PLáSTICA > LA (EN SU MOMENTO POLéMICA) COLECCIóN DEL MUSEO RUFINO TAMAYO EN PROA
Artista de origen humilde devenido en exitoso, reconocido y millonario, Rufino Tamayo quiso devolverle a México algo de lo que le había dado. Para eso propuso construir un museo en el corazón del DF donde exhibir gratuitamente su colección de arte contemporáneo y romper lo que consideraba “el cerco nacionalista” del movimiento muralista. Pero la reacción adversa fue feroz: Orozco lo increpó desde los diarios, Diego Rivera apenas le dirigía la palabra y con Siqueiros llegó a agarrarse a trompadas. Recién cuarenta años después México pudo ver la colección que ahora llega a Buenos Aires.
› Por Laura Isola
Además de traer a Buenos Aires una selección de la Colección Internacional del Museo Rufino Tamayo, la Fundación Proa, junto con los curadores Juan Carlos Pereda y Cecilia Rabossi, instalan en el ambiente los términos de una polémica que, a primera vista, parece no actual. Porque al mismo tiempo que se constata la presencia de las poéticas diversas, pero comunes al siglo XX, de Picasso, Magritte, Fernand Léger, Rothko, Francis Bacon, Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Antoni Tapiés, Jean Dubuffet, Joaquín Torres García y Christo, entre las 82 obras que componen esta muestra especialmente realizada para ser vista en la ciudad se oyen los ecos lejanos de la controversia entre universalismo, o cosmopolitismo, versus nacionalismo que signaron el nacimiento de este museo. A su vez, la creación del mismo en 1981 por el matrimonio Rufino y Olga Tamayo fue el punto álgido de la discusión que este artista sostuvo a lo largo de su carrera. Los cinco núcleos que organizan la exhibición son: 1) los planteos de los figurativos y sus reinterpretaciones del mundo como Bacon, De Chirico, Giacometti, Lam, Léger, Matta, Picasso, Toledo, entre otros; 2) las respuestas del arte después de la Segunda Guerra Mundial: el expresionismo abstracto americano y los diversos planteos informalistas europeos; 3) la propuesta del arte óptico y el arte cinético como ejemplos de la unión de la creación artística con la investigación científica; 4) la abstracción geométrica, y 5) por último el Arte Pop y las apropiaciones de lo real. Juntos evidencian en este recorte algo más que una historia sesgada del arte del siglo XX. Son la punta del iceberg de dos pasiones: el coleccionismo de Tamayo y su disputa contemporánea con los conspicuos representantes del muralismo mexicano sobre el ser nacional. Los argumentos de Tamayo para enfrentar aquella contienda, aunque parezcan muy osados y diferidos, fueron estas mismas obras. Para el artista, Desnudo sobre el diván de Picasso sería más efectivo que el águila y la serpiente.
Para que esta muestra tenga la fuerza de la experiencia única con el pasado y no una apreciación externa de él, tal como Walter Benjamin recomendaba en Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs, donde elegía la interpretación materialista histórica en desmedro del historicismo, hay que explicar que Rufino Arellanes Tamayo nació en Oaxaca el 26 de agosto de 1899 y que en 1907 murió su madre Florentina Tamayo y él quedó al cuidado de su tía Amalia, con quien vivió a partir de 1911 en la capital de la república. En 1917 se inscribió en la Academia de San Carlos, alternando sus estudios con la atención de un negocio de frutas en el mercado de La Merced. Dos años más tarde se dedicó a pintar e investigar por su cuenta. En 1921 fue designado jefe del Departamento de Dibujo Etnográfico del Museo Nacional de Arqueología, y Vasconcellos le propuso la confección del catálogo de dibujos de las piezas. En 1925 alquiló su primer estudio en la calle de La Soledad, donde pintó Dos mujeres en la ventana, Paisaje con rocas, Reloj y teléfono, El fonógrafo, Dos niñas mexicanas y Pareja con magüey, y diseñó una ex libris para Jaime Torres Bodet. En 1926 presentó su primera exposición de pinturas y fue el comienzo de un éxito de reconocimiento mundial que muchas veces no es tomado en consideración por la historia del arte. Cuando conoció a Olga, en 1933, estaba pintando un mural en la Escuela Nacional de Música. A los pocos meses se casaron y su matrimonio se volvió una sociedad altamente productiva: fueron los anfitriones más exquisitos durante su permanencia en Nueva York. Juntos trabaron las relaciones amistosas y de negocios que forjaron esa imagen tan imponente de Tamayo como un artista dandy. Sin fortuna familiar, más bien todo lo contrario, Tamayo llegó a ser un hombre muy rico y muy famoso en el mundo del arte. Sin Olga, dicen, no hubiera podido consolidar esa posición. Ella era una mujer moderna, una excelente cocinera y una compañera inseparable de su marido. La primera gran colección de Tamayo que se convirtió en museo fue la de arqueología, y el Museo Arqueológico de Oaxaca se inauguró en 1974. Esa colección exhibe una mirada estética sobre el material artístico precolombino y no exclusivamente su valor histórico. Tal fue la impronta que Tamayo le dio y la manera en la que, ya un artista famosísimo y millonario, quiso devolver a la comunidad algo del éxito obtenido con su trabajo. Lo que fue fácil en Oaxaca no tuvo el mismo derrotero en el Distrito Federal. El Museo Rufino Tamayo, que alberga la colección personal de este pintor, comprada en el lapso de diez años y que mezcla gustos personales, relaciones de amistad y una curiosidad sobre lo nuevo, tal como se puede apreciar en las diferentes instalaciones, debió sortear grandes obstáculos tanto para su construcción como para su apertura. Tamayo quería un predio en el bosque de Chapultepec, el pulmón de la ciudad. Sobre la ubicación, salieron a decir que quitaría espacio verde, que era contaminante. Sobre el proyecto de los arquitectos Zabludovsky y Teodoro González, que era defectuoso. Sobre los capitales, que eran privados. Sobre la colección, que no había suficiente presencia del arte mexicano y que no era necesaria la presencia de arte contemporáneo internacional en México. Sobre Tamayo, que era un ególatra, que era un extranjerizante, que era un imperialista. Todo esto en 1981, cuando finalmente se abrió el museo, cuando es posible ver un Picasso, un Bacon, entre tantos, y después salir y comerse un taquito al pastor y tomarse el mejor tequila del mundo.
Un poco sorprende que en 1980, cuando algunos teóricos ya habían anunciado el fin de la modernidad y el comienzo de otra cosa, que se hagan operaciones tan modernas como armar una colección, fundar un museo y levantar tal polvareda con una discusión sobre el origen y sentido del arte. Se puede explicar, entonces, que Tamayo, Diego Rivera, Siqueiros y Orozco se han venido peleando desde mucho antes y si bien no fueron estrictamente ellos los que a la apertura del museo siguieron la polémica, fue un modo de concebir lo nacional que hizo escuela con los muralistas. En 1944, Tamayo hizo una exposición y unas declaraciones que encendieron la mecha. Dijo en ese momento que la pintura mexicana estaba en decadencia. Por orden de virulencia, las respuestas se oyeron: mientras Orozco preguntaba en el diario El Nacional si tenía que contestarle en serio o en broma, Siqueiros, un poco más temperamental (recuérdese que quiso matar a Trotsky), lo desafiaba a pelear y llegaron a agarrarse a trompadas en una fiesta. Rivera, por su parte, siempre sintió que debía compartir cartel con Tamayo, aunque entre ellos las relaciones fueron de fingida cordialidad. De la pelea con Siqueiros, tan romántica (¡pelearse a trompadas por si es arte o no lo es!), queda un mural que Tamayo realizó en Dallas en 1953. Se llama El hombre, y mientras un hidalgo caballero se estira para tocar el cielo, un perro, con la cara de Siqueiros, hunde sus narices en la tierra.
Lo que Tamayo propone, desde sus primeras intervenciones, es una ruptura del cerco nacionalista y emprende una búsqueda del ser nacional que incluye el descubrimiento de Picasso, el arte precolombino y el arte popular. Tamayo no se engaña en pensar que está pintando para el pueblo, aunque quiere, con la construcción del museo, incluir a todos. La postulación sobre la ausencia del color local en el pensamiento y la obra de Tamayo recuerda mucho a lo expresado por Borges en “El escritor argentino y la tradición”: “Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos”. Pero Tamayo, como mexicano, estaba tranquilo. También sabía que podía serlo sin el sombrero ni la planta de magüey.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux