TEATRO > EL MUNDO DEL TRABAJO SUBE A ESCENA
Confabulaciones, conspiraciones, procesos de selección, trepadores, perdedores, gerentes, roscas: el trabajo en las corporaciones es un mundo de intrigas palaciegas y traiciones desalmadas: dos obras las ponen en escena.
› Por Carolina Prieto
En un caso es como ver una película de espionaje con agentes, dobles agentes, complots y estrategias maquiavélicas; más que ver casi presenciar desde un lugar invisible, y tal vez en esto radique lo más interesante de la propuesta. En el otro, el cuerpo se entrega a la comodidad de la butaca pero las neuronas tienen que estar alerta para no perderse en escenas que, como capas infinitas de una cebolla, develan las apariencias hasta llegar a una verdad donde nada es lo que aparentaba. En ambos casos se trata de teatro. Dos obras que iluminan zonas oscuras del mundo laboral en tiempos de globalización y competencia encarnizada.
Baño de hombres del Malba: doce personas se acomodan por ¿función? para ser testigos de las maniobras de un grupo de ejecutivos dispuestos a aprovechar una coyuntura para salvar sus puestos y ascender, a costa de otros que lo perderían todo.
Anfiteatro de la sala Picasso del Paseo La Plaza: cerca de cuatrocientas personas por noche se ubican frente a un escenario de colores grises y fríos, devenido una sala de espera ascética donde confluyen cuatro aspirantes a ocupar un puesto gerencial en una multinacional.
En la versión local de Reducción (Downsize es el título original), la ópera prima del norteamericano Christopher Welzenbach montada en baños de teatros, museos y bares de Chicago, el espectador permanece parado durante casi cuarenta minutos a pocos metros y, de a ratos, sólo a centímetros de los protagonistas, cinco gerentes de aspecto impecable en un baño también impecable. Todo brilla: azulejos, espejos, grifos, zapatos, trajes, cabelleras. Hasta que uno de ellos desempolva un plan para ocultar un negocio sucio y alzarse con el botín. Pato Machado interpreta a este yuppie con una naturalidad difícil de tolerar: es el canchero que grita cuando no es necesario, se siente imprescindible, se burla de los homosexuales y se obnubila frente a las bondades femeninas, aunque sean las de la mujer de un amigo. Con este arsenal de virtudes sugiere alianzas que implican riesgos y traiciones. Está el que no quiere perder lo conseguido; el que prefiere seguir los hechos desde el interior de uno de los baños; el obsecuente; el que aparentemente va a ser traicionado. Y todos se cruzan ahí, entre lavabos, mingitorios y puertas que se abren. El director Alejandro Casavalle (ya había quebrado la distancia entre actores y público en Punto Genital y en 10 Diez x) maneja los ritmos y las tensiones con solvencia, y hace del espectador una presencia casi cómplice y hasta incómoda. No para los actores, que se mueven con agilidad y violencia como si estuvieran solos, sino para los intrusos, que tienen que contener sus impulsos, especialmente frente al líder arrogante. La actitud del elenco es ambivalente: ignora por completo al público (“la indiferencia de los personajes tiene que ver con la modalidad de ciertos empresarios, de algún modo entrenados para ignorar al otro”, según el director) pero también lo interpela cuando le clava la vista o cuando consulta la hora en el reloj de algún espectador. Sin embargo, en un punto hay uniformidad: todos son inescrupulosos, hasta el que parece más honesto. Y algo de la tensión entre la limpieza y la suciedad del espacio (en ese baño reluciente ellos hacen sus necesidades) y de los personajes (la elegancia se da la mano con la ambición enferma) se vuelve efectiva.
Grönholm es el apellido de un sueco experto en selección de personal, comenta un personaje de El método Grönholm, uno de los cuatro que aspira a quedarse con un cargo en la multinacional Dequia. Y para ello se somete a pruebas ridículas y hasta perversas que de ficción tienen muy poco. Al menos así lo asegura su autor, el español Jordi Galcerán, un joven dramaturgo con varios premios a cuestas, que asegurahaberse basado en documentos reales para armar esta pieza con mucho de Gran Hermano y de un juego de simulaciones aceitado y macabro.
En una sala permanecen encerrados por unas cuantas horas (pueden salir, pero cruzar la puerta implica perder ipso facto la posibilidad de acceder al trabajo) los candidatos bajo el ojo invisible de una cámara. Allí comienza la contienda, con la llegada de una carta: uno de ellos no es un verdadero aspirante sino un miembro del departamento de recursos humanos que debe ser descubierto. Desde ese momento, cada uno se las ingenia para pasar las pruebas mientras afloran necesidades personales que, en ese contexto, pasan por debilidades. La sexualidad, los afectos, la muerte de los padres, las dificultades psíquicas son evaluadas en un proceso que se convierte en un juego de cajas chinas casi interminable. Y en el devenir del encierro, las certezas se desvanecen, las identidades muestran su doblez y el espectador tiene que hacer constantes reacomodamientos para seguir el hilo de la acción, hasta que las risas se endurecen y dan paso a la angustia. Los responsables son Alejandra Flechner, Martín Seefeld, Jorge Suárez y Gabriel Goity y se mueven con soltura en una zona de humor genuino. La dirección es de Daniel Veronese y marca su debut en el circuito comercial de la calle Corrientes: con apenas dos meses de ensayo, consigue mantener el interés durante casi una hora y media, alternando comedia y espanto.
Hace dos años en el Teatro San Martín, Top Dogs, del suizo Urs Widmer, trazó una sátira del neocorporativismo. Por estos días la apuesta se renueva y cuestiona, desde distintos ángulos, aquello de que “el trabajo dignifica”, mientras algunos diarios, desde sus secciones de empleos, difunden las técnicas implementadas en empresas (hay hasta breves sesiones de gimnasia o de yoga en las oficinas) para distender a los empleados.
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