CINE 1
No estamos solos
El ciclo “Alerta Rojo” de la Lugones ofrece la posibilidad de ver en pantalla grande Llegaron de otro planeta, la película de Jack Arnold pionera de la ciencia ficción hollywoodense que, durante el macartismo,
desembocaría en un alud de films sobre pobres
ciudadanos viviendo bajo la amenaza permanente
de seres extraterrestres (por lo general, rojos).
POR MARIANO KAIRUZ
En la escena más tenebrosa de La invasión de los usurpadores de cuerpos, el Doctor Miles Bennell describe el instante en que comprendió por primera vez en su vida el verdadero significado de la palabra “horror”. Fue al besar a Becky Driscoll, su novia, que había estado esperándolo. Cuando se encontraron, Becky estaba tan linda como siempre, o más aún. Sólo que ella... ya no era ella.
Estrenada en 1956 (y conocida originalmente en la Argentina con el título de Muertos vivientes), esta película de Don Siegel suele ser destacada dentro de la prolífica producción de ciencia ficción clase B de la década, elevada incluso al status de culto entre las obras surgidas durante los sombríos años dominados por los escandalosos interrogatorios del Comité de Actividades Norteamericanas, muchas de ellas cortesía de ese oscuro senador de Wisconsin que le diera nombre a la particular caza de brujas que signaría a la época. Pero, si bien es innegable que la terrorífica idea de la usurpación de cuerpos había logrado encarnar a la perfección la paranoia “roja”, también es cierto que el concepto ya había aparecido tres años antes, de una manera tal vez menos sofisticada, en dos films: en Invasores de Marte, de William Cameron Menzies, y en una de las primeras películas rodadas en 3D, por un hijo de inmigrantes rusos, adicto a la revista de antología fantástica Amazing Stories y ex colaborador del legendario documentalista Robert Flaherty, que hacía de esta manera sus primeros pasos como realizador de ciencia ficción. Su nombre era Jack Arnold y la película en cuestión, Llegaron de otro mundo (It Came From Outer Space), se estrenó el mismo año en que Joseph McCarthy “denunció” la existencia de doscientos comunistas “infiltrados” en el Departamento de Estado de los Estados Unidos, en las universidades, en el Pentágono, en Hollywood, en Broadway y en los canales de televisión. Y el mismo año en que –unos meses después de la denuncia– serían ejecutados Julius y Ethel Rosenberg, el matrimonio es acusado de filtrar secretos atómicos a los soviéticos. Es decir, durante uno de los picos febriles de los años en que una parte de la industria del cine devino, de una vez y para la historia, en el Hollywood Buchón.
Llegaron de otro mundo comienza en el desierto con el relato en off de John Putnam, hombre de ciencia preocupado por la aparente placidez con que transcurren su vida y la de su novia, tan “seguros del futuro”. Y por el abrupto incidente con el que todas las apariencias se vienen abajo: la caída de un meteoro (la piedra que le da nombre a la historia de Ray Bradbury en que se basa todo el asunto), que resulta ser algo más que eso y a lo que el propio Putnam –preso más de alguna intuición acalorada y paranoide que de una natural curiosidad científica– no se decide a dejar en paz. Paz que se probará condición de todo el argumento, ya que se trata de una de esas películas de marcianos pacifistas, una subespecie a la que pertenecen clásicos como El día que paralizaron la Tierra, con su extorsivo mensaje antibelicista proveniente de alguna raza superior llegada del espacio sideral. Inicialmente, el pueblo se resiste a creerle a Putnam sin pruebas tangibles que respalden su grito de alerta: “Facts, John, facts!” (“Hechos, John, hechos!”), le reclama el sheriff, quien, honesta y calladamente, ha estado enamorado por años de la novia del científico. Para cuando se vuelva evidente que algunos lugareños no están actuando de un modo muy normal que digamos (“¡La manera en que miraba en dirección al sol sin siquiera pestañear!”, indica la chica que, sin llegar a ser una scream queen no deja de pegarse unos cuantos grititos histéricos) y Putnam atine a decir algo acerca de esa costumbre tan terrícola de “tratar de destruir todo aquello que no comprendemos”, ya será demasiado tarde y la turba enfurecida estará en camino hacia el emplazamiento del visitante. Quien, a pesar de su aspecto monstruoso, insiste en que sólo está de paso, que todo lo que necesita es algo detiempo. Y que ya se dará otra vuelta por acá cuando ustedes, los humanos, maduren.
Sin olvidar que se trata de un film de género, Arnold demora la respuesta al enigma de otro mundo, y suele adoptar con la cámara el punto de vista del extraterrestre. Este punto de vista extraño genera varios de los momentos más inquietantes de la película, un ojo que parece seguir a lo protagonistas cuando recorren las carreteras en auto. Arnold volvería a probar esta maestría para la puesta en escena de suspenso en uno de sus siguientes films de género, creando para la esencial El monstruo de la laguna negra una escena directamente virtuosa, con un punto de vista omnisciente al cual el Tiburón de Steven Spielberg le debe, como mínimo, sus inolvidables minutos iniciales. El diseño del ciclópeo monstruo de Llegaron de otro mundo aparece como una imposición de la Universal, ya que Arnold ni siquiera consideró hacerlo presente más que desde el perturbador lugar de su mirada.
Es probable que para la época en que Llegaron de otro mundo se apropió de los cerebros de niños y fanáticos, el género estuviera alcanzando ya el fin de la inocencia; esa concepción ingenua de la ciencia que permitía a los científicos que protagonizaban algunos de estos títulos salirse con la suya asumiendo de manera inmediata las hipótesis más descabelladas ante los menores indicios de “lo otro” y “lo desconocido” (una situación recurrente que puede constatarse incluso en ese pionero televisivo británico que es The Quatermass Experiment, también de 1953). Tal vez se les deba a unos cuantos guionistas, directores y productores que intuyeron el advenimiento de un nuevo estado de cosas, en una época atrapada entre el muy cercano horror atómico que corolaría la guerra y esos cowboys que, como Ronald Reagan, juraban su lealtad a la patria mientras otros debían replegarse al retiro, la clandestinidad o el exiliarse. Los hijos de Hollywood podrían preguntarle a papá: “Y vos, ¿dónde estabas en los años cincuenta?”.
La invasión de los usurpadores de cuerpos generaría con el tiempo dos lecturas diametralmente opuestas (una antimacartista, otra anticomunista), aunque todos los indicios parecen apoyar la versión más progre, no sólo por las declaraciones del propio Siegel en entrevistas realizadas años después sino también –y en especial– por un dato insoslayable: Daniel Mainwaring, nombre del guionista acreditado por la adaptación de la novela original de Jack Finney, no era más que un seudónimo del novelista Geoffrey Homes, integrante de las listas negras del Comité.
Los usurpadores tuvieron más descendencia cinematográfica que Llegaron de otro mundo: dos remakes (una en 1978 y otra, de Abel Ferrara, ambientada en una base militar tres años después de la Guerra del Golfo), más la adaptación de una novela de Robert Heinlein con muchos puntos en contacto (The Puppet Masters) y, eventualmente, otra remake no acreditada, en clave adolescente y dirigida por Robert Rodriguez (Aulas peligrosas). Pero no por eso se pueden desdeñar los poderes de la película que se le había adelantado en tres años. Algunas de las ideas de Llegaron de otro mundo se repetirían en El enigma de otro mundo, personal remake de La cosa (otro film paranoico ineludible de principios de los cincuenta) dirigida por John Carpenter. Quien, según cita Diego Curubeto en su libro Cine Bizarro, quedó hipnotizado por primera vez en su vida con los destellos del terror a lo desconocido y del terror al terror mismo, no con el film de Don Siegel sino con el de Arnold, sus meteoritos y sus incomprendidos visitantes: “En 1953, mi mamá me llevó a un cine de Rochester, Nueva York, a ver Llegaron de otro mundo en 3D. Lo primero que recuerdo es un plano general de un paisaje desierto. El segundo plano es el meteorito viniendo directamente hacia la cámara y explotando. En 1953, ese meteoro salió de la pantalla y explotó en mi cara. Abandoné a mi madre y corrí por elpasillo del cine totalmente aterrorizado. Pero, para cuando llegué a la salida, ya estaba enamorado del cine”.