Dom 24.04.2005
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EL CATADOR CATADO > KINSEY, LA PELíCULA SOBRE EL ENTOMóLOGO QUE REVOLUCIONó LA VIDA SEXUAL EN EL ’48

Polvo en el viento

La semana que viene se estrena en Buenos Aires Kinsey, la película que recrea la vida del entomólogo norteamericano que sacudió al mundo en 1948 con su estudio sobre el comportamiento sexual de los hombres (y desató una ola reaccionaria que lo hundió para siempre). Nuestra heroína se entregó a la película y salió desilusionada: no por lo que vio en la pantalla, sino porque la inquisición de aquellos días no tiene mucho que envidiarle a la de hoy.

› Por Marta Dillon

Situémonos en el contexto: final de la Segunda Guerra, tímido baby boom en Estados Unidos –es que la muerte se había respirado, si no cara a cara, como un olor cercano–, no tan tímido auge de la sífilis que abría llagas aquí y acullá y otro tipo de deformidades horrorosas. Sobre las que se podía aplicar la penicilina, es cierto, aunque el remedio no terminara de curar lo que acusaba la enfermedad: sexo, sexo, sexo. Obsesivo, positivista, rebelde si se quiere –al fin y al cabo había escapado del cinturón de castidad de un padre protestante y convencido de que la masturbación generaba locura–, don Alfred Kinsey publica en 1948 su biblia El comportamiento sexual del macho humano, según la película de Bill Condon –evitar aquí el chiste fácil–, en busca de un sustento científico que le permita entregarse sin culpa a sus chanchos placeres. ¿O quiere decir alguna otra cosa eso de que “la vida y la obra de Kinsey son la misma cosa”, como afirma el director? Nada más lícito, por otra parte, ni más necesario en aquel momento que la espectadora, arrobada por la ficción, que comienza a añorar igual que se añora la infancia, esa época en que cualquier silla sirve de auto fórmula 1 y el patio del fondo es un papel en blanco para escribir la propia aventura. ¿Es que hay algo mejor que la prohibición y el secreto para que se desarrollen y estallen en su contra, como lirios en flor, todo tipo de atajos y triquiñuelas fantásticas?

Y así se lo ve a Alfred Kinsey en el celuloide, en cueros y cultivando lirios mientras inventa su método para inventariar historias sexuales como antes había inventariado avispas, casi casi con la misma tesis: no hay un ser igual a otro (le llevó juntar un millón de insectos demostrarlo en el caso de las avispas,) ergo, ¿por qué esperar que los humanos se comporten igual, sexualmente hablando? Las evidencias preliminares –es decir, sus propios placeres, las preguntas que se le ocurrían y que otros formulaban-, en definitiva, le ofrecían presunciones ciertas. Y la acumulación de testimonios le dio la razón: la normalidad, ese cielo de los tibios, era muy distinta de lo que preconizaban los pastores. Más del 90 por ciento de los hombres se masturbaba, la mitad tenía relaciones sexuales extramaritales, casi todos lo habían hecho alguna vez antes del matrimonio, e incluso cerca del 40 por ciento habían experimentado relaciones homosexuales (investigador incluido). Todo eso y más decía su informe sobre el macho humano. Como un bálsamo de alivio se recibió y se vendió casi tanto como los consejos new age de Deepak Chopra. ¡Cuánto candor!, piensa la espectadora. ¡Qué bello sonrojo haber nombrado lo que parecía imposible! ¡Qué envidia!, terminará lamentándose la espectadora por mucho que abogue en su vida militante por una educación sexual para todos con perspectiva de género y gran protagonismo del placer. Y es que el empalago por todo lo que a esta altura del imberbe siglo ha sido dicho, al único punto que lleva –al menos a esta espectadora– es a pensar que su vida sexual –sea cual fuere esa vida sexual, digámoslo– es llana, aburrida y sin sorpresas.

Claro que siempre hay esperanzas. Y si don Alfred Kinsey, justo cuando estaba en la cresta de la ola, fue amonestado tempranamente en cuanto salió su tomo sobre El comportamiento sexual de la hembra humana –¿ven por qué es necesario hablar de “perspectiva de género”?, ¡ahí está la veta!– y la ola regresiva se lo tragó en cuanto las hordas de McCarthy interpelaron a la Fundación Rockefeller que financiaba sus investigaciones, a nosotros, habitantes de la era del “relativismo” –Ratzinger dixit–, nos queda la esperanza de volver a ser cruzados del placer. Ardientes adalides de la libertad de los cuerpos en contra de la nueva forma de la inquisición y sus aliados, puritanos, protestantes, ortodoxos de toda laya, ¿es que acaso hay algo más sexy que las chicas que pintan sus vientres con pancartas hechas de rouge pidiendo la despenalización del aborto, anticonceptivos, educación sexual? ¿Queda en este páramo pasión mayor que enfrentarse a quienes amenazan con el infierno –de uno y otro lado, diría un periodista imparcial– a losdesviados? Son ellos y no otros los que dejan abierta la esperanza de que el desvío todavía existe y que entonces alguna sal se encontrará en este valle de lágrimas. Porque si no, amigos, amigas, la comparación es triste. Al menos así se sintió esta espectadora, quien después de soltar una lagrimita por esa última oda al amor en la película de Condon –“lo que no puede mesurarse”– se metió en otro cine y se entregó a la fábula de John Waters para ver A Dirty Shame. Y allí estaban todos los desvíos metidos en el mismo film, parodias crueles para quienes se consideran aventureros en el país de los fluidos, todos buscando “el orgasmo total”, el “nuevo orgasmo”, para terminar después dándose la cabeza unos contra otros –¿qué más nos queda?– hasta descubrir el éxtasis divino, elevarse como un ángel al cielo, gozar, gozar, y acabar al fin. La película y el goce, una escupida en la pantalla. Al fin y al cabo, un polvo es eso. Un polvo y nada más.

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