Domingo, 23 de julio de 2006 | Hoy
TELEVISIóN
“Bailando por un sueño” es el fenónemo del momento en la pantalla argentina. La idea sobre la que se basa está tomada de un formato de probado éxito mundial. Pero con una diferencia: el morbo y la crueldad de la versión local es incomparable.
Por Mariana Enriquez
“Bailando por un sueño”, el segmento más exitoso del “ShowMatch” de Marcelo Tinelli, es uno de esos raros casos de televisión global, un formato de concurso-reality parecido a “American Idol” u “Operación Triunfo”. E igual de anacrónico, o todavía más: ¿a quién se le hubiera ocurrido que parejas de bailarines –uno de ellos famoso– atacando ritmos clásicos podrían convertirse en un éxito, un tanque de altísimo rating, no sólo aquí sino en todos los países que tienen su versión local? Es tan años ’50, tan aburrido y anticuado en los papeles. Y sin embargo funciona, y cómo: la tarde de la TV chimentera argentina no habla de otra cosa, y de pronto todo el país se ha convertido en experto en danza.
Pero más allá del berretín, la versión nacional de “Bailando por un sueño” llama la atención por otra cosa. Veamos. En Estados Unidos, se llama “Dancing with the Stars” es decir “Bailando con las estrellas”. El “sueño” está excluido desde el título sencillamente porque no existe. Los famosos danzan con bailarines profesionales y la peor pareja, de acuerdo con los jurados, se va. Sólo eso. Ah, y los “famosos” no lo son tanto: se trata de celebridades clase B, a diferencia de los muy populares participantes argentinos. La primera temporada del show en ABC contaba con el siempre bronceado y decadente George Hamilton, la ya olvidada Tatum O’Neill, la actriz de segunda línea Tia Carrere y Drew Lachey, cuya única notoriedad es ser hermano de Nick Lachey, que canta y estuvo casado con Jessica Simpson. Flojito el elenco.
Lo mismo sucede en las versiones de Australia y Nueva Zelanda, idénticas a las de ABC: por ejemplo, bailan el periodista australiano Molly Meldrum, conocido porque en 1969 John Lennon le dio la exclusiva sobre la separación de los Beatles, o Luke Ricketson, ex capitán del equipo de rugby los Gallos de Sydney, ahora modelo. Siempre con bailarines profesionales que nada sueñan y nada ganan.
La versión mexicana, por El Canal de las Estrellas, agrega un sueño a cumplir. Pero es un asunto tierno y sencillito. El programa se llama “Bailando por la boda de mis sueños”, título que lo explica todo. Los famosos bailan con los casaderos, y la pareja ganadora tirará la casa por la ventana en la fiesta.
Pero en la versión de “ShowMatch” el melodrama y el show llegan a su paroxismo. Es que aquí, en los papeles, el famoso baila para ayudar a su compañero, que no es bailarín profesional –aunque la mayoría tiene alguna formación–, a cumplir un sueño, que casi siempre se relaciona con un evento terrible. Por ejemplo: en la primera temporada, Dady Brieva bailó con Mirta Lima, una mujer que, de niña y adolescente, fue violada repetidas veces por su tío, y cuyo sueño era crear una institución para niños víctimas de abuso sexual. Perdió la pareja integrada por Carmen Barbieri y su compañero Cristian Ponce, que necesitaba una casa para su familia. Así son los dilemas: el público tiene que llamar y elegir entre el abuso infantil y la intemperie.
La nueva temporada tiene más estrellas, y un jurado exaltado. Bailan Moria Casán, Florencia de la V, Silvina Luna, María Eugenia Ritó, Ana Acosta, entre otros, y califican Jorge Lafauci (que hace de malo), Zulma Faiad (que hace de buena), Laura Fidalgo (que hace de estricta) y Carmen Barbieri, en calidad de ganadora de la primera temporada, la que “entiende”. Los soñadores cargan con historias dramáticas: Karina Caregnato, la compañera de Gino Renni, tiene una hermana de 26 años que sufre esclerosis tuberosa y síndrome de West, gravísimas enfermedades neurológicas que le impiden desarrollarse física y mentalmente; el sueño de la bailarina es darle a su hermana enferma una calidad de vida digna: como su dolencia es considerada pediátrica, ninguna obra social la atiende, y viven en una casilla con techo de chapa. El compañero de Florencia de la V, Manuel Rodríguez, misionero, vive en una casa muy pobre con toda su familia. Su mamá sufre de una dolorosa deformación en la columna; quiere ganar para poder operarla en Buenos Aires, porque no tienen dinero para pagar la intervención. Ah, y la estrella entre los soñadores es Lorena Paranyez, a quien su ex novio, por despecho, mandó quemarle el rostro con ácido muriático (baila con Boy Olmi). Su sueño es, por un lado, volver a bailar –a eso se dedicaba antes del ataque– y crear una institución para víctimas de violencia familiar. Ya quedó eliminada Viviana Pérez (pareja del actor Pablo Alarcón), una mujer que, después de recuperarse de un cáncer de mama, quería ayudar a equipar un centro oncológico infantil, y Fabiana Limanski, que deseaba equipar una sala para recién nacidos prematuros (pareja de Pablo “Operación Triunfo” Tamagnini).
Pero claro, para el show nada importan los dramas. Lo que importa es si Moria llegará a la final, si los jurados no estarán demasiado cebados –las peleas, forzadas y poco creíbles, se llevan el grueso del tiempo al aire–, si se le volverá a escapar una teta a alguna de las bellas (le pasó a Pamela David en la primera temporada), si Florencia de la V gritará alguna otra barbaridad (hace dos semanas se lució exclamando que estaba más feliz que “puto con dos culos”), si se amigarán Carmen Barbieri y el mago Emmanuel, o si Lafauci tendrá otro cruel hallazgo verbal, como cuando le dijo a Ana Acosta, que llevaba la cara pintada de negro: “Es una mezcla de Whoopi Goldberg y Yuyú Da Silva... Es muy ‘monigota’... Uno le mira la cara, los pies lamentablemente no”.
Está bien que el show sea lo más importante. ¡Es televisión! Entonces: ¿hacía falta agregarles a los vistosos bailarines la “historia de vida”? ¿Es una forma de lavar culpas, un intento de hacer un programa de servicio y no sólo de sana frivolidad? ¿Tendría menos rating eliminando el melodrama? Probablemente no: nadie habla de eso, en el programa se recuerdan los “sueños” casi por obligación, como si estorbaran, y se puede aventurar que de cualquier manera la gente vota por simpatía/antipatía con el famoso. La pregunta es qué necesidad de producir este híbrido entre llamado a la solidaridad y calle Corrientes que, se quiera o no, obliga a dejar afuera a la chica desfigurada o a la chica con la hermana postrada porque sería difícil que Boy Olmi le gane a la Casán. “ShowMatch” no ahorra lo lacrimógeno en otras instancias: hace una semana, le dieron dinero a una mujer ciega que “nunca había visto a su hija” en el segmento “El regalo de tu vida”, y el año pasado también había una niña cantora ciega para conmover a la platea. “Bailando por un sueño” sería más fácil de disfrutar si sólo fuera entretenimiento descerebrado, y no una elección entre desgracias y miserias, maquillada de farándula danzarina.
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