Domingo, 30 de julio de 2006 | Hoy
CASOS > EL ESPíA DE SUECIA EN EL CONGRESO DE TUCUMáN
Entre los diputados, religiosos y militares que declararon la independencia en Tucumán en 1816 se encontraba un conspicuo espía europeo cuyo propósito no era otro que investigar, influir y propiciar la elección de un monarca del Viejo Continente como máxima autoridad de la joven y convulsionada nación. Una flamante investigación permite conocer los pormenores de la inaudita misión de aquel sueco en estas pampas (y los agudos retratos que escribió de nuestros próceres).
Por Jorge Pinedo
En la célebre pintura del español Francisco Fortuny (1865-1942), que muestra a pulcros próceres de levita, refulgentes militares e impolutos eclesiásticos en el Congreso General Constituyente de 1816 en Tucumán, falta una figura que contrastaba con el aspecto morochazo y retacón de los demás. Era un hombre alto para la media, rubio hasta las cejas, de piel traslúcida y maneras europeas, que hablaba no menos de cuatro idiomas y llegaba tan recomendado como seguido por el flamante titular del Ejecutivo de las incipientes Provincias Unidas, el francés y diputado puntano Juan Martín de Pueyrredón. Vicisitudes de la época en las Provinces Unies de L’Amérique Méridionale, como las llamaba el oficial de estado mayor de la Corona de Suecia, Jan Adam Graaner (1782-1819).
Graaner, que era antibonapartista, servía a un Estado peculiar. Suecia era una monarquía electoral y a Napoleón se le había ocurrido, medio en broma, que uno de sus mariscales se presentara como candidato. El Mariscal Bernadotte fue inesperadamente elegido –la Casa de los Nobles quedó encantada con sus dotes políticas– aunque era católico y no hablaba una palabra de sueco, con lo que el corso tuvo un berrinche privado y luego otro público. Bernadotte, que ya era Mariscal de Francia y príncipe de Pontecorvo, fue Príncipe Heredero de Suecia entre 1810 y 1818, y rey hasta su muerte en 1844. Le fue tan bien que su dinastía todavía sigue en el trono. Entre sus logros estuvo que Napoleón nunca invadiera Suecia ni le exigiera una alianza.
¿Qué servicios le prestaba Graaner a su monarca en aquellas (éstas) alejadas tierras? Prolijo y detallista, naturalista bien formado, ducho en filosofía política, era un observador ideal. De hecho, supo codearse con el conjunto de los que luego fueron próceres, incluyendo a San Martín, Belgrano, O’Higgins, Rondeau y la plana mayor de los congresistas de 1816. Graaner era un hábil negociador que obtuvo la licencia para explotar minerales en Chile, que rápidamente transfirió a su rey. Pero parece que tenía objetivos más grandes en mente, como investiga la historiadora tucumana María Clara Medina para la Universidad de Goteburgo en el libro ¿Un rey sueco para Sudamérica? La construcción de las identidades y representaciones modernas en la transición hacia la postcolonialidad en las Provincias Unidas del Río de la Plata y en el Reino de Suecia circa anno 1816. Financiada por la Hildings Fundation, Medina releva identidades de clase y género en archivos suecos, rioplatenses y franceses, donde encontró el escrito que Graaner le entrega a Bernadotte dándole cuenta de sus peripecias argentinas. De ese texto hay una pequeña edición, hoy incunable (El Ateneo, 1946) comentada por el entonces cónsul sueco Axel Paulin y traducida por el historiador nacionalista José Luis Busaniche, alguno de los cuales o ambos, al parecer, extraviaron algún mapa anexo, un párrafo por aquí, otro por allá. Lo que queda definitivamente perdido es el informe verbal (“concerniente a materias que no era prudente confiar al papel”) a su monarca, con que Graaner completó el escrito redactado en el viaje de regreso a Estocolmo, adonde llega en mayo de 1817.
El espía sueco volvió a su América Meridional dotado de documentos al concluir el verano de 1818. A mediados de año, en pleno invierno, cruza la cordillera a Chile y obtiene la concesión para explotar los yacimientos metalíferos. El logro lo lleva a volver a Suecia, a través del Pacífico. Va de Valparaíso a la desembocadura del Ganges, donde una enfermedad hepática comenzó a atormentarlo. En lugar de atravesar Persia y Asia Menor, y pasar por Constantinopla, tuvo que navegar hacia Inglaterra. Su enfermedad se agravó hasta la muerte a bordo, el 24 de noviembre de 1819, en aguas del cabo de Buena Esperanza.
La hipótesis de la avanzada sueca sobre las riquezas metalúrgicas de la zona andina de modo alguno debe ser excluida. Pero los historiadores no descuentan que Bernadotte buscara un premio mayor. En la convulsionada América ya había una monarquía, el Brasil, y varios aristócratas y aventureros probando fortuna política en el Caribe y Centroamérica. Cuando Graaner le envía al monarca su parecer sobre ese “débil ensayo sobre los Estados Unidos de la América Meridional”, lo que se destaca es el adjetivo: en la debilidad política es donde siempre se han arraigado las oportunidades. Hay un territorio enorme salido “apenas de las tinieblas del despotismo civil y espiritual” y un país que se esfuerza por “sustraerse a la tutela europea, que la ha sostenido en su infancia pero que le resulta una traba en su adolescencia”. “La indolencia de los habitantes de estas provincias del sur se origina menos en su falta de inteligencia que en su antiguo gobierno y en su sistema funesto de monopolio unido al despotismo de los sacerdotes, que, mediante supersticiones casi increíbles en Europa, han tratado y tratan todavía de sofocar o retardar todos los esfuerzos del entendimiento humano”, escribe Graaner, que para entusiasmar más a su rey le agrega un muy minucioso informe económico sobre las posibilidades locales.
Del Congreso de Tucumán, Graaner categoriza según profesión y posición ideológica cuarenta y siete doctores en leyes, diez sacerdotes, dos monjes y un militar. Los inicios del debate se dan en un ambiente de “mucho celo, pero dentro de una gran confusión”, con discursos que alternaban a Solón, Licurgo, Platón, Rousseau y Voltaire en el bando de los abogados, y con condenas eclesiásticas “a los filósofos antiguos como a ciegos paganos y a los escritores modernos como a herejes apóstatas impíos”. Pronto hay un bando republicano y otro monárquico-teocrático que arriban a declarar la independencia más como punto de partida que como fin.
Manuel Belgrano aparece impulsando el establecimiento de un imperio americano regido por los descendientes de los incas, moción que Graaner supone de influencia británica. Tras dos meses de observación, el espía escribe: “Se trata de poner sobre el trono al más calificado de los descendientes de los incas que todavía existe en Perú, y devolverle los derechos de sus antepasados, regidos por una constitución compilada con lo mejor que se pueda sacar de las que rigen en Inglaterra, la nueva Prusia y en Noruega. Los indios están electrizados con este proyecto y se juntan en grupos bajo la bandera del sol”.
El espía, sin embargo, había detectado un pequeño grupo deseoso de establecer “una monarquía constitucional, entregando a un príncipe europeo su dirección, pero en completa independencia del viejo mundo. Esta idea está ganando cada día más popularidad”.
Nunca ocurrió. Graaner murió en viaje. Suecia jamás tuvo una colonia.
Antonio Balcarce conoce al espía en Buenos Aires a poco de llegar, cuando era Director interino. Es contundente: “Este general, a pesar de su juventud, es un jefe lerdo, borné y sin energía, cuyo mérito principal consiste en haber ganado la primera batalla sobre los españoles en la primera campaña de 1810, en Tarija [Suipacha]. Y basta de comentarios sobre este general que fuma y dormita”.
El agente sueco lo conoce en casa de Antonio de Escalada, su suegro, donde hablan un día entero. Lo describe “de estatura mediana, no muy fuerte, especialmente en la parte inferior de su cuerpo, que es más débil que robusta”, aunque “es de apariencia muy militar”. San Martín “habla mucho y ligero, sin dificultad ni aspereza, pero se nota cierta falta de cultura y conocimientos de fondo; con personas de educación superior a la que él posee, observa una actitud reservada y evita comprometerse”. Graaner advierte: “Algo difícil es fiarse en sus promesas, las que muchas veces hace sin intención de cumplir. No aprecia las delicias de una buena mesa y otras comodidades de la vida, pero, por otro lado, le gusta una copa de buen vino. Trabaja mucho, pero en detalles, sin sistema u orden, cosas que son absolutamente necesarias en esta situación recientemente creada”.
Poco antes de que Belgrano lo reemplazara al mando, Graaner visita a Rondeau en su cuartel del Norte. Lo ve como uno de esos oficiales que “de continuo solicitan grados militares o adelantos de sueldos”, remarcando el “poco patriotismo de estos oficiales y de que se creían con derecho a recompensas por lo que no era sino el cumplimiento de su deber”. Graaner describe la tienda del general como “instalada de una manera verdaderamente oriental, con todas las comodidades de un serrallo”. Rodeado de una “multitud de mujeres de todo color”, Rondeau le convida dulces y se disculpa por no poder ofrecerle “los placeres que pueden encontrarse en un cuartel general en Europa”. El sueco queda “chocado por la ostentación con que trataba de exhibir su lujo amanerado, y le respondí que por el contrario, me sentía sorprendido ante todo lo que tenía delante de mí”. Graaner cuenta que cada oficial “mantenía una o varias mujeres en el campamento y que el equipaje de un subalterno ocupaba a menudo de treinta a treinta y seis mulas”. Con la llegada de Belgrano varios oficiales “han sido dados de baja, las mujeres y las mulas de equipaje han desaparecido de la escena; las comedias, los bailes y los juegos de azar han sido desterrados. Todos esos abusos se habían dejado sentir bajo el comando de Rondeau, pero en las tropas del severo general San Martín no han sido nunca tolerados”.
El encuentro entre Tomás Guido y el sueco se produce cuando reviste como embajador en Santiago de Chile, oportunidad en que fue portador de una carta reservada de San Martín. Graaner lo ve como un diplomático “debutante”. “Es, literalmente, hombre pequeño, grave, cortés y ceremonioso, con una expresión de rostro entre mística y diplomática. En ocasiones parece advertir que se ha descuidado y se detiene en mitad de la frase. También aparenta no tener conocimiento de cosas que todo el mundo sabe y de que él asimismo está informado, y habla confidencialmente sobre asuntos que uno sabe perfectamente bien que él no conoce sino de manera muy superficial”.
Primer Director Supremo de las Provincias Unidas a los 40 años, Juan Martín de Pueyrredón era hijo de un francés nativo de Bearn. De “físico interesante”, cultivó al sueco con su don de “combinar admirablemente bien su seriedad española con la urbanidad francesa”. “Más político que soldado”, es presentado como una figura componedora que “ha sabido hasta reprimir el espíritu de aristocracia de diferentes jefes de la fuerza armada, sin que ellos lo hayan advertido y con esto se ha ganado la confianza de todos sus conciudadanos. Sin compartir ni aprobar las supersticiones y los prejuicios de sus compatriotas, hace como que se presta a ellos y al mismo tiempo trata de anularlos”.
Graaner se topa con el libertador de Chile cuando éste contaba con 32 años. Se asombra de que Bernardo O’Higgins en nada se asemeje a los criollos al mostrarse corpulento, de rostro rosado, redondo, “un soldado bueno, honrado y franco”. Descubre que “ama la comodidad, cuando puede gozar de ella, y le repugna toda ocupación en que haya de concentrarse, lo mismo que los problemas complicados”. El chileno “se deja convencer muchas veces y acepta planes de cuyos propósitos o maquinaciones no se ha dado cuenta muy bien”. Graaner avisa que San Martín es el que más lo convence, y que O’Higgins “ahora está tratando de independizarse de su compañero de armas argentino con gran descontento de este último”.
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