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Sábado, 3 de agosto de 2002

PERSONAJES

El eslabón perdido

Habría que buscar mucho para encontrar un músico de rock argentino que no haya estado de un modo u otro relacionado musicalmente con el Mono Fontana. A los trece años ya tocaba en Madre Atómica con Lito Epumer y Pedro Aznar. Después pasó a la banda del Nito Mestre post Sui Generis. En el camino, abandonó la batería y pasó al piano. Aprendió a tocarlo con una cartulina y terminó recibiendo la bendición de Herbie Hancock. Entonces se sumó a Spinetta Jade. Además, fue socio fundador de la Hallibour Fiberglass Sereneiders, el grupo de Alfredo Casero. Y Socio del Desierto con Spinetta. Junto a quien tocará en el Colón a fin de mes.

Por Pablo Gianera
Dios me puso un chip”. Los dos términos de la explicación definen un arco. En un extremo, la inconmovible fe, la evidencia de ser no el ejecutante sino el instrumento. En el otro, la alusión a un minúsculo circuito integrado capaz de realizar un número indeterminado de funciones –pero también al hecho de desmenuzar y desarmar–. Ambos términos se superponen en Juan Carlos “Mono” Fontana. Tal vez venga de ahí la modestia infinita que gobierna sus gestos. Su insistente retracción del mundo. De esa parte del mundo que es la vida pública. “Cuando voy a una fiesta me quedo paradito a un costado”, explica encogiendo los hombros. Hacia fines de los ‘80, sufrió ataques de pánico -cuando el pánico era acaso menos cotidiano que ahora– que le clausuraron todas las giras. “Me decidí a viajar en avión recién cuando Luis grabó el Unplugged en MTV”. Luis es Luis Alberto Spinetta. Pero ese momento parece inusualmente remoto desde la cocina de su casa de Villa Devoto.
“A los tres años mi tía me regaló un tambor y empecé a interesarme en la batería. En realidad, creo que me lo regalaron porque vieron que yo estaba golpeando algo”. La habitación donde golpeó por primera vez el tamborcito es la misma en la que está ahora. Una miniatura con tres teclados, discos, libros, y una ventana a un patio que en verano descarga sus sonidos en interior. “Los pocos años que viví en el centro, estaba arriba de unos tipos que vendían alarmas y estéreos, y escuchaban cumbia todo el día”.
La casa en donde está esa habitación es la misma en la que Mono Fontana nació hace 42 años. Desde esa casa viajará el 26 de agosto hasta el Teatro Colón para cerrar –no cronológica sino simbólicamente– con Spinetta y Claudio Cardone el ciclo Buenos Aires Jazz y otras músicas. Organizado por la Dirección de Música de la Ciudad de Buenos Aires, el megaciclo –que se inicia el próximo martes y se desarrollará en centros culturales, teatros y clubes de jazz– deparará también otros dos encuentros no menos excepcionales: Dino Saluzzi-Luis Salinas, y Gerardo Gandini-Manolo JuárezLito Vitale.

El jade
Mono Fontana es incapaz de calcular en cuántas grabaciones ha participado, ni de cuántos músicos ha sido sideman. Pero habrá que buscar mucho para encontrar un músico de rock argentino que no haya estado alguna vez en contacto musical con él. En el principio, a los trece años, estuvo en Madre Atómica, con Lito Epumer y Pedro Aznar. “En ésa época para mí salir del barrio era como ir a Chicago. A Pedro lo conocimos porque un amigo del cole nos dijo que él tocaba bien blues. Nosotros no tocábamos blues. Hacíamos una especie de fusión de cosas. Podíamos tocar varios instrumentos y la música tenía distintas zonas: tango, folclore, cosas tipo Hendrix”.
El paso de la batería al piano, a los veinte, fue tan causal –o habría que decir, como él cree, premeditado, algo que Dios le puso en el camino– como el destino anterior de la batería. “Cuando yo tocaba con Nito Mestre, que acababa de dejar Sui Generis, ensayaba y disponía de teclados que en ese momento tenían solamente Charly o Palito. Eran muy caros. Nunca me llamaron la atención. Acá venían un montón de músicos, y siempre faltaba un tecladista. Yo tocaba también la viola, y entonces con mucho esfuerzo armé un tono de la viola en el piano. Ponía un dedo, y después otro. No sabía ni el nombre de las teclas. Cuando venían los demás yo tocaba solamente ese tono. Sabía cómo y cuándo usarlo, pero no sabía cómo desarmarlo. Estuve así un año y medio. El remisero que me llevaba con Nito era batero y una vez conseguí hacer con él otra cosa: dos tonos. A partir de ahí dije: si pude hacer esto, no paro más. Todo lo que sé lo aprendí solo. Jamás estudié nada. Cuando los demás se fueron a ensayar a otro lado y se llevaron el piano, con una cartulina me armé un teclado y puse los nombres de las notas, cosa que si iba a la casa de otro y había un piano yo tenía mi cartulina y sabía dónde estaba el do. Era como Braille. Asífui aprendiendo. Una vez encontré en un boliche media carilla de una música de Bill Evans y con eso aprendí mucho. Tenía cero habilidad, pero se ve que Dios me probó”.
Inaugurado en 1978, en San Telmo, el local Jazz & Pop gozó en su momento de casi todos los atributos que conforman la mitología del reducto. Allí Mono Fontana se enfrentó cara a cara con las ecuaciones armónicas del jazz, ya no moderno sino contemporáneo. “Yo empezaba a tocar el piano y tenía que tocar con tipos que hacía años que tocaban esos instrumentos. Entonces tenía que aprender no sólo un lenguaje nuevo sino también el instrumento que había decidido tocar. Otra cosa que le agradezco también a Dios es haber estado rodeado siempre de grandes músicos”. Poco tiempo después, durante un workshop en el Teatro San Martín, recibiría la aprobación de Herbie Hancock.
Sin embargo, Mono Fontana no se concibe como pianista. “Aunque para el Colón me consiguieron un piano acústico”, cuenta a propósito del espectáculo que presentará con Spinetta. “Muchas veces, cuando estábamos de gira, se daba de tocar cosas en dúo para los mismos músicos con los que estábamos girando. Lo especial de esta vez va a ser que se escuchará música que Luis nunca toca. Todavía no está la lista definitiva, pero hay temas de todas las épocas, y para Luis debe tener un significado especial tocarlos en esa circunstancia y en ese lugar, con un sonido más camarístico. Por ejemplo, ‘A Starosta, el idiota’, de Artaud, que es como esos temas de los Beatles que ellos nunca tocaron en vivo. También adaptaciones al formato con Cardone y conmigo de músicas que tenían inicialmente otro vestido. Puede haber también algún estreno. Música de la época de Almendra, o que fue concebida para Almendra, y que no se grabó”.
No hace falta decir que admira a Spinetta: “Musicalmente, a mí me gusta la gente que corre riesgos. Luis es distinto, está en otro lado. Lo conocí en un lugar de Palermo Viejo –recuerda– al que él venía a escucharnos. Ibamos a comer pizza a Angelín. Ahí fue más o menos cuando empezamos a tocar. Era la época de Bajo Belgrano”. Bajo Belgrano (1983) fue el anteúltimo disco de Spinetta-Jade. “Sí, él ya estaba con Jade, pero quería armar otro Jade. Me había llamado muchas veces; yo tocaba con Nito, ganaba bien, y no me animaba todavía a subir ese escalón; quería ser mejor músico. Finalmente entré cuando tenía alrededor de veinticinco años. Por esa época aparecieron también un montón de cambios en cuanto a cómo hacer un disco, preocuparse por el audio. Luis fue uno de los primeros en masterizar un disco, usar baterías electrónicas, esas cosas. Lo que yo tenía que aportar al último período de Spinetta Jade estaba relacionado con los teclados. Pero al mismo tiempo a mí me gustaba escuchar la viola de Luis, entonces hice algo medio subliminal, que está más por atrás. No me gusta llenar”.

Revolution
Podrían introducirse diferencias mínimas aunque decisivas en la frase: la causalidad que otros llaman Dios. O la causalidad que otros llaman azar. O bien, mejor, la casualidad, que otros llaman Dios. “Mirá lo que es la mentalidad de un chico. Me compré dos discos que fueron para mí importantísimos. La Cuarta Sinfonía de Charles Ives la compré porque en la tapa había un monito que tocaba la batería con la mano izquierda igual que yo. Me volví loco. No sabía ni de qué era ese disco. Y ese mismo día me compré también un disco de Bill Evans en Montreaux, que dice Bill Evans escrito en cursiva. Yo estudiaba caligrafía en el colegio, y dije: Uy, esa letra es como la mía. Por eso lo compré. Soy el resultado de todas esas casualidades”.
Faltaba una más, la bisagra tal vez, para articular esa constelación que empezaba a incluir ya la música de tradición escrita y la improvisada: The Beatles. “Fueron siempre algo muy especial. Cuando me compré la primera batería, en el mismo lugar compré A Hard’s Day Night. Era casi lo mismo:la bata y un disco. Con la demora que había, escuché primero las últimas cosas, y después conseguí las más viejas. Primero Revolver y después For Sale. Desde Revolver hubo algo especial. En mi música hay cosas de lo que se llama ahora world music o música del mundo, pero la influencia directa de eso me llegó de la música incidental de Help!, de esos músicos hindúes tocando música de los Beatles. Lo que hago tiene que ver con esa época experimental de los Beatles. Antes, incluso, que con tipos que cambiaron la música como Miles Davis. Esa época engendró en mí más que cualquier cosa sofisticada del jazz”. Y es cierto: el repertorio de procedimientos y experimentos formales procede de la cinta pasada al revés de “I’m Only Sleeping”, de los graznidos de “Tomorrow Never Knows”, de “I Am The Walrus”, del despertador de “A Day in the Life” y, claro, de la totalidad de “Revolution 9”: loops, efectos de todo tipo, registros de fuentes no musicales.
Hoy, el Mono convierte en motivo de orgullo el hecho de ser un blanco fácil tanto de los prejuicios del jazz como del rock. “No puedo estar en un solo lugar. Soy como Zelig”, dice mientras busca una cita en un libro. ¿Qué tienen en común Armstrong, Ellington, Dizzy Gillespie, Miles Davis, Ornette Coleman, Coltrane? Todos fueron innovadores. Innovar es la tradición. “Soy más bien una degeneración. Me fascinan los Beatles, los Carpenters, Bernard Herrmann, el tipo que escribía la música de las películas de Hitchcock. Soy un poco como la tapa de Sgt. Pepper’s”.

El peso del ciruelo
El texto –sin firma y cuyo autor Mono Fontana se resiste a revelar– iguala acción y desarrollo. Como el ciruelo, el paradigma de la acción es vencido por su propio peso. El crecimiento es lento pero el desprendimiento sucede en un instante. Ciruelo (1998) se llama entonces su primer cd, inverosímilmente tardío, en el que intervienen también el percusionista Santiago Vázquez y el celista Martín Iannaccone. “Tardé mucho tiempo. Y no fue por falta de posibilidades. Simplemente mi tiempo es más lento que el de otros”. Fue poco después de la época de Hallibour Fiberglass Sereneiders, el grupo de Alfredo Casero que integraban además Lito Epumer y Javier Malosetti. Harto de los menguados ingresos derivados de un proyecto colectivo y transido por la muerte de un hijo al poco tiempo de nacer, decidió tocar solo. “Quería hacer como los saxofonistas que llegan con un estuche, lo abren y tocan. Dije: voy a llevarme un solo teclado. Toco siempre con el mismo teclado. Es, no sé, como mi baño. ¿Lo viste? Mirá”. Sobre el teclado hay cosas. Pescaditos de plástico; una de esas lunas fosforescentes que se pegan en el techo y brillan en la oscuridad; un regla que dice “Milena”, el nombre de su hija. “La tengo desde antes de que naciera. Nunca más encontré nada con ese nombre”. Un rato después mostrará también una cajita china con dos grillos metálicos que se activan con la luz (“en el Unplugged los hice sonar, aunque no se escuchaban”) y un caleidoscopio diminuto nacido de un huevito Kinder (“¿te acordás del final de Help!? Bueno, se ve igual”). Pero eso no es nada en comparación con lo que hay dentro del teclado.
Spinetta escribió que Mono Fontana toca con el silencio. Que acomete las notas desde abajo, desde donde no se han creado. Las dota de un sentido que las precede. “Y... –duda– Debussy dijo que la música es el silencio que hay entre nota y nota. Es una pausa. En esa pausa hay algo, una cosa”. Si se trata de una cuestión de colores y texturas, el sintetizador funciona como una paleta. “Cuando ves una pintura, por ahí no ves el árbol, la casa, la chimenea y el caminito, la rugosidad de una túnica. Hay cosas que vas descubriendo de a poco”.
Pone un minidisc con el ladrido persistente y circular de un perro. Después otro con sirenas que anuncian la inminencia de un bombardeo. Toca unos acordes. El efecto es perturbador. “Es lo que tiene la música que yo hago. Es toda una cosa. Desde chico, cuando toco no escucho solamente lamúsica; escucho también el fondo, lo que está alrededor”. Cuando estaba en Madre Atómica solía portar unas pastillas de Redoxon con las que hacía una especie de efervescencia. “Después empecé a recopilar casetes con sonido ambiente. Los usaba en vivo con un grabador con pilas viejas que hacían patinar la cinta. Muchas veces no había micrófono y el único que escuchaba esos ruidos era yo. Pero necesitaba ese fondo, ese ambiente. Algunos me preguntan por qué no toco un solo. Pero lo que yo hago es distinto. Instalo determinado ambiente de fondo, y toco sobre eso, sobre lo que en mí produce eso. Es un lugar. Trato de generar un lugar, en el que entrás y hay muchas cosas”. A esa espacialidad remite “Sonidos de papel”, el espectáculo que presenta los sábados en dúo con la cantante Graciela Cosceri y el plus visual del ilustrador Juan del Río. También la musicalización de películas en vivo que hace en el Malba. Algo que se remonta a muchos años atrás, cuando le bajaba el volumen a las películas de trasnoche y le ponía música a las imágenes de Luis Sandrini o John Wayne.
Más tarde tocará también “Norwegian Wood” con el timbre de una caja de música y con el sonido “chupado” de una grabación pasada en reversa. Y hablará de la combinación de una gotera, un ruido de feria y la voz de Catherine Deneuve. “Si pudieras ver eso en una imagen es algo terrible: la mina recitando algo de no sé qué poeta francés, gente vendiendo cosas y la gotera. Y eso me afecta cuando voy a tocar. Tengo todos los sonidos separados, y según los ordene me van a sugerir cosas distintas”. En otros temas pueden filtrarse, entre grillos y diálogos de películas, los primeros compases de La consagración de la Primavera de Stravinsky, por ejemplo.
“Me gusta que se escuche mi música como si se estuviera viendo una especie de película –dice–. Cuando uno mira una película a veces no presta atención a cómo están vestidos o a qué hay en el fondo”. Aunque cinematográfica, la noción de profundidad de campo puede resultar bastante precisa para explicar la música de Mono Fontana, especie de Orson Welles musical para quien cada sonograma deviene palimpsesto en 3D. Después de todo, el cine y la música comparten la extensión en el tiempo. Sólo que Mono Fontana superpone los tiempos y propicia en su música una ilusión de espacialidad. Un vaivén entre las imágenes del sonido y los sonidos de la imagen. O, en sus palabras: “Yo hago música para película. Pero la película no está”.

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