno de sus episodios más célebres, Constantine descubre que los corredores de Bolsa son demonios, y como castigo es obligado a ver las elecciones que llevan al poder a Thatcher colgado cabeza abajo frente a un televisor. Hellblazer exploró la exclusión, el racismo y la violencia social al mismo tiempo que se atrevía a llamar “violador” al Angel Gabriel y convocar demonios con rituales guarros e incompletos. Constantine –anticlerical, cínico, irónico, demente, fumador, borracho, seductor, con un notable parecido a Sting– chantajea a ángeles y demonios sin jamás decidirse por ninguno de los bandos (es más: cuando puede, se aprovecha de ambos). Constantine está condenado a traicionar y matar a sus amigos, y a veces llega al punto de la autoflagelación.
Su idiosincrasia británica es vital para el personaje; su genealogía –que llega hasta el Rey Arturo– es intrínsecamente inglesa; convertirlo en estadounidense es una falta de respeto al amoroso trabajo de grandes guionistas –Garth Ennis, Paul Jenkins, Neil Gaiman, Grant Morrison– que sólo habla de desprecio y chatura. Alan Moore, incluso, renunció al jugoso cheque que le correspondía por ser creador de Constantine y pidió que se borrara su nombre de los créditos de la película, en un gesto de dignidad casi sin precedentes. Bien hecho.
En las comiquerías argentinas es posible encontrar bastantes ediciones españolas de Hellblazer. Las más recomendables son “Pecados originales” de Jaime Delano y “Hábitos peligrosos” de Garth Ennis, justamente las dos líneas narrativas que toma y tergiversa Constantine. Es probable que uno de los efectos beneficiosos de esta nueva traición sea la reedición de viejos episodios de Hellblazer que se extrañaban desde hace mucho tiempo. A por ellos: en esas páginas rabiosas, tristes, guarras y aterradoras, el Infierno está encantador.
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