DE MAO A MICK
Con la excusa de festejar los cuarenta años del grupo, Mick Jagger metió a los Rolling
Stones en el taller y los prepara para embarcarse en una gira que los llevará
por primera vez a China. Pero la idea no
es nueva: hace veinte años, Jagger le pidió a Chet Flippo, un periodista
de la Rolling Stone, que escribiera un breve alegato explicándole a Pekín
por qué los Stones eran algo necesario para la juventud maoísta.
El manifiesto se presentó, las autoridades dieron el visto bueno, la gira
se anunció, y cuando faltaba un mes Jagger lo arruinó todo. A continuación,
el mismo Flippo cuenta cómo fueron esos días en los que el rock llegó a convertirse en un asunto de alta diplomacia.
Por Chet Flippo
Pica, pica, pica, pica, pica. Raspa. Pica, pica, pica, pica. Raspa. Pica. Pausa. El único sonido que se escucha en el cuarto es el quebradizo impacto de una hojita de afeitar de un solo filo al golpear la superficie un pequeño espejo de mano luego de atravesar una y otra vez la brillante montaña de polvo blanco. Pica, pica. El trabajo es extremadamente meticuloso. No quiere dejar ningún pedazo que pueda dañar el interior de la nariz lista para recibir el brillante polvo blanco. Pica. Los cristales nevados forman dunas en miniatura. Pica. Raspa. El picador raspa alrededor de los restos hasta formar dos gruesas rayas y se toma su tiempo para mirarlas, como si estuviese paseándose sobre el anhelante cuerpo de un amante. Sólo entonces el picador enarbola un tubo transparente de unos cinco centímetros de largo. Inserta uno de sus extremos en el orificio derecho de su amplia nariz, apoya el otro en una gruesa línea blanca y –con un sonoro ruido– procede a aspirar unos sesenta dólares de lo que espero sea lactosa y procaína. No me ofrece. No hay problema, igual yo no quería. Lo observo sentado. Tira su cabeza hacia atrás, para dejar que el empalagoso polvo penetre en cada cavidad de su acaudalada cabeza. Después –y sólo después– Mick Jagger me mira, se toca una narina, ensaya una malévola sonrisa que deja ver un diamante en uno de sus dientes, y habla: “¿Fumás, no es cierto?”, pregunta con su más encantadora voz de hombre provinciano.
“Depende...”, comienzo a decir pero, sin esperar la respuesta, el hombre más famoso del rock mete la mano en un cajón de su escritorio y extrae una bolsa con un tabaco verde y un paquete de papel de armar. Concentra ahora toda su atención en limpiar el tabaco, descartar las semillas y armar un cigarillo. Miro alrededor. No tengo apuro. Aquí, en el departamento neoyorquino de Jagger, desde el que se dominan las copas de los árboles del Central Park, son algo así como las cuatro de la tarde de un balsámico domingo 7 de abril de 1979. Por entonces Jagger estaba viviendo a una cuadra del refugio de John Lennon en el Dakota. El edificio no era para nada especial, y el departamento tampoco. El nivel de ruido era considerable. Un departamento en un segundo piso de Manhattan, sobre una avenida como Central Park West, puede ser como vivir dentro de un radiograbador como esos que llevan los rappers callejeros sobre los hombros. Sin embargo, era un departamento aireado, agradable y hogareño, como cualquier espacio que ha sido pensado para vivir en él más que para impresionar a sus ocasionales visitantes. ¿Por qué estaba yo ahí ese domingo en lugar de seguir en la cama, revolcándome con los cinco kilos de suplementos del New York Times dominical? Aún no tenía ni idea. Había escrito durante años artículos sobre los Rolling Stones. Ninguno podría ser considerado, digamos, “positivo”. De hecho, me habían echado de su gira norteamericana del ‘78, apenas un año antes. Sin embargo, siempre había intentado escribir honestamente sobre el grupo. Tal vez, calculé ese domingo sentado en la pequeña y soleada oficina de Mick, esa honestidad me haría merecedor de una Medalla de Oro de los Stones, o alguna pavada por el estilo. Jagger, encorvado sobre su escritorio, seguía armando su cigarrillo casero.
Aquella mañana había recibido un llamado de Jane Rose, la muy eficiente conexión de los Stones con el mundo real. “¿Podés encontrarte esta tarde con Mick?”, me preguntó enigmáticamente. “Seguro”, le respondí. ¿Qué cosa mejor podía tener planeada? Así que camino hacia Central Park West, paso el Dakota de Lennon, y el portero del 135 C.P.W. me manda derecho al departamento 2N por una escalera circular de mármol. Me abre el propio Mick, en jeans, medias y una chomba con el cuello abierto. “¿Podemos sentarnos ahí un rato?”, pregunta, conduciéndome hacia un pequeño living que da a la avenida. El centro del cuarto es un televisor Sony Trinitron apoyado sobre la caja en la que vino. Los dos nos sentamos en un sofá y comenzamos a recorrer los canales de televisión. Como Keith Richards estaba por tocar en Canadá en un show a beneficio para los ciegos como parte de su sentencia por posesión de drogas (una bolsa llena de smack), le pregunto a Jagger si se reuniría con Richards y sus New Barbarians para transformar el recital en un evento Stone. “Claro”, afirma, con un dejo de ironía. “Pero sólo si encontramos la forma de marcar las entradas para prevenir que los cieguitos las revendan.” Por un rato, intercambiamos bromas de mal gusto sobre los lisiados.
Finalmente, aparece la causa de la espera. Deslizándose radiante con sus patines por el parquet hasta abrazar a su papá, llega Jade Jagger. Detrás de ella, alta y hermosa, está Jerry Hall, sin aliento luego de un raid de compras. Explica que no le alcanzó el dinero como para comprarse ella también un par de patines. “Costaban 157 dólares y no tenía el dinero ni me quedaban cheques en la chequera”, dice en su encantador acento texano mientras le dedica a Mick una sonrisa fascinante. Jagger la abraza por debajo de la cintura y musita: “Pobrecita, no tenés tarjeta de crédito, ¿no es cierto?”.
Jerry y Jade nos dejan para ir a caminar y patinar, respectivamente, por el Central Park. Entonces Mick me invita a pasar a lo que parece ser su oficina. “No hay nada en casa”, se disculpa. “¿Qué te gustaría tomar?”, pregunta, y llama a un Deli para que nos traigan una cerveza y una gaseosa. Mientras esperamos, hablamos de cualquier cosa. Quiere saber qué están haciendo Dylan y Lennon. Yo quiero saber qué es lo que él está haciendo. Finalmente llega un chico con el pedido, que por supuesto reconoce a Mick, para su mutuo placer.
Nos sentamos con nuestras bebidas y Mick se dedica a sus rituales con la hojita de afeitar y el papel de armar.
Cuando termina de sellar con la boca su cigarrillo, deja que se seque durante un par de segundos y lo enciende. Le da una larga pitada capaz de llenar ambos pulmones, y me lo pasa. “Queremos ir a China”, dice finalmente, luego de exhalar una consistente voluta de humo hacia la ventana abierta sobre el parque.
He quedado estupefacto, ya sea por el cigarrillo o por esta súbita e inesperada camaradería con un gigante del rock’n’roll. Tomo un trago de cerveza que me aclara la mente y pregunto: “¿Quieren ir a China? ¿Y qué tengo que ver yo con eso?”.
Mick se inclina decidido hacia mí. “Los Stones quieren tocar en China. Nunca llegaremos a Rusia, pero el gobierno chino está interesado”, explica con una sonrisa satisfecha. Al fin y al cabo, los Stones lo quieren todo. Lo más cerca que estuvieron de penetrar en el mundo comunista y corromper su incorruptible juventud fue cuando tocaron en Varsovia, Polonia, el 13 de abril de 1967. ¡China! Semejante territorio virgen. Incalculables legiones esperando ser convertidas al rock’n’roll...
Medito sobre esto mientras legiones de jóvenes con sus radiograbadores al máximo desfilan bajo las ventanas de Mick Jagger. En ninguno de ellos suena una canción de los Rolling Stones. “¿Por qué yo?”, pregunto finalmente, mientras Mick me alcanza nuevamente el cigarrillo.
“El gobierno chino no sabe realmente quiénes son los Stones”, dice con una mueca satisfecha. “Lo que necesitamos, –prosigue–, es una concisa y detallada historia y descripción de la banda para ser presentada ante el gobierno chino. Algo que le explique al gobierno por qué China nos necesita.” El exagerado énfasis en la palabra “necesita” queda suspendido en la habitación, incluso más que el humo que nos rodea. “Y lo necesitamos escrito. ¿Podés convencer al gobierno chino de que necesitan a los Rolling Stones?”
Bueno... ¡por supuesto que sí! ¿Hay algo más divertido que tratar de meter a los Stones en China? ¿Que encajar a estos millonarios misántropos y misóginos, ejemplos del capitalismo y la decadencia, en la Revolución China? Me desarmo en una carcajada. No lo puedo evitar. Mick está intrigado. Lo primero que le digo me sorprende incluso a mí, porque no es algo que normalmente me preocupe. “Mick, no hay suficiente electricidad en China como para tocar ‘Jumping Jack Flash’ al aire libre.” Luce aliviado. “Bueno, entonces llevaremos algunos generadores.”
Okey. Si ustedes creen que con eso va a alcanzar es cosa de ustedes, pienso. Le pregunto en qué están las cosas con los chinos. Se pone serio. Se han reunido, cuenta, con el embajador chino en Washington y el encuentro ha sido satisfactorio. Un franco intercambio de opiniones y todo eso. El único problema es que el embajador expresó una leve preocupación: la presencia de los Stones podría devenir en un fenómeno negativo en el espíritu de una juventud nunca antes expuesta a semejantes influencias. Mick dice que, a pesar de esto, sentía que se había ganado al embajador. Pero restaba un último detalle: necesitaba un argumento persuasivo en papel para enviar a Pekín, y lo necesitaba lo antes posible. Ya.
“¿Qué es lo que tenés en mente, exactamente?”, le pregunto a Jagger, después de que conseguimos una nueva cerveza. “Chet”, me dice, con un falso acento sureño que se suma a esa mueca amistosa que tanto le funciona. “¿Podés decirle a China que deben tenernos?” Nunca lo vi tan serio. Sin embargo, ninguno de nosotros –al menos eso creo– siente que éste sea un momento histórico. Nos seguimos pasando el cigarrillo y conseguimos más cerveza. “Puedo”, le respondo.
“Pero lo que no puedo es bañarlos en azúcar”, aclaro. “Ustedes tienen una historia muy conocida y no creo que los chinos sean tan ingenuos como para creer que están invitando a la familia Ingalls.” Mick se ríe de manera exuberante y se levanta para ir a buscar más cerveza. “Ya lo sé”, dice cuando regresa. “Sólo iluminá nuestra mejor cara. Citá las letras adecuadas. Explicá por qué somos lo que somos.” Pica, pica, pica.
Hablamos durante un par de horas sobre los hitos en la carrera de los Stones, sobre el lugar que ocupa la banda en la historia de la música popular norteamericana (y no, llamativamente, en la música popular inglesa), sobre la importancia de la tradición del blues, sobre la sustancial presencia que los Stones mantienen en todo el mundo, etcétera. Una estimulante discusión sobre la cultura pop y su rol e impacto en la sociedad. Entonces lo miro directo a los ojos y le pregunto la única pregunta que sé que debo preguntar: “Mick, ¿qué hacemos con Altmont?”. La pregunta flota en el aire como una gran nube de polvo en esta tarde soleada. Un ritmo disco que sale de un radiograbador en la vereda se mete por la ventana. Mick mira para otro lado y se ríe nerviosamente. Entonces coordina su más encantadora y agradecida sonrisa y apunta su mirada de 300 kilowatts hacia mí: “¿Por qué hay que decir algo sobre Altmont?”. Me quedo en silencio por un momento. Hasta que finalmente le respondo: “Es un hecho histórico”. Mick hace una mueca. “Bueno, pero no hay necesidad de ser sensacionalistas.” Seguimos así durante un buen rato, ambos semiborrachos y semi-drogados, poniéndonos semifilosóficos. Me retiro cuando regresan Jerry y Jade.
Vuelvo a mi casa preparándome para decirle a mi esposa: “¿Adiviná lo que hice hoy, querida?”. El asunto no la impresiona demasiado. Pero yo me paso las dos noches siguientes escribiendo un brillante alegato a favor de una banda de rock’n’roll a la que probablemente no debería permitírsele acercarse ni siquiera a un millar de kilómetros de distancia de las fronteras chinas, y mucho menos llegar hasta el corazón de la revolución permanente. Los Rolling Stones son dueños absolutos y permanentes de los derechos de autor de ese documento histórico (por el que me pagaron 500 dólares), así que no puedo presentarlo aquí y nunca van a leerlo. ¡Pero los malditos chinos se lo tragaron entero! ¡Iban a dejar entrar a los Rolling Stones! Iban a dejar que estos insidiosos capitalistas descarriados, agentes del pecado y la desidia, infectasen a una correcta juventud con las incorrecciones del veneno occidental. Este es un extracto de un cable del 17 de octubre de 1979: “Los Stones girarán por China la próxima primavera. La invitación fue extendida a Mick Jagger mientras compartía una taza de té con el embajador chino en Washington. Es un gran logro para los Stones, que siempre han sido considerados por los países detrás de la Cortina de Hierro como símbolos de la decadencia occidental y como una amenaza para la juventud comunista. Ahora parece que China está dispuesta a recibirlos para entregar una imagen de apertura y liberalismo”.
Bueno. Eso no es nada comparado con lo que traté de alcanzar en aquel pequeño manifiesto Stone. ¿Héroes de la clase trabajadora? Ya saben quiénes. ¿Campeones de los desposeídos? Adivinen. ¿Quiénes son los verdaderos revolucionarios de la música rock? No se trata precisamente de los Beatles. ¿Qué grupo atacó constantemente la hipocresía de la clase alta y la decadencia de la sociedad occidental? Creo que ya lo saben. Incluso encontré la forma de aprovechar la presidencia de Charlie Watts en la sociedad de perros pastores del norte de Gales.
Aunque no lo parezca, era un documento muy sobrio que demostraba cómo los Stones (Altmont incluido) constituían la más occidental de las bandas occidentales que los chinos podían apreciar. Apenas lo terminé de tipear se lo envié a Jan Rose a la oficina de Rolling Stones Records en el Rockefeller Center y ella lo hizo traducir al chino y se lo hizo llegar al embajador en Washington, que lo derivó a Pekín. Y todos se sentaron a esperar.
Keith Richards recibió su copia en Jamaica y me llamó a casa para decirme lo mucho que me lo agradecía y, ya que estaba, para preguntarme cuál era la canción de los Stones citada, que era tan democrática (“La sal de la tierra”, del álbum Beggars Banquet).
Pekín estaba satisfecho, o al menos eso parecía. Comenzaron a aparecer artículos en los diarios sobre el tour de los Stones por China. Mick fue invitado nuevamente a Washington para discutir con el embajador y otros oficiales chinos la realidad de semejante gira. Mick nunca dirá qué fue lo que sucedió, pero la reunión aparentemente terminó en un lío y los chinos quedaron horrorizados por algunos de sus comentarios. Gente vinculada al grupo me comentó que Mick le hizo pasar un momento difícil al embajador. Obviamente, no llegaron a ningún acuerdo. Los Stones iban a girar por China no en un mes sino recién cuando el infierno se congelase. La opinión de las personas cercanas a los Stones era que Mick lo había arruinado todo. Deliberadamente, agregaban. Todos saben que hace cosas como ésas de vez en cuando.
Traducción y adaptación: Martín Pérez