Domingo, 30 de junio de 2002 | Hoy
La semana que viene se estrena El ataque de los clones, el segundo episodio de la trilogía en que George Lucas quiere mostrar cómo un pobre chico talentoso cede al lado oscuro de la Fuerza y termina siendo el maléfico Darth Vader. Para matizar la espera, José Pablo Feinmann recorre el frondoso repertorio de villanas y villanos que Hollywood nos legó.
Por José Pablo Feinmann
ELLAS:
DE CLEOPATRA A CRUELLA DE VIL
Eva seduce a Adán que, en rigor, era un poco, digamos, pelotudo, por
decirlo suavemente, ya que se traga la manzana, el cuento de la manzana, y,
para colmo, no tiene relación con el Demonio, como, sí, la tiene
ella, y hubiera obedecido eternamente al buen Dios si ella no lo hubiese despertado
al pecado por medio de la seducción. Eva, entonces, digo, es la primera
villana de la historia, es decir, la villanía se inicia en la modalidad
de la mujer. Acaso se trate de una argucia machista, acaso el relato del Génesis
sea machista al pretender cargar las culpas del pecado en la mujer, pero, como
todo machismo, es idiota y exalta, por vía negativa, el valor de la mujer,
Eva en este caso, que lanza el torbellino de la historia humana negociando con
el Diablo, seduciendo al aburrido y obediente Adán y enfrentando al mismísimo
Dios, al feroz Dios autoritario y vengativo del Antiguo Testamento. De este
modo, son “ellas” las que desbocan la villanía, la posibilitan,
la comprometen con la temporalidad. Les debemos la historia humana. Nacieron,
subordinada y humillantemente, de una mera costilla del gran pajarón
del Paraíso, pero lo superaron en agresividad, temperamento, búsqueda
de lo nuevo, curiosidad infinita y pasión por lo complejo, aun cuando
implicara dolor, ya que de ese modo Dios las condenó a parir. ¿Cómo
no iniciar con “ellas” nuestra espectacular cabalgata a través
de la villanía en el cine?
No hay comienzo ni final. Queda el lector advertido: no estarán todas,
las primeras no serán las primeras ni las más recientes las últimas;
la elección será caprichosa, guiada por la memoria y la más
pura y descarada predilección, que para eso, insisto en decir esto que
no agradará pero es cierto, para eso el que escribe esto soy yo, y al
hacerlo elijo “mis” villanas y también olvido muchas que seguramente
amo tanto como ustedes, que me condenarán por olvidarlas. Es así,
no es posible recordar todo. Adelante.
Comienzo obvio: Theda Bara. Muy lejos para mí y sin duda para todos ustedes.
Luego Cleopatra en sus dos versiones: Claudette Colbert y la Taylor. La pobre
Cleo debe pagar sus pecados (sexo y ambición de poder) negociando otra
vez, como Eva, con una serpiente, pero los resultados, según se sabe,
son distintos. Sigamos. La primera Doña Sol de Sangre y arena, en versión
de Valentino, se llamaba Nita Naldi y devastó al latin lover en la versión
de 1922. No obstante, en 1941, retoma el personaje Rita Hayworth para aniquilar
a Tyrone Power. Doña Sol es caprichosa, manipuladora y utiliza el sexo
como arma de poder. Casi todas las villanas son así: saben que tienen,
en su cuerpo, una serie de elementos que los hombres codician: ojos, labios,
tetas, muslos y esa vaciedad, ese socavón infinito, esa nihilización
del ser, esa caverna de la perdición y del goce que acaso sea el centro
del universo, la concha. Rita vuelve a la villanía en Gilda. Es tan mala
que Glenn Ford le da la bofetada más célebre de la historia del
cine. Canta “Amado mío”, “Pongan la culpa en mami”
y hace un strip tease elegante, tan exquisito, tan minimalista que le alcanza
un guante, sólo quitarse un guante para volarle la cabeza a todo el mundo.
Rita repite su villana en La dama de Shangai, pero de rubia y entre espejos
y genialidades de Orson Welles, que le hace decir, moribunda, “Dale mis
saludos al amanecer”. Pocas villanas se despidieron del mundo con tan buena
literatura. Lana Turner fuma, luce mallas de baño y piernas largas y
bien torneadas, labios carnosos, cabellera infinitamente rubia y planes asesinos
en El cartero llama dos veces, donde John Garfield hace de Adán, ya que
es tan idiota como Adán y acepta bobaliconamente la invitación
de Lana para pecar, es decir, para matar a su marido. También Barbara
Stanwick (¡gran villana!) le hace a Fred MacMurray retirar de la realidad
a su marido, o sea, amasijarlo, en Pacto de sangre. Este es el “esquema
James M. Cain”: la mujer es la perdición. Lo repetirá Kathleen
Turner en Cuerpos ardientes, donde Adán es William Hurt y se come por
completo la manzana. La Turner (Kathleen) está increíble en esta
película: sexo puro, la más impecable esencia del pecado. Seguimos.
Barbara Stanwick en El extraño amor de Martha Ivers (1946). Y Mary Astor,
en El halcón maltés, entregando el tipo exacto de la heroína
maldita del film noir. Digámoslo: las mujeres son muy malas en los film
noir. Recuerden: Jane Greer en Regreso del pasado, la más perfecta de
todas. Aunque, si me lo preguntan (y si no me lo preguntan también lo
digo), la más mala de todas las chicas malas bien podría ser Gene
Tierney en Que el Cielo la juzgue. Posesiva, celosa, con unos celos que la llevan
a destruir todo lo que teme perder, es uno de los monstruos más perfectos
del cine. Su madre, tal vez con cierta condescendencia, dice que su problema
es “que ama demasiado”. Y tiene algo de razón; Gene ama demasiado,
no tolera que lo que quiere no se le someta, no sea suyo hasta los más
remotos confines de lo absoluto. Acaso sea inverosímil que lo que quiera
sea Cornel Wilde, que era más idiota que Adán, pero el cine es
así: Cornel venía de hacer Chopin (atormentado por otra gran villana:
George Sand) y era perfecto para el papel. Gene le ahoga al hermanito en un
lago. Falta un detalle: el hermanito es paralítico. Gene queda embarazada
y siente que el niño le quitará el amor de Cornel: se tira de
una escalera y se provoca un aborto. Gene, finalmente, se envenena y organiza
todo para que Cornel sea culpado por su muerte, y encarcelado y ejecutado y
le dice, heladamente le dice: “Jamás te librarás de mí”.
La película, recuerden, se llama Que el Cielo la juzgue, algo que, correctamente
interpretado, debiera significar que Gene ha sido tan mala que sólo el
Cielo, es decir, Dios, que anda siempre por allí, puede juzgarla y no
la justicia humana. Pero esto no debiera preocupar a Gene: si Dios la juzga
culpable y pecadora, si la rechaza... el Diablo la estará esperando con
los brazos abiertos, la sentará a su diestra y la tratará como
a una reina, la más perfecta de sus discípulas, y ella sabrá,
feliz, que lo merece, que el Diablo, sí, es suyo para siempre y nada
habrá de arrebatárselo. Ni siquiera se arriesgará a tener
con él un hijo, ya que esos avatares, lo sabe, están reservados
para una jovencita que habrá de llamarse, en los 60, Rosemary.
Bette Davis llevó muy alta la villanía. En La carta (1940) empieza
la película disparándole uno, dos, cuatro, seis, siete, quince
tiros a su amante, nunca supe cuántos ni me importa, parecen interminables,
tal es su deseo de matarlo. Y luego, apartándose del abrazo fofo y baboso
de Herbert Marshall, gran cornudo de Hollywood, Adán irredento, exclama:
“Con todo mi corazón... ¡aún amo al hombre que asesiné!”
Bette padece la villanía de Anne Baxter en La malvada, que es Anne, quien,
pavorosamente, encuentra en acción a “su” malvada en la escena
final. Bette, sin embargo, retornagloriosamente a la villanía: ¿Quién
mató a Baby Jane? (1962), glorioso grand guignol de Robert Aldrich donde
Bette tortura minuciosamente a Joan Crawford, que era mala en el cine y, según
su hija, más mala en la vida, pero, se sabe, las hijas de las divas son
muy ingratas, y si uno lee Mommy dearest advierte que la villana es la hija,
y si ve la película la villana es Faye Dunaway, que está espantosa,
como lo estará en Evita Perón, ese mamarracho que hizo sobre nuestra
Eva, esa trepadora, déspota, fascista y, claro, prostituta, según
la versión de Madonna, que era una proyección fenomenal de la
intérprete sobre el personaje interpretado. Sigamos. ¡Marlene Dietrich!
¡El ángel azul! ¿Hay alguien más perverso que Lola-Lola?
También a esta chica el Diablo la pondría a su diestra. Con lo
que comprobamos un dicho popular de honda sabiduría: “El Cielo será
muy lindo, pero en el Infierno están las mejores minas”. Difícil
desmentirlo.
Algunas más: Marilyn en Torrente pasional (Niágara), el primer
film en que la Fox explota a su gran estrella a fondo, la pone junto a Joseph
Cotten y le ordena, vía guión, vía Henry Hathaway, el talentoso
director del film, que lo vuelva loco, algo que Marilyn no encuentra dificultoso
hacer, ya que le alcanza para tal empresa caminar por ahí con unos vestiditos
increíblemente ajustados, cantar, en medio de una noche de verano, una
canción hipersexy, con una boca tan roja como rojo podía ser el
Color De Luxe de la Fox, y mirar algunos muchachitos jóvenes, fornidos
y algo bobos, aunque nunca tan bobos como Casey Adams, que hace de marido de
Jean Peters, el matrimonio “bueno” de la peli, como “malos”
son Marilyn y Cotten, enfermo de celos él y obstinada en torturarlo ella,
a quien Peters ve, ahí, en las Cataratas del Niágara, besándose
con un tipo de un modo, por decirlo claro, inolvidablemente caliente, y sabe
que algo terrible va a pasar entre esos dos, ya que si Cotten es tan celoso
no es adecuado que Marilyn se bese así con ese tipo, menos aún
si él, como en rigor ocurre, la descubre, y, como no podía ocurrir
de otro modo, ya que está repiantado el pobre, la persigue, y Marilyn
camina rápido con su vestido ajustado y su culo que enloquece a la platea
y enloquece a Cotten que, para desgracia de ella, la alcanza en una catedral,
o algo así, y la ahorca tan despiadadamente como son despiadados con
el pecado los filmes con trasfondo moralista: no te vistas como Marilyn, no
te levantes tipos en las cataratas, no los beses con ardor, no te contonees,
no mires provocativamente a jovencitos con bíceps, ya que si haces todo
esto, niña, el villano de la peli te ahorcará sin piedad, castigándote.
Sigamos. Jean Hagen en Cantando bajo la lluvia, nunca la maldad fue tan adorable,
tan divertida. Annie Girardot en Rocco y sus hermanos le dice a Alain Delon,
con una genial música de Nino Rota que mezcla a Tchaicovsky con una canzoneta
napolitana, “Te odio, arruinaste mi vida” y vuelve a prostituirse,
y Simone (Renato Salvatori, uno de los grandes villanos del cine en esta película
monumental) la busca en un paraje solitario, la encuentra, ella abre los brazos
en cruz, recibiéndolo, y él la acuchilla. Y llegamos casi al presente.
(Se acaba el tiempo, el espacio.) Theresa Russell en La viuda negra, excelente.
Linda Fiorentino en La última seducción, una villana que, con
perdón, se coge todo y todo le sale bien, sí, créase o
no, Linda se sale con todas las suyas en esta película y el pecado no
se castiga, ni tampoco el sexo excesivo, instrumental, y ella se lleva el dinero
y todos sus galanes quedan desparramados en el pasado. Bravo por Linda. Y terminamos
con Glenn Close, con Glenn, a quien queremos tanto, en dos películas
desiguales: Atracción fatal, donde enloquece a Michael Douglas, pero
es castigada en nombre de la familia, las buenas costumbres, el imperativo categórico
yanki: “Si eres un buen americano, no la pongas fuera de tu casa”
y hasta la prevención del sida, demasiado para ella que, de todos modos,
ya había hecho su gran contribución a la causa de la villanía
en Relaciones peligrosas como la pérfida Marquise de Merteuil, que juega
cruelmente con las pasiones de los otros, que desafía al Vicomte de Valmont
(Malkovich, en un inolvidable “villano” que muere de amor) a enamorar
a Madame de Tourvel y luego abandonarla, dejándola destrozada, algo que
Valmont hace pero al precio de quebrar irreparablemente su corazón, ya
que se enamora de la Tourvel porque la Tourvel es Michelle Pfeiffer y, claro,
se comprende que al pobre hombre le pase eso. La escena final de la Close en
el teatro de ópera, abucheada, odiada y luego su largo plano frente al
espejo son maravillosos, como ella. Que insiste en la villanía como Cruella
De Vil en 101 dálmatas, película con la que habrá cosechado
muy buenos dólares asustando perritos dálmatas, sin lograr, no
obstante, superar el dibujito animado. Ni ella pudo.
ELLOS: DE JACK EL DESTRIPADOR A HANNIBAL LECTER
De Jack queda poco por decir. Pareciera que su gran mérito es no haber
sido atrapado nunca, cosa que confirmaría la posibilidad del triunfo
del Mal, su no castigo. No merecía semejante honor. Lo debieran haber
encontrado las prostitutas de Whitechapell y colgado de donde ustedes imaginan.
Era un enfermo de puritanismo victoriano, un sexópata machista, un cirujano
fracasado, un habilidoso en el arte del raje. Se hicieron infinidad de películas
sobre él porque encarna un deseo subrepticio de media humanidad: matar
a las mujeres quienes, según un hondísimo y no muy inconsciente
concepto de los machos de este mundo, son todas malas, todas putas, salvo mamá.
Lo que sigue (el lector queda avisado) será algo vertiginoso. Hollywood,
desde los ‘30, se fascinó con los gangsters y quienes brillaron
en eso fueron Cagney, Robinson y Bogart. Los tres hicieron tres personajes inolvidables:
Robinson hizo al Pequeño César, que se llamaba Enico y disparaba
y cerraba los ojos porque lo asustaban las salvas y al final muere y dice la
frase que quedará en la historia: “¿Es éste el final
de Enrico?” Lo era. Bogart hizo a Duke Mantee en El bosque petrificado
robándole la peli a Leslie Howard, que lo había pedido para el
papel, y a la mismísima Bette Davis, y Cagney hizo al enemigo público
número 1 ¡y le reventaba un pomelo en la jeta a una mina! Años
después se superó e hizo Alma negra, gran película de Raoul
Walsh. Terminaba volando todo, inmolándose en la catástrofe y
gritándole a su santa madrecita: “¡Top of the world, mom!”
En 1947, año histórico para la villanía, Richard Widmark
hace al más memorable psicópata del film noir: Tommy Udo, que
tira a una paralítica por una escalera, amasijándola, claro. Pero
en 1950, para mí, al menos, Widmark se supera y compone al Harry Fabian
de Siniestra obsesión (Night and the city), donde el villano, el bad
guy, es el protagonista de punta a rabo y entrega una de las muertes más
relevantes de la historia del cine. Robert Ryan hará muchos villanos
y todos memorables: junto a Barbara Stanwick incendiará la pantalla en
Clash by night, de Fritz Lang (no sé el título en castellano),
ya había deslumbrado con su Montgomery, racista, brutal, sádico,
de Crossfire y estará impagable en El precio de un hombre de Anthony
Mann y La casa del sol naciente de Samuel Fuller. Los villanos son inagotables
y los actores que los hacen siempre se lucen porque meten miedo y mueren y morir,
en el cine, asegura una, al menos una, poderosa escena para cualquier actor.
Jack Palance en El desconocido, Dan Duryea en Winchester 73, Ernst Borgnine
en Johnny Guitar (aquí la mala es memorable: Mercedes McCambridge), Joseph
Wiseman en La antesala del infierno y en Dr. No (¡él fue Dr. No!),
Kirk Douglas en Cadenas de roca, George Zucco haciendo Moriarty, el enemigo
de Sherlock Holmes, malvado pero tan inteligente como él, Henry Daniell
en Jane Eyre y El profanador de tumbas, y los monstruos, Bela Lugosi, Lon Chaney
padre e hijo, Christopher Lee, Vincent Price y Boris Karloff como el Monstruo
de Frankenstein o como la Momia o como Fu Manchu y luego el gran Robert Mitchum
de La noche del cazador y Cabo de miedo y Broderick Crawford en Decepción
y el Capone de Rod Steiger y luegoel de De Niro y, antes, Conrad Veidt en Casablanca
y Claude Rains en Notorious y Sessue Hayakawa en El puente sobre el río
Kwai y Leo G. Carroll en Cuéntame tu vida y Charles Laughton en Motín
a bordo y Basil Rathbone como el pirata Levasseur atravesado por el capitán
Blood (Errol Flynn) y Raymond Burr en La ventana indiscreta y –desde luego–
Anthony Perkins en Psicosis y Orson Welles en Sed de mal y, sí, en El
ciudadano y George Sanders en Rebeca y La malvada y Clifton Webb en Laura y
Peter Lorre en M y Laird Cregar en Concierto macabro y Charles Boyer en Luz
de gas y Robert Walker en Extraños en un tren y Victor Buono en ¿Qué
pasó con Baby Jane? y Dennis Hopper en Terciopelo azul y Máxima
velocidad y...
Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes, ya que con algo hay que cerrar
y no estará errado hacerlo con él, acaso el más destacado
villano de los últimos años. El doctor Lecter es brillante, es
psiquiatra y, arriesgo, tiene el mérito de conjugar en sí las
dos características de los personajes que Arthur Conan Doyle enfrentara
en los textos de Sherlock Holmes: Moriarty y el hombre de Baker Street. Veamos.
Lecter es tan deductivo como Holmes, algo que le permite poner su inteligencia
al servicio de la ley y ayudar a Clarice Starling (Jodie Foster) a conjurar
los crímenes del serialista llamado Bufallo Bill. Pero en Lecter asoma
también la maldad del profesor Moriarty, ese genio del Mal. Lecter lo
es, pero con un agregado que Conan Doyle jamás se hubiera atrevido a
incluir: el hombre es caníbal. Así, le dicen Hannibal, The Cannibal,
Lecter. Hopkins adorna al personaje con la exquisitez de su british accent,
cosa que también lo acerca a Holmes. Pero un Holmes mezclado con Moriarty
y la antropofagia. Lecter ayuda a Clarice, el asesino es atrapado, Lecter queda
libre y se dispone a almorzarse al personaje más antipático del
film.
Hay algo que fascina en el doctor Lecter: disfruta con la abyección.
Ejerce el Mal y encuentra en él la forma perfecta de lo absoluto. Volvemos,
de este modo, a Georges Bataille y su análisis de la obra de Jean Genet
a través del célebre texto de Sartre. En su punto más alto,
el villano, el hombre que se consagra al Mal, busca una experiencia que semeja
la de la santidad. “Genet (escribe Bataille) quiere la abyección,
aunque sólo traiga consigo el sufrimiento; la quiere por sí misma
(...) la quiere por su propensión vertiginosa a lo abyecto, en la que
se anonada, de manera inversa a como el místico se anonada en lo sagrado”.
De este modo, en ese punto en que la conciencia se nihiliza, se consume en el
goce de una experiencia extrema, el Bien y el Mal, la santidad y lo demoníaco,
parecieran identificarse. Así de compleja es la cosa.
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