Domingo, 23 de julio de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Durante cinco años, un sommelier devenido director de cine recorrió buena parte de los viñedos del mundo –de Italia a California y de Francia a la Argentina– investigando el fenómeno silencioso debajo del boom del vino que el mundo experimentó en la última década: la homogeneización del paladar. Pero lo que en pantalla es una comedia documental por la que desfilan personajes pintorescos, aristócratas centenarios, self-made norteamericanos, aires mafiosos y negocios que desafían los límites del Estado, en realidad es una radiografía de un proceso que se reproduce en todos los ámbitos de la cultura en la era de la globalización: la pérdida de las singularidades ante el avance avasallante de los monopolios.
Por Cecilia Sosa
Mondovino no es un documental sobre vinos. Es un provocativo e inesperado retrato del rostro menos conocido de la globalización. Una mirada satírica y encantadora sobre la estandarización del gusto. ¿Cómo? A través de un bucólico viaje por el mundo de la producción y distribución de la acaso más antigua y mágica de las bebidas, que en manos del director norteamericano Jonathan Nossiter se revela como el soporte perfecto de una lúdica comedia de enredos sobre uno de los más álgidos dramas contemporáneos.
En Mondovino no falta nada: dinastías centenarias, entuertos familiares, secretos, campesinos pobres, consultores hechizantes, críticos de medios, narices aseguradas por un millón de dólares, oligarquías, perros de todos colores, y hasta una familia tan orgullosa de llamar a sus empleados por su nombre como de la mesa de su jardín, diseñada a imagen y semejanza de la de El Padrino II.
De Jonathan Nossiter, el director, se podría decir que no es ningún improvisado. Nacido en Washington en el ‘61, hijo de un distinguido corresponsal del Washington Post y del New York Times, pasó su infancia y adolescencia paseando entre India, Francia, Grecia, Italia e Inglaterra. Políglota por obligación y laureado cineasta (su film Sunday fue premiado en el festival de Sundance del ‘97), Nossiter probablemente sea el único director del mundo que pueda ostentar título de sommelier, con tres años de trayectoria elaborando la carta de vinos de los mejores restaurantes de Nueva York.
Nossiter imaginó Mondovino durante una gira de cata por Europa –y como sólo sucede en los grandes acontecimientos–, reunió petates y se subió a una aventura etílica sin igual que involucró cuatro años, tres continentes, ocho países (incluyendo Argentina), un magro presupuesto de 280 mil euros, y una única cámara portátil que manejó a capricho y siguiendo sus más embriagadas inclinaciones.
De Brasil a Nueva York, de Italia a California, de Burdeos a Australia, de Florencia a Alemania, y llegando incluso a Calafate, Salta; el film por momentos parece una épica detectivesca, casi un thriller que salta de copa en copa para seguir los rastros de un inefable crimen. ¿Cuál? La desaparición del “terroir”, esa palabra francesa casi intraducible que adjudica el “espíritu” del vino a la tierra donde es cultivado.
Así, en una suerte de cruzada del gusto, Mondovino desandará punto por punto el proceso que explica esa pérdida. En diminutas fincas y magnificentes viñedos, entre ampulosos críticos y milagrosas instrucciones, se encontrará con las huellas de un conflicto que se reproduce a escala mundial (y con paralelos infinitos): la lucha entre un avasallante poder monopólico (autopromocionado como “democratizante”) que busca ajustar toda producción al “gusto internacional” (sospechosamente coincidente con el norteamericano) frente a los sabores (y saberes) singulares y particulares del trabajo artesanal.
Si bien hay quienes afirman que Mondovino es una suerte de versión vitivinícola de Fahrenheit 9/11, Nossiter está lejos de producir una “globalización para principiantes” en soporte digital. La pelea sin duda quedará así planteada –entre “colaboracionistas” (del gusto hegemónico/democrático) vs “terroiristas” (militantes del “terroir”)–, pero lejos de la pedagogía blanquinegra de Michael Moore (a quien Nossiter considera un reflejo del marketing), el sommelier-cineasta descubrirá, a ambos lados de la barricada, una sorprendente multitud de personajes fascinantes, excéntricos y embriagadores. Y ninguno quedará del todo bien parado. En fin, un catálogo digno de toda comedia que se precie.
¿Cómo no empezar por Michael Rolland, el más brillante “consultor de vinos” que recorre viñedos del mundo recitando un único y misteriosomandamiento: “hay que microoxigenar, microoxigenar”. Dueño de un histrionismo casi agotador y una carcajada infinita y hasta maníaca, Rolland hipnotiza a todos con sus dotes de doctor y terapeuta (de vinos). Sea productor, crítico, japonés o Gérard Depardieu. E imparte, desde su auto conducido por chofer, las pócimas secretas del vino de calidad.
El otro gran personaje es el periodista norteamericano Robert Parker, la indiscutida voz de la crítica internacional de vinos, que con un resoplido de su millonaria nariz puede hundir o salvar cualquier bodega del mundo. Abogado renunciante después del Watergate, Parker vive en una mansión de Maryland (Estados Unidos), cuidando su nariz y su paladar asegurados por un millón de dólares y protegido por un simpático par de perros a los que adora: un sabueso de un olfato hiperdesarrollado y un bulldog flatulento.
Entrado el film, el espectador descubre cómo confluyen los rieles de esa misteriosa “unificación del gusto” tan propia del mundo globalizado: por un lado, el más buscado asesor internacional; por otro, el crítico que desde 1982 revolucionó el mundo vitivinícola al abrirlo al mercado norteamericano. Con ustedes, el francés Rolland y el norteamericano Parker, en rigor íntimos amigos desde hace más de ocho años (un dato que sorprendió al propio director).
El feliz matrimonio Rolland/Parker dice operar sólo guiado por el gusto propio (y ajenos al juicio del otro). Sin embargo, la sutil sociología del film es mostrar cómo ese gusto termina resultando sorprendentemente coincidente. Haciendo cada uno su trabajo con intachable honradez, la tarea sumada puede lograr por ejemplo que una botella producida en una bodega cualquiera se dispare de 35 a 110 euros. Sólo hace falta contar con el asesoramiento adecuado (materia en la que, causalmente, Rolland es el pope) y la máxima puntuación de la revista Wine Spectator (para la que, casualmente, escribe Parker).
Ahora bien, detrás de este dúo dinámico hay un poder bien asentado, la familia que da nombre a la película: los Mondavi. En los siempre soleados valles de California vive el clan de los Mondavi, una familia italiano-americana liderada por Robert Mondavi, “empresario y filósofo” del vino, que con 500 millones de dólares de ganancia anuales y una producción de más de 120 millones de botellas al año, preside el mayor imperio de la uva que extiende sus tentaculares brazos (y búsqueda de potenciales socios) al mundo. Y alrededores. El más pequeño de la dinastía Mondavi sueña con cultivar sus vinos en Marte.
¿Cómo olvidar a los Staglin? En sus 18 hectáreas de plácidos viñedos en Napa (California), Shari, la dueña de casa, confiesa, sin ironía, que conoce a sus empleados mexicanos por el nombre y que les regala camisas y sombreros promocionando la marca. Sí, la misma que adora su mesa de roble realizada a imagen y semejanza de la de El Padrino II.
O a la antiquísima oligarquía italiana de la Toscana, recién salida de una película de Visconti, que reverencia a Mussolini (porque logró que los trenes llegaran a tiempo) y que no dudó en abandonar 500 años de experiencia en la producción del vino para obedecer a los secretos designios (¡microoxigenar!) a los que obliga la “bendición” Mondavi.
O al taciturno Aimé Guibert (un hombre de la derecha) que ante la posibilidad de que las viñas de la pequeña población francesa de Aniane se sumen al imperio Mondavi, se descubre como un poético defensor de la globalifobia: “Dios nos envió un milagro: elecciones municipales y un comunista como alcalde”.
O los dramas de Hubert Montille, un romántico productor de Burgundy que cedió la conducción de la bodega a su hijo, más interesado en el marketing que en el “terroir”, y que en el transcurso del film recupera a su hija (empleada en una inescrupulosa firma de vinos internacional) para el sabor y el saber de su industria familiar.O al importador de vinos neoyorquino, Neal Rosenthal, capaz de hilvanar una teoría completa del imperialismo norteamericano masticando hamburguesas, o al utopista que jura que en el noreste de Brasil está la meca virgen donde cultivar el mejor vino del mundo.
Y cuando uno ya imaginaba que no podía aprender nada más sobre la cultura etílica, el director (que a esta altura no hay dudas de que la está pasando bomba) aterriza en el norte argentino, en un final casi a medida del público local. En los ensoñados valles de Cafayate, Nossiter entrevista al mayor de los cinco Etchart, Arnaldo, que señala, entre copa y copa, los parecidos entre Perón, Hitler y Mussolini, la vagancia del campesinado y la milagrosa acción de Rolland que instaló a Argentina en el mercado de vinos del mundo. Y también le queda tiempo para visitar el ínfimo pueblito de Tolombón, donde un adorable nativo “pura sangre indígena” se niega a ser el sueldo de 200 pesos que le ofrece la corporación Etchart y mantiene como puede una finquita de una hectárea donde sigue la tradición de su abuelo produciendo un vino casi imposible.
Mondovino no dejó de despertar polémicas desde que se exhibió por primera vez en el Festival de Cannes en mayo de 2004 (curiosamente el mismo día de la reelección de Bush). Revolucionó el corazón del establishment del vino, fue tapa de los más prestigiosos diarios (incluyendo Le Monde) y no dejó de cosechar amenazas de juicios. El mismísimo Rolland, reseñado por Le Monde como “un mefistofélico mercenario de enología”, declaró que los procedimientos de Nossiter con su persona habían sido dignos de la más cruda manipulación de imagen y sonido.
Sin embargo, y más allá de todo terremoto, la película consigue algo más sutil. Con sus silencios expectantes, sus miradas en fuga, sus personajes siempre desajustados, su adoración por los perros (en especial por los que comen queso), y sus maratónicos 136 minutos, Mondovino logra construir su propio “terroir”. Luminosa, aguda y por momentos desopilante, muestra cómo un sueño casi beodo puede transformarse en un delicado y burlón ensayo sobre la construcción de una hegemonía cultural. Tal vez por eso, Mondovino sea una película de amor, dedicada a aquellos que en medio de la unificación reinante siguen peleando por encontrar su propio “terroir”. Sea en vinos, películas, libros, vidas o canciones.
“Creo que Mondovino ridiculiza a muchos. Sin embargo, Rolland aportó mucho a la industria argentina y no me parece bien castigar a alguien que trabaja seriamente. El tiene un estilo de vinos preferencial y busca difundir lo que conoce en diferentes zonas. Pero cada zona tiene su carácter y personalidad y la tecnología no puede cambiar eso. Es imposible hacer un vino igual que otro. Ni Michael Rolland lo podría lograr. Por eso creo que Mondovino genera mucha confusión”.
Marina Beltrán, directora de la Escuela Argentina de Sommeliers
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