Dom 08.05.2005
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ENTREVISTAS > LA ARGENTINA SEGúN ALEJANDRO HOROWICZ

Se viene el estallido

Marxista heterodoxo, formado con el legendario Jorge Abelardo Ramos, y heredero de una estirpe intelectual que cruza el ensayo, la historia y la provocación, Alejandro Horowicz acaba de publicar el segundo tomo de El país que estalló, un libro en el que exhuma el proceso que se dio entre la primera invasión inglesa de 1806 y la anarquía de 1820 para encontrar allí la prehistoria de un país signado desde entonces por una palabra clave: “estallido”.

Por Gabriel D. Lerman

Alejandro Horowicz toma al té en un vaso grande, como de trago largo, y reivindica una combinación exacta de azúcar con edulcorante. El ritual precede a la palabra. Es expansivo, estentóreo, hiperbólico. Escribir libros que él insiste en decir que no son de historia, tal vez por pudor, pero que hablan y discuten y reescriben una y otra vez la historia, lo han puesto en una zona ambigua entre el formato best-seller, la frialdad académica y los viejos bueyes de los libros militantes, esos que se escribían para abrir surcos, para cambiar la historia. Horowicz fue militante, y ese dato aparece en las solapas de sus libros: “En los años ‘70 fue un activo militante político e integró la Junta Ejecutiva de la FUA como secretario de relaciones internacionales”. Se formó en aquellos años con el legendario y “colorado” Jorge Abelardo Ramos, autor del apasionante Revolución y contrarrevolución en la Argentina, uno de los padres fundadores de la izquierda nacional. Nacido en 1949, Horowicz tenía 20 años cuando el Cordobazo. Fue periodista, hizo negocios en el exterior, regresó, fue asesor de empresas, editor de la colección Espejo de la Argentina de Planeta, y sigue dando clases en la universidad. Actualmente dirige el proyecto de la Historia Crítica de la Literatura Argentina, que edita Emecé. Marxista heterodoxo, narrador compulsivo, es autor del ensayo político Los cuatro peronismos, un libro de amplia circulación aparecido en 1985, cuando el huracán alfonsinista se regocijaba en la “derrota” peronista, y poco se hablaba del “hecho maldito del país burgués”. La sencillez conceptual de aquella obra consistía en ordenar cronológicamente el peronismo: hubo uno primero, el “histórico”; hubo uno segundo, de la “resistencia” y la “proscripción”; hubo un tercero, el setentista, del “luche y vuelve” y la “revolución”, y hubo un cuarto, sin Perón, que empezaba en Isabel y López Rega y continuaba en Luder y Herminio. Hace pocos días, en un diario neuquino le preguntaron cómo encajaba Kirchner en todo esto, y él respondió: “Es letra del tercer peronismo con música del cuarto”.

Un pais que estallo

La palabra clave, para Horowicz, es “estallido”. Su última obra, de la que acaba de aparecer el segundo tomo, es El país que estalló. Antecedentes para una historia argentina (1806-1820). El título, se ha dicho, no es casual. Incluso él ironiza al respecto: “Este país vive de estallido en estallido”. Es inconcluso, irrealizado; en algún momento, los proyectos “hacen aguas”. La tesis de su libro es ésta: en 1806, una escuadra inglesa asalta el Río de la Plata con la orden de tomar el Puerto de Buenos Aires. La cabecera del virreinato sufre de acefalía porque el rey de España está preso bajo las fuerzas de Napoleón Bonaparte. Los ingleses entran, se imponen. La criollada, los españoles residentes, los comerciantes necesitan defenderse, sostener su autonomía. Pero, ¿defenderse de quién? ¿De los franceses, de los realistas, de los portugueses? No, del invasor inglés. Es entonces cuando se concreta la primera fuerza armada, la primera milicia local, que se llamará Regimiento de Patricios. La autodefensa triunfa, pero ya nada será como antes. La recuperación siembra una idea en el bloque mercantil porteño y sus funcionarios: ¿para qué necesitamos a España? A rey preso, separación de hecho. Buenos Aires tiene un proyecto: ser la cabeza del virreinato, ahora nombrado como las Provincias Unidas. Y de 1810 a 1820 se abocará a la tarea, hasta que fracasa. “Es preciso repensar 1820 –dice Horowicz– como estallido sistémico, como punto de inflexión para una nueva hegemonía social, política y económica, como surgimiento de una nueva clase social que articula la provincia de Buenos Aires con el mercado mundial.”

En 1810 salen las expediciones a los cuatro puntos cardinales pero, a poco de andar, se suceden los principales roces con el interior antes que con los realistas, todavía bajo ocupación francesa. ¿Por qué las provincias, que en muchos casos rezuman una antigüedad y un sustrato previo a Buenos Aires, deben aceptar el liderazgo de ésta?

La, la, la nacion

Los gobiernos criollos, porteños y provincianos, oscilan durante una década entre las guerras de Independencia y las guerras civiles; una tensión sofocante, demoledora, que asfixia económicamente a la región e impone la búsqueda de mejores rentas para financiar ejércitos, para comerciar, y eso compromete alianzas internas y externas de todo tipo hasta que la puja resulta inviable. Ni los federados se imponen a Buenos Aires, ni al revés. En medio de la “disolución nacional” y la impotencia, en 1820 concluye el intento de “heredar” el virreinato y estalla todo en un rompecabezas que apenas tendrá “arreglo”, en una dirección favorable al centralismo, en 1880.

Es que el bloque mercantil porteño, dice Horowicz, entre 1806 y 1820 se ha transfigurado y rendido comercialmente ante una realidad única: la renta proviene de la hacienda y el saladero, y ambas actividades requieren el dominio de la tierra. En esos años, los actores económicos se lanzan a la apropiación del campo, la fuente de la incipiente y futura riqueza criolla. Confiscaciones, reparto manu militari, expansión y propiedad privada. Mientras tanto, las Provincias Unidas se independizan de España, sí, pero Buenos Aires no impone su hegemonía y, en cambio, se independiza del resto. “El nombramiento como gobernador de Martín Rodríguez en 1820 funda políticamente a la clase que sesenta años más tarde organiza la Nación Argentina como patria de los ganaderos terratenientes. Y es Rosas quien transforma a los hacendados en ganaderos, a los ganaderos en estancieros y a los estancieros en terratenientes. Es el modelo rosista el que articula la Argentina contemporánea.”

“Mitre –continúa Horowicz–, a mediados del siglo XIX, caído Rosas y encaminado el nuevo orden nacional surgido de Caseros, hace una operación política de un rango descomunal: escribe la prehistoria y la historia de esa clase ganadera que ya domina la Argentina. Mitre promueve la legitimidad de la clase que organiza este país, construyéndole un soporte, el relato de una revolución que no existió, y esta revolución que no existió conforma los derechos de propiedad que sí existen. Para que se entienda: Victoria Ocampo puede decir que ésta es la historia de nuestras familias, y nuestras familias no son ni la tuya ni la mía. Nos dejan olímpicamente afuera. Es la génesis, siempre existió igual, nunca dejaron de serlo y les corresponde casi por derecho divino.”

Que se vayan todos

Mucho tiempo después, la historia argentina mutó en ciencia profesional. Y la “profesionalidad” implicó elaboraciones y acuerdos sobre períodos y temas de un modo sistemático, que buscaban tomar distancia tanto de la tribuna política como de la crónica inmediata de acontecimientos. Vino una revalorización de la democracia, tomando como su “pérdida” emblemática el golpe de 1930. “Si uno se toma el trabajo de mirar temáticamente de qué se ocupa la historiografía profesional –dice Horowicz– va a ver que hay un conjunto de temas que han sido eludidos por completo, sin vuelta de hoja. Por ejemplo, del ‘76 para arriba prácticamente o no se ocupan o se ocupan de una forma muy tangencial o particularmente pobre. Cuando alguien cree que se puede contar la historia contemporánea y hacer centro en 1983, esto es: ‘democracia o dictadura’, realmente no tiene idea de lo que es un ciclo histórico. No hay que ser ningún genio de la teoría política para comprender que el partido radical o el partido peronista posterior a 1983 tienen contactos muy peculiares, muy pobres, con el radicalismo y el peronismo anteriores a esa fecha. No se está eligiendo enfrentar conservadoramente una cuestión sino que se está eligiendo no enfrentar de ningún modo el problema. Y eso, desde el punto de vista de las ciencias sociales, es inaceptable. Dicho de otra manera, por debajo de un cierto nivel no se es ni de derecha ni de izquierda, se es bruto simplemente.”

Horowicz insiste en que no es historiador sino ensayista o, en todo caso, un analista social. “Un historiador –dice– trabaja con documentos inéditos, hace trabajo de campo. Yo no. Yo tomo el material édito y lo leo de otra forma. Creo que el problema de la Argentina no es el trabajo de las fuentes sino la interpretación de las fuentes.” En el otro extremo de la historia profesional está el auge de los libros sobre historia de venta masiva. Horowicz toma distancia de uno y otro caso. Sus libros están en las librerías, y venden: su heterodoxia marxista viste un packaging atractivo. “Yo no tengo nada contra la vulgata –dice–. Si en la Argentina los libros de Jorge Lanata o de Felipe Pigna se consumieran de a millones, los libros de alto nivel se consumirían a nivel de decenas de miles, y sería fantástico. La pena es que los libros de Lanata y Pigna se consumen sólo de a decenas de miles y los otros se consumen lamentablemente sólo a nivel de centenares.”

La necesidad de hacer compulsas y valoraciones sobre el pasado, es decir contar otra vez la historia, implica una decisión, una falla o un interrogante previo. Disponerse a contar una historia equivale en algún punto a hacer una historia. Y es allí donde el pasado se encadena con el presente. ¿Por qué “la gente” busca libros de historia? ¿Por qué en los ‘90 estaba de moda la “narrativa histórica” y del 2001 para aquí la “historia” a secas? ¿Por qué escribe Horowicz hoy?

¿Qué busca con ese título, con esa suerte de provocación de última hora a la Abelardo Ramos? Aquella “historia argentina” reescrita con matices por corrientes de izquierda que escapaban tanto de la tradición liberal como del revisionismo, y en donde podían encontrarse relatos tan entrechocados y contrapuestos como los de Rodolfo Puiggrós y Milcíades Peña, tenían como telón de fondo la proscripción y el fantasma del peronismo en los ‘50, que en cualquier momento ocuparía de nuevo la escena política.

“El secreto del que se vayan todos y el 2001 –arriesga Horowicz– es que no es una mayoría sino un sector dinámico de la sociedad argentina demasiado pequeño y pobre, no pobre por la distribución del ingreso sino pobre por la distribución de capital simbólico; no puede encabezar ningún proceso histórico porque carece de capital simbólico. A esta debilidad responde Kirchner –razona Horowicz–, que expresa una oxigenación incidental construida por Duhalde. Ahora bien, ¿es Kirchner el que tiene que alentar y construir otra vez, de arriba hacia abajo, el sistema político, o lo tiene que hacer la sociedad civil? La sociedad civil no lo hace. Y algo que es inexistente no puede existir porque un presidente lo determine. El sistema político argentino tiene una tragedia y es que el peronismo es el único partido moderno. El radicalismo es un partido del siglo XIX con la lógica del siglo XIX y el horizonte del siglo XIX. Son restos arcaicos de la vieja sociedad, es una sobrevivencia de la enorme presencia agraria, de la vida de los pequeños pueblos de las provincias agrarias.” Casi como si se dijera: quienes expresan el que se vayan todos no saben adónde ir. La hegemonía anterior estalló, entró en crisis, y el 2001 casi podría pensarse como la anarquía de 1820. Una revolución anda suelta por la Argentina y no tiene quien la conduzca ni quien la explique.

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