Dom 17.07.2005
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HALLAZGOS >UNA VISITA A UN LUPANAR DE LOS ’30 CUADRO POR CUADRO

Juegos a la hora de la siesta

En el álgido 2002, una nena que volvía del colegio encontró, tirados en la calle, cuatro tubitos con fotos familiares. Pero adentro de uno de ellos, su padre, el fotógrafo Ricardo Ceppi, dio con un verdadero tesoro de otra época: un rollo en blanco y negro, tomado con una de las primeras cámaras de 35 milímetros en el país, que registran la visita de un grupo de cajetillas a un prostíbulo rural. Y, de paso, se convierten en un involuntario testimonio de usos y costumbres del país que ya no existe.

› Por Marta Dillon


Una niña vuelve de la escuela, tal vez saltando las baldosas o entregada a los ritos con que los niños suelen aliviar la falta de sorpresa de las rutinas diarias. Tiene doce años, su uniforme de escuela privada y la curiosidad necesaria como para develar un secreto sin tener ninguna intención. Están allí frente a sus ojos, unas cuantas cajitas de cartón, cilíndricas, entre tantas otras cosas arrojadas a la vereda porque ya no hay quien les dé el valor del uso. Caben en el puño de una mano, el tamaño exacto de los tesoros personales, los talismanes, las piedras, las joyas. Dentro de las cajas, en cambio, hay imágenes. Resguardadas del tiempo en una trampa tendida por la luz sobre el film, instantes eternos se conservan casi intactos en forma de negativos. La niña los reconoce; su padre es fotógrafo y destinatario del hallazgo. El será quien termine de violar un secreto privado arrojado a la vía pública después de casi setenta años de encierro: abrigado entre las imágenes de una familia que posa en la playa está el rollo de negativos blanco y negro, ajado por la rigidez del material de su época, pero lo suficientemente entero como para contar otra historia. La historia de unos hombres que una vez, cuando Argentina prometía ser el granero del mundo, entre las dos guerras mundiales, fueron de visita a una casa de mujeres. Una incursión privada en busca de favores sexuales, un secreto expulsado de su guarida pero que nunca termina de develarse. En definitiva, éstas son fotografías, registros de un tiempo y un espacio inmovilizado una vez y para siempre, pero aislados, separados de su secuencia histórica, de sus protagonistas, de los que podrían contarnos el antes y el después de los instantes eternos.

Pero allí están las fotos que el padre de la niña copia y amplía. Allí están los pequeños detalles que se inspeccionan una y otra vez en busca de algo más, detrás de las evidencias. ¿Qué decisiones se tomaron antes de cada disparo de la cámara? ¿Qué es lo que quiere contar el (o los) que obtura(n)? ¿Por qué documentar lo que en apariencia estaba destinado a permanecer oculto? De este secreto hubo pruebas. Este secreto estaba destinado a ser violado, o al menos compartido, que es el modo como los secretos se debilitan. Son treinta y siete fotos tomadas a la hora de la siesta, cuando el sol cae perpendicular y las viejas en el interior de Argentina repiten que es el momento en que únicamente salen las víboras. Es el tiempo que estos hombres eligieron para hacer su visita a esta casa de provincias, construida en apariencia –aunque nombrar lo relativo a la apariencia resulte obvio– con ladrillos y mezcla de barro, organizada en torno de un patio. Si esto es un prostíbulo, como se puede suponer por la levedad con que las mujeres donan sus favores sexuales, podríamos pensar que la noche anterior, sobre ese patio que rodea un alero al que dan todas las habitaciones, se dibujaron las figuras del tango y la milonga. Un baile triste pero enérgico, de talles apretados y piernas entrelazadas que ponen en contacto los sexos más allá de lo que sugieren las buenas costumbres de la buena sociedad criolla. No es el ritmo del dos por cuatro el que bailan los hijos de la clase alta, no al menos en público en los años ‘30. El tango fue de los barrios bajos, de los malevos de cuchillo y de los jovencitos bien que hacían su escapada para buscar mujeres que les dieran lo que las novias, las futuras esposas, negaban. En esta casa, en cambio, casi todo está permitido. Incluso irrumpir, al momento de la visita, en ese tiempo en que las mujeres parecen estar dedicadas a sus tareas privadas. A quitar los restos de la noche de la casa y de sus cuerpos, como una costra vieja que vuelve a formarse cada vez. ¿No alcanzaron a vestirse para la ocasión o es que su oficio apenas les permite colgar un batón de toalla sobre la piel desnuda? Las escobas y los baldes andan de mano en mano; el oficio de estas mujeres también es la limpieza y tal vez sea ésa la única clave de su atuendo. Han sido sorprendidas en un horario poco habitual. Pero algo en los gestos retratados devela cierta complicidad entre los visitantes y las anfitrionas, una cercanía que a ellos los hace sentir como en casa. Pasearse descalzos, sentarse a la mesa a disfrutar de un trago, posiblemente una cerveza o un vermouth, incluso comer un plato de guiso. Alguien comió en esa casa de mujeres. Están los platos de testigo, apoyados sobre un banco, con sus cucharas, detrás de una pajarera ¿puesta allí para la foto? A quien fotografía parecen interesarle esos pájaros enjaulados, como si le hicieran falta para contar su historia, para que quede registro del clima de esa casa en que las mujeres actúan para la cámara que irrumpió, tal vez, a la única hora en que ellas podrían dejar de ser mujeres públicas.

¿Será en la privacidad de alguno de esos abuelos que sonríen en las playas argentinas –según esas fotos que protegían a los negativos en blanco y negro– en la que estamos entrando? ¿La intimidad de quién estaremos espiando y violando con la publicación de estas imágenes? El fotógrafo que usa sus lentes para bucear en cada rincón de las copias no pudo averiguarlo. La niña no recuerda el lugar exacto del hallazgo, en los negocios de la zona no saben de nadie que haya muerto recientemente. Aunque los tubos que contenían los rollos fueron hallados en un barrio de clase media en el año 2002, los hombres que visitan a las mujeres parecen ser de clase alta. De hecho cuentan con una cámara portátil, obviamente importada y han revelado sus fotos en la casa Colo, en la coqueta calle Callao de Buenos Aires. Tal vez sus descendientes se hayan empobrecido al ritmo de la Argentina, o con los abruptos cambios que sufrieron los medios de producción después del ‘30, cuando burgueses y terratenientes pusieron en juego sus intereses en busca de imponer un país industrial para reemplazar a la potencia agropecuaria. Igual los retratados, la mayoría de ellos al menos, no son del campo. Nadie pasea por un pueblo polvoriento de la pampa bonaerense en saco y corbata y con los zapatos lustrados. Además, también han documentado el viaje de vuelta. Como si fuera la última escena de una fotonovela, la calva del que podríamos suponer el mayor se recorta contra el volante de un auto descapotable, con su parabrisas volcado. En ese automóvil viajan los extranjeros. Delante los anfitriones, en esa llanura eterna que dibuja el paisaje más extenso del país, se bambolean en un carro de tracción a sangre. Son cinco entonces los hombres. Uno toma la fotografía, cuatro aparecen en ella. Uno solo de ellos exhibió antes, ante la cámara, la intimidad de un orgasmo. Es el más elegante, el que nunca se quita la corbata, el que espía al fotógrafo que lo está espiando cuando comienza la escena sexual con un largo beso a la mujer que se sienta sobre sus piernas. Este hombre de manos enjoyadas es el que termina perdiendo su mirada oblicua y cómplice hacia los otros cuando comienza a inspeccionar en el sexo de su compañera ocasional. Mira la ropa interior de la mujer. Hurga sobre el algodón el hueco de su pubis. La hace sentir orgullosa de sus encantos, descubre sus piernas, las medias sin ligas, indolentes, desprolijas. Ella también mira a la cámara entonces, como si esto se tratara de un juego de niños que imitan al doctor y la paciente. En la toma siguiente la mujer lo masturba y los dos miran la escupida del placer, sonríen como si los sorprendiera la eficacia de la maniobra. Ella le hizo un favor y de inmediato se entrega a otro, propio de su condición de mujer: le cose un botón al saco de vestir del hombre que observa concentrado la tarea. Recién después, cuando ella termina, se abrazan. Hasta entonces casi no hay contacto entre los cuerpos. No hay pasión en ese abrazo, ella se entrega en el último acto de cuidado hacia el hombre. Le toma la cabeza como podría hacerlo una esposa. El se ríe, apoya la mano en la nalga de ella, los dos han representado la escena, tal vez como la imaginaban los hombres antes de empezar. Siguiendo la estricta línea de tiempo a la que nos somete la tira de negativos, la toma que sigue devela a otro testigo. Hasta se ha levantado sus anteojos, como si quisiera dar cuenta de que lo que ha visto permanece allí. Son dos en ese banco largo, veremos después, y en algún momento una mujer se suma a ellos y fuma. Algo que en esa época no está permitido más que a las mujeres de la noche. Sólo los separa de la escena erótica una mesa de madera en la que se acomodan vasos, alcohol y cigarrillos. Estos dos hombres son los menos activos, es probable que hayan visitado demasiadas veces esa casa de pueblo. Usan bombachas de campo, boinas, botas de caña alta o polainas. A ellos seguramente los tentaría más una visita a las polaquitas de la Ziwg Migdal, esas mujeres rubias que se traían de Europa con el engaño de un buen matrimonio para terminar trabajando en burdeles. Estas mujeres se parecen demasiado a las que dan la vuelta del perro caminando en círculo por la plaza del pueblo, mirando de reojo el candidato que podría convertirse en marido. Es una costumbre arraigada en la época ese paseo, mitad entretenimiento, mitad cacería de futuros prósperos con la única carnada de una virginidad intacta y algún encanto personal. La mujer de la primera foto, la desconcierta por su aire inocente y su trabajo de punto, podría estar en la plaza cuando la siesta afloje la modorra. Ella mira y teje. Pero no participa de la visita. A sus pies se sienta el hombre de las manos enjoyadas, mientras los demás se despiden. ¿Podría ser la hija que se intenta mantener al margen de alguna de estas entonces llamadas mujeres públicas? ¿Se la estará resguardando para ofrecerle otras opciones que estar disponibles al deseo masculino? Es joven, viste de blanco, su cuerpo siempre está entre la luz y la sombra. Ella no es igual a las otras. Ni siquiera está limpiando.

La niña que hizo el hallazgo no pudo saber enseguida de qué se trataba su tesoro. Su padre tuvo que tomarse un tiempo para reconocer los límites de lo que ella podía ver y lo que no. No todo lo que está en la vía pública está allí para ser compartido. Y en un país en decadencia, los límites son cada vez más difusos. En la calle se ama cuando no hay dinero para hotel. Se duerme, se come, se vive cuando se ha sido expulsado de tantos lados. ¿Será que el dueño de las fotos no ha muerto sino que ha tenido que apiñarse en casa de parientes perdiendo así sus objetos personales, privados? Ninguno de los hombres de las fotos podría haber imaginado un destino como ése, ni para ellos ni para ese Estado en construcción que era Argentina entre los ‘30 y los ‘40. Ellos ya empiezan a soñar con el progreso, se dejan fascinar por la tecnología que les permite registrar cada uno de sus pasos, una prolongación de sus encantos masculinos a los que se rinden las mujeres. Ellas se dejan mirar y tocar, los llevan discretamente, perdiendo incluso el protagonismo que ganan las jaulas, hacia la sombra de las piezas que rodean el patio. ¿Por qué las jaulas? ¿Una metáfora de las mujeres a las que van a visitar pero nunca los visitarán a ellos? ¿Y si las fotos fueron un regalo para alguna de ellas que lo conservó hasta que se hizo viejita y tuvo hijos, nietos y bisnietos, siempre con su secreto oculto en los pliegues de la memoria (y de otras fotos)? Para ser el desecho de un fotógrafo aficionado, hay que decir que cuatro tubos de negativos no es mucho para tirar ni para guardar. Conjeturas, nada más. Palabras que intentan coser el desgarro del tiempo del que se desprendieron estas imágenes irremediablemete ¿setenta, sesenta años atrás? Qué importa, qué les importa a los que pasaron la cámara de mano en mano para registrar su escapada. El instante es eterno no sólo en las fotos, también cuando se es joven crea la misma ilusión. Deshecha en el aire de un día para el otro.

Todo parece haber sucedido muy rápido en esa casa de mujeres, en esa visita. La luz apenas cambia mientras unos y otras están en el patio. Los ritos sexuales, incluso, parecen los más fugaces. Hay más tiempo dedicado a la oportunidad de la cámara. Para ella sonríen las mujeres, muestran sus baldes, sus escobas. Una, incluso, se cambia y posa para la foto con su vestido de fiesta, blanco y largo, para volver después a la sarga, la tela rústica que la cubre de día. Hasta el perro es obligado a sentarse en una silla. Todos son protagonistas: los cordiales apretones de mano después de la intimidad, tal vez el arreglo comercial que se vislumbra en una conversación al oído en la que uno de los hombres mete su mano en el bolsillo. Después los hombres se dejan vestir, siguiendo el rito de las jerarquías de género. Y parten. Unos en auto, otros en carro, hasta la planicie en la que espera un avión que se llevará a estos hombres a otro destino. Con su secreto oculto en una cámara portátil, una de las primeras en el país, seguramente. Un secreto develado de casualidad, mucho tiempo después, por una niña que volvía de la escuela, cuando ya no había custodio (o custodia) para la intimidad de unos hombres y unas mujeres que se encontraron una vez, a la hora de la siesta.

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