Domingo, 8 de mayo de 2005 | Hoy
UN DIRECTOR DE CINE ELIGE SU ESCENA FAVORITA: EL IMPOSTOR, POR EZEQUIEL ACUñA
Producida por Oscar Kramer, fotografiada por el legendario Ricardo Aronovich, El impostor fue la ópera prima de Alejandro Maci, un licenciado en filosofía que había trabajado como asistente de María Luisa Bemberg en Yo, la peor de todas y en De eso no se habla, las dos últimas películas de la directora.
Antes de ofrecerle la posibilidad de colaborar en la trasposición del cuento “El impostor”, de Silvina Ocampo, que ella misma planeaba dirigir, Bemberg había puesto manos a la obra junto a Ricardo Piglia en dicha adaptación. Cuando su salud empeoró, Bemberg –que murió en 1995– le legó la dirección a Maci. El guión terminado fue firmado por ambos y por Jorge Goldenberg.
La película –que narra la extraña relación entre Sebastián Heredia (Antonio Birabent), aislado por su propia voluntad en una estancia pampeana en los años ‘30, y Juan Medina (Walter Quiroz), presunto estudioso de los pájaros que se instala con él en el lugar– tuvo un duro rodaje de cinco meses en una estancia a 25 kilómetros de Chivilcoy, bajo el título provisorio de Un extraño verano, y se estrenó en mayo de 1997.
Hasta entonces Maci sólo había dirigido el corto El acompañante con Julio Chávez y Eusebio Poncela). Después se dedicaría al teatro y a la televisión, donde dirigió las miniseries Laura & Zoe, Fiscales, El Hacker y Sol Negro (lo último hasta el momento, con protagónicos de Rodrigo de la Serna, Urdapilleta, Belloso y otros) y el telefilm Anillo de humo (2002) otra adaptación de un relato de Silvina Ocampo. También coescribió Tumberos junto a Adrián Caetano.
Recientemente estuve leyendo mucho a Silvina Ocampo. Leí el cuento en el que se basa El impostor y empecé a pensar en su mundo, entre nostalgioso y melancólico, y sobre lo onírico y los juegos entre la realidad y la irrealidad. Y empecé a relacionarlo con el cine de David Lynch y a pensar que si Lynch leyera a, por ejemplo, Bioy Casares, por ahí se haría un peliculón.
En su momento fui a ver El impostor con mucho prejuicio, y me pareció que en esta película había muchas cosas interesantes y ambiguas. Era un cuento de época con una cosa para mí muy moderna y con algunas cosas de María Luisa Bemberg, pero a la vez distinto. Cuando terminás de leer el cuento no entendés nada. Y la película tiene algo que la Bemberg nunca había tocado, eso de orillar no lo policial, pero sí la incertidumbre, de no saber qué podía pasar en la película realmente. Después volví a ver la película unas nueve veces.
En El impostor, el personaje de Walter Quiroz es enviado a espiar al personaje de Birabent por el padre de éste. Birabent está en una especie de reclusión en el campo, en una estancia que es como la muerte en vida, donde está solo él, con un casero, una mujer. Y él está de la nuca, como listo para suicidarse; eso estaba buenísimo: un tipo, hijo de burgueses, que estudió afuera, y que se va al campo a volverse loco. Uno se pregunta ¿qué fue a hacer allá?
No todo está claro en ese mundo, y ese juego entre lo real y lo irreal, lo que pasó y lo que no pasó, está en los cuentos de Silvina Ocampo. La película agrega cosas enigmáticas, como un eclipse –estaba Ricardo Aronovich como director de fotografía–, y en la música de Nicola Piovani, que era el músico de los Taviani, de los primeros Fellini, de Begnini.
En el final, que era medio torpe, la escenografía rompe la realidad. Eso es algo que me gustaba, y no sé bien por qué: por ahí es medio grasa, si lo viera hoy no sé qué me parecería. La escena era algo así como el recorrido del coche fúnebre en el que llevaban el cuerpo de Birabent, y se rompía un telón. Pero no era un final oportunista, de pasarse de piola sino de haberle encontrado la vuelta a una cosa que era literariamente muy jodida de adaptar, sobre ese juego entre si había existido o no había existido. Todo eso me resultaba fascinante. Insisto en que no sé si ese efecto de que se caía una especie de escenografía era bueno: era bastante imperfecto, hasta por ahí un poco trucho, pero era como que cambiaba de un mundo a otro y ahí había algo que hasta entonces estaba trabado para el cine argentino; las películas de época eran aburridas, las adaptaciones literarias eran pésimas y no había un cuidado visual. Esa idea de jugar con lo irreal y lo irreal me obsesionó y quise poner algo de eso en mi segunda película, Como un avión estrellado, en el final. Me dije: es para ese lado que quiero ir.
Hay cosas de Silvina Ocampo que no tenía El impostor y que el cine argentino empieza a tener en La ciénaga, que no me cabe dudas de que tiene referentes en esa literatura. Hay algo en el sonido. Hay mucho de grillo, de tiros, de perros muertos. No adaptaría a Silvina Ocampo, pero hoy me interesan cosas tales como esas leyendas rurales terribles como las que se mencionan en El impostor, y me gustaría irme al campo a hacer algo así, algo en relación al suicidio. Algo con esos sonidos que están en esos cuentos y que yo aprendí de chico yendo al campo. Aunque yo sabía que si salía a las dos de la mañana con mi perro no me iba a pasar nada; en cambio, en Ocampo y en El impostor está ese temor crudo de campo, de pensar que algo terrible está por suceder.
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