Domingo, 28 de julio de 2002 | Hoy
Desde la muerte de Pablo Neruda y hasta su propia muerte, en 1985, Matilde Urrutia, tercera y última mujer del poeta, fue una de las viudas más dignas de Chile. Organizó con claridad la herencia de su marido, defendió cuanto hiciera falta su memoria y se comprometió políticamente como nunca antes lo había hecho. Sin embargo, tanto sus memorias como la extensa literatura panegírica dedicada al matrimonio ocultan el episodio más oscuro en la vida de la mujer que inspiró Los versos del capitán: sus años en la frontera peruana prostituyendo a un grupo de chilenas menores de edad, el escándalo diplomático que eso suscitó y las pruebas que, años después, el mismo Neruda mandó a eliminar.
Nació pobre, pero
no miserable, de padres empobrecidos por los malos negocios. Nació en
1912 en la ciudad de Chillán, en el sur de Chile, una ciudad acostumbrada
a feroces terremotos. Vivió en una casona de la calle Independencia,
con patios amplios utilizados como predios para sembrar. El padre murió
cuando ella cumplió apenas un año. La madre se dedicó a
cultivar la chacrita de la casa plantando lechuga y porotos verdes, con lo que
sobrevivían afligidamente. La madre, María del Tránsito
Cerda, le enseñó a su hija que la pobreza era una enfermedad contagiosa
de la que se debía huir. Desde que era muy pequeña, Matilde no
quiso ser pobre: la pobreza amarraba y castigaba. A ella le gustaba definirse
–lo escribió años después– como “un pájaro
libre, sin ataduras”. La infancia y la primera juventud quedaron ahí,
transparente, idealizadas en la ciudad de Chillán. Matilde fue desde
entonces una provinciana que sólo deseaba conocer el mundo, triunfar,
escapar rápidamente del abrazo de la pobreza y la mediocridad. Desde
pequeña cantó porque a su madre le gustaba que lo hiciera. La
madre le aseguró convencida que sería una gran cantante y Matilde
se lo creyó. Los veranos los pasaba en el campo, en Cohiueco, y durante
el año estudiaba en la escuela España de la ciudad.
En 1925 vendieron la casa que tanto le costó al padre muerto, y escaparon
de esa ciudad de provincia aplastante y aburrida; estaban decididas a cambiar
de vida y Santiago las ilusionaba. Matilde tenía entonces 12 años.
En ese cabaret decadente del Perú, en 1944, Matilde cantaba tonadas tristonas todas las noches. Todavía soñaba con ser una gran cantante o actriz, pero su tiempo se agotaba y la vida no cambiaba para ella. Tenía treinta y dos años y ninguno de sus sueños de niña en Chillán se había cumplido. No era la primera vez que estaba en Perú: antes había estado sospechosamente invitada como “actriz”, en un papel insignificante para una película titulada La lunareja, que nadie recuerda o que tal vez nunca existió. A comienzo del ‘43 se enamoró de un bailarín argentino con el que recorría las ciudades del norte de Chile y el sur del Perú; juntos, se ganaban la vida administrando espectáculos menores, patrocinando un conjunto teatral llamado Oper Ballet. Llevaban todo tipo de entretenimiento a pueblos chicos y ciudades anodinas. Matilde cantaba en esos shows nocturnos de baja categoría y recibía aplausos deslavados. Ella, que alguna vez creyó que cantaría en grandes teatros, tenía que conformarse con borrachos, jubilados y solitarios. Ella, que se consideraba “un pájaro libre, sin ataduras”. No era su culpa: el negocio no andaba bien y su amante le exigía mejorar las ganancias del grupo. Pero para eso estaban las niñas que traían desde Chile, niñas jóvenes, sin la ingrata mezcla indígena, tal como las preferían los peruanos: chilenas puras, blancas y jóvenes.
Su madre quería lo
mejor para ella. Lo mejor en esa época, recién llegadas a Santiago,
era estudiar para ser profesora en la Escuela Normal. Profesor era la máxima
meta para la clase media. Matilde dio los exámenes. Su madre aseguró
que quedó seleccionada, pero como los cupos eran pocos terminó
siendo excluida por sorteo. Otra vez la suerte, la mala suerte. Entró
a estudiar al Instituto Comercial, donde aprendió una carrera práctica;
a los pocos meses estaba trabajando. Vivían las dos en una casita pobre
en la calle Lira, a la altura del 1900, cuando todavía el lugar eran
sólo potreros vacíos y espaciosos. Allí también
podían plantar hojas de menta, papas y flores. No era lo que ambas esperaban,
pero se conformaron. Cuando Matilde comenzó a ganar dinero, se trasladaron
a una casa en la calle Portugal pasando Matta, una casa pequeñita donde
soñaba que alguna vez sería una gran señora, una famosa
cantante que actuaría en grandes teatros y la gente la aplaudiría
de pie. Sus sueños la henchían y la desesperaban a la vez. No
resistía la estrechez de esa casa y la vida que llevaba. Quería
más. Su madre le enseñó a obtener todo lo que deseaba,
a esforzarse para conseguir cualquier cosa.
Matilde trabajó como empleada de segunda categoría en las tiendas
Gath & Chávez, en Correos, en el Seguro Obrero. Pero su destino era
el canto. Parte del dinero de su sueldo entonces se lo entregó a la profesora
Consuelo Guzmán para que le diera clases. Matilde, por primera vez, sintió
no sólo que progresaba estudiando canto sino que además entraba
en un mundo que la alejaba de la pobreza y el anonimato. La misma profesora
luego le sugirió ingresar a los cursos formales en el Conservatorio de
Música. Allí conoció a quienes se transformarían
en sus grandes amigos y protectores: Blanca Hauser y su marido, el director
de la sinfónica, Armando Carvajal. Con Blanca siguió aprendiendo
canto, y también a vestirse, a comportarse, a pulir su desfachatez provinciana.
Cuando su madre murió, se fue a vivir con el matrimonio Carvajal un tiempo.
Entonces, misteriosamente, casi quince años de la vida de Matilde quedaron
clausurados para todos, incluso para su propia memoria. Nada se sabe de esos
años. Quince largos años en que viajó por el mundo como
“un pájaro libre, sin ataduras”. Aunque el mundo no era tan
ancho. En realidad fueron breves temporadas en Buenos Aires, Antofagasta, Arequipa,
Tacna, Callao, Lima y Ciudad de México, en tugurios oscuros, cruzando
una línea de sombras que nadie quiere reconocer. Lo impide su estrecho
grupo de amigos personales. Todo huele a protección de mito descompuesto.
O simplemente a hipocresía. Matilde misma, en un movimiento elegante
y ágil, en sus memorias de 1986 (Mi vida junto a Pablo Neruda, publicada
por Seix Barral), elude el tema. Cuando Neruda le pregunta por su viaje a Perú,
ella, como una Sherezade, deja la narración para el día siguiente.
Al día siguiente enferma, pierde uno de los tres hijos del que había
quedado embarazada del poeta. Y nada más se dice.
Matilde y el empresario
argentino, su amante, compartían todas las noches, a comienzo de los
años cuarenta, una pieza de una pensión pobre. Allí repartían
las ganancias obtenidas por las niñas chilenas traídas desde el
sur, todas menores de 21 años, tal como les gustaban a los peruanos.
Todas con los mismos sueños de Matilde: triunfar, ser reconocidas, ganar
mucho dinero. Pero también engañadas con un mundo de fantasías
y falsas luces que contrastaba con la decadencia de las boîtes pobres
y cuchitriles donde actuaban y vivían. Las niñas lloraban porque
querían regresar a Chile, pero no podían hacerlo porque el empresario
argentino tenía en su poder todos sus papeles. Matilde también
lloraba porque estaba cansada de esa vida mediocre, que nada tenía que
ver con sus sueños de adolescente.
Una noche, un funcionario chileno de la embajada recorría esos bares
con un amigo. Querían divertirse, conversar, tomar algunos tragos, pasar
el rato. Entraron al bar donde cantaba Matilde. Se sentaron y vieron sin interés
que una mujer se quitaba la ropa en el escenario. Al final del show, el mozo
les susurró que, si ellos eran chilenos, alguien detrás del escenario,
en los dormitorios interiores, quería hablar con ellos. El funcionario
y su amigo acudieron reticentes. Los recibieron algunas de las chilenas. Ante
el funcionario de la embajada denunciaron al empresario argentino y a su mujer,
quienes les habían quitado sus papeles y obligado a prostituirse; rejuraron
que ninguna de ellas era puta sino artistas, y que estaban engañadas
allí.
Matilde, a los 34 años
de edad, de regreso de muchas cosas, aún no triunfaba y sus sueños
parecían desinflarse angustiosamente. Una tarde de 1946 –mitificada
hasta el hartazgo por sus protagonistas y la reverencial corte nerudiana–
asistió por sugerencia de Blanca, su amiga, a los conciertos musicales
al aire libre que se realizaban en el Parque Forestal de Santiago, organizados
por el marido de Blanca. Allí Matilde preguntó quién era
ese señor a su lado. Blanca, sonrojada, le respondió que era el
famoso Neruda, cómo era posible que no se enterara si era un poeta famoso.
Neruda preguntó lo mismo, pero Matilde no pudo responder que era una
cantante famosa sino simplemente Matilde Urrutia. Neruda vivía en esa
época con Delia del Carril, llamada “la Hormiga”, una fervorosa
militante de izquierda e intelectual; es decir, lo opuesto a Matilde. Algo ocurrió
ese día, o más tarde ese día, y Neruda anotó otra
victoria en su estadística amatoria, pero casi enseguida se olvidó
de esa hermosa e enigmática mujer del Parque Forestal. Se preparaba para
sus principales y más peligrosas batallas políticas. En pocos
años más se transformaría en un perseguido, un exiliado
célebre huyendo por el mundo. A cualquier lado que fuera lo seguirían
no sólo sus enemigos sino Matilde.
Su reencuentro fue en México, en 1950. Matilde, otra vez enigmáticamente,
trabajaba en un instituto de música y vivía en un departamento
de la calle Reforma. Se lo encontró en un acto público, en un
recital de poesía, pero Neruda no la reconoció. Matilde se resignó,
recordó entonces a su madre, que le había enseñado a obtener
todo lo que deseaba con tesón y paciencia. Se hizo conocida en el nutrido
círculo de amigos del poeta. Sirvió espontáneamente de
enfermera en la casa donde Neruda debió reposar, aquejado de una molesta
tromboflebitis. Se enredó subrepticiamente, tal vez sin malas intenciones,
simplemente porque admiraba a ese hombre y comenzaba a amarlo sinceramente.
Los meses que siguieron fueron de engaños solapados, que más tarde
amargarían dolorosamente a “la Hormiga”. Un grupo de amigos
viajó con Neruda por Europa, y, con ellos, Matilde, entreverada. Neruda
se transformó en su descarado amante frente a los ojos incrédulos
de Delia, quien nunca sospechó nada. Cuando “la Hormiga” regresó
a Chile, los amantes siguieron viajando por Europa, hasta recalar en la mítica
isla de Capri, famosa por Los versos del capitán, escritos por un anónimo
capitán republicano español y dedicados a una falsa Rosario de
la Cerda. En Capri, Neruda y Matilde se casaron simbólicamente frente
a la luna. Se amaron sinceramente. El poeta le escribió sus más
sentidos poemas de amor: “Nuestro amor, alma mía / Yo te lo dejo
como si dejara / un puñado de tierra con semillas / De nuestro amor nacerán
vidas / En nuestro amor beberán agua”. En la isla comenzó
a fraguarse el mito y así también el enmascaramiento, la imposibilidad
de mostrar debilidades. Matilde, sin proponérselo directamente, fue la
primera en mitificar ese amor y, de paso, a ella misma. La perfección
de la unión con Neruda, defendida hasta el final, hizo que el pasado,
su pasado, no existiera, quedara oscurecido, no valiera nada ante el amor de
dos seres inmaculados.
En 1944, ese funcionario de la embajada chilena se enfrentó en esa boîte tristona y lúgubre de Callao, a una decisión importante. Hizo lo que correspondía: defender los intereses de ciudadanos chilenos y proteger a menores de edad. Al final, el cónsul chileno en la ciudad terminó tramitando los nuevos pasaportes de las 31 chilenas del Oper Ballet, pero antes, y como correspondía, envió un oficio a la Cancillería para que autorizara los trámites y se dieran por enterados de los hechos. Desde Santiago hicieron ver que el caso requería prudencia y delicadeza. Las niñas fueron finalmente embarcadas y regresaron con sus familias. Matilde y el empresario argentino huyeron a tiempo hasta México. Todo se borró de la forma más diplomática posible, como correspondía. El borrón alcanzó a extenderse treinta años después, hasta los tiempos en que Neruda volvió a la carrera diplomática. Entonces, un misterioso funcionario arrancó, desde los archivos, el oficio de aquel cónsul chileno en el Perú que relataba los detalles del negocio turbio de un argentino y de una cantante chilena. De los archivos de Cancillería al menos quedó una pista, que se les olvidó arrancar, en la Memoria Anual publicada en 1944. En la sección “Intervenciones en la defensa de intereses y derechos de chilenos” se señala sobre las gestiones que se hicieron para que “el grupo de chilenas que formaban parte del conjunto teatral Oper Ballet regresara al país en lugar de continuar una gira por el continente que habría sido desastrosa desde el punto de vista económico y que habría contribuido a desprestigiar a los artistas de nuestra nacionalidad”. Los archivos específicos a los que se refiere la Memoria Anual hasta el día de hoy están perdidos.
Matilde no llegó
a cantar en grandes teatros. Los que la conocieron aseguran que cantaba pésimo.
Los que la odian le cargan demasiado rencor. El PC chileno no la quería,
prefería a la comprometida “Hormiga”. Los amigos se dividieron,
algunos para siempre. Neruda dividía aguas, hizo partidarios o enemigos
acérrimos, sin términos medios. Matilde, reconozcámoslo,
creció como persona, se desarrolló, fue pulida por las circunstancias.
Se transformó, durante la dictadura, en la segunda viuda más digna
de Chile después de Tencha de Allende. Organizó con claridad la
herencia de Neruda. Se comprometió políticamente en los tiempos
difíciles, como nunca antes lo había hecho, hasta su muerte en
1985. Pero también, y con la misma fuerza, cubrió su pasado, ése
de cuando era un “pájaro libre, sin ataduras”. Leer sus memorias,
o la extensa literatura panegírica sobre Neruda, es verificar un ejercicio
de mitificación que no daña a nadie, pero que en algún
momento, descaradamente, miente.
Cuál fue el secreto de...
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