Domingo, 22 de octubre de 2006 | Hoy
CASOS > HOLLYWOOD Y EL CIGARRILLO
El estreno de Gracias por fumar, una sátira sobre las campañas contra el tabaco y el rol de Hollywood en la promoción del cigarrillo, es la excusa perfecta para recorrer la larga y fructífera relación de La Meca occidental y las tabacaleras, las estrellas que crearon, los negocios que financiaron y las publicidades encubiertas más insólitas que pagaron.
Por Mariano Kairuz
A fines de los años ‘80, las tabacaleras se autoimpusieron un código de “publicidad y promoción del cigarrillo”: a partir de entonces, se prohibía a productores y agentes tabacaleros “efectuar pagos para la inclusión de cigarrillos, atados de cigarrillos, ni avisos de cigarrillos en una película”. Mediante el comunicado las tabacaleras admitían oficialmente lo que habían negado durante décadas: que les habían estado pagando a los estudios de Hollywood para promocionar sus productos en las películas, mostrando a una estrella multimillonaria y encantadora disfrutando de un cigarrillo. Es decir, haciendo publicidad más o menos encubierta.
Ahora bien, aunque el gesto fue voluntario, no fue espontáneo ni altruista sino el resultado de la década, con sus campañas para dejar de fumar, la exigencia de exhibir cada vez más visiblemente la advertencia sobre los perjuicios para la salud, el debate sobre los fumadores pasivos y las crecientes restricciones para fumar en lugares públicos. Y, por supuesto, las demandas multimillonarias de enfermos de cáncer propuestos como víctimas de campañas publicitarias inescrupulosas. Es decir, una pequeña gran psicosis que propulsó innumerables estudios sobre los efectos de la publicidad encubierta en Hollywood. Estos estudios señalan el origen del procedimiento en las estrellas del cine de los años ‘40 y ‘50, con todo su glamour y sofisticación. Ahí están, se suelen señalar, la imagen de cuerpo entero de Rita Hayworth y la pose femme fatale con la que sostiene la boquilla; los ubicuos planos de Bogart (como detective noir, o especialmente en La reina africana); o Bette Davis, inseparable de su amigo de nicotina. Tras la enmienda al “código”, a mediados de los ‘90, el cine reflejaba la aversión oficial (apoyada abiertamente por el matrimonio Clinton) menos retirándolo de la pantalla que refiriendo el tema de manera más o menos directa. De hecho, nuevos estudios realizados a principios del 2000 revelaron que el cigarrillo no sólo no había desaparecido del cine sino que incluso había vuelto a sus niveles históricamente más altos, los de los años ‘50. Con estos números en la mano, los militantes antitabaco exigieron reunirse con los ejecutivos de los estudios para reclamar medidas tales como colocar advertencias en todos los DVDs e implementar un nuevo sistema de calificación por edades que contemplara si en una película los protagonistas fuman o no fuman. La nueva avanzada no sólo se encontró con la respuesta negativa de Jack Valenti, presidente de la Motion Picture Association of America hasta el 2004, sino también con algunas reacciones indignadas por quienes la consideraban “ofensivas para un librepensador”. En otras palabras, se reeditó el debate que suscitó en su momento Super Size Me, el film de Morgan Spurlock sobre los efectos de una alimentación a base de comida de McDonald’s: todo el mundo sabe que hace mal (tanto vivir a hamburguesas como fumar) por lo que pasa a ser un tema de responsabilidades individuales y de elecciones personales.
Y ése es, de una manera más o menos oblicua, no siempre clara, el argumento que presenta Gracias por fumar, la opera prima del director Jason Reitman protagonizada por un lobbysta de las tabacaleras que busca reencender una vez más el provechoso affair con Hollywood. Gracias por fumar tiene un par de buenas ideas (la caracterización del excéntrico productor de Hollywood que interpreta Rob Lowe, perfectamente dispuesto a volver a poner a fumar a sus principales estrellas delante de las cámaras) y es prácticamente la única película que aborda la multimillonaria relación entre los estudios y las tabacaleras. Pero lo hace muy débil y superficialmente, y su arremetida inicial se queda en promesa. El nuevo Hollywood fumador —uno de los motores de la trama— nunca llega a concretarse; y para el final se ha hecho evidente que no se trata de una película militante; incluso se ataja a cada rato recordándonos que su protagonista (el notable Aaron Eckhart) no es un idealista sino más bien un mercenario que no aboga por la libertad de fumar sino por la de argumentar. Y a la hora de argumentar, lo mismo le da que se trate de cigarrillos o de armas, de alcohol o de lo que fuere. El gran vacío que había sobre el tema sigue ahí, y el único que fue capaz de cargarse el asunto al hombro —el del poder de las tabacaleras, al menos— fue Michael Mann, en el ya lejano 1999, con El informante. Mientras tanto, Hollywood sigue fagocitando toda tentativa de autotematización, y convirtiendo con ingenio toda autocrítica en algo tan inasible como una voluta de humo.
En 1982, los productores de Nunca digas nunca jamás acordaron que Sean Connery y otros protagonistas sólo fumarían cigarrillos Winston y Camel, a cambio de un aporte de 10 mil dólares. Una década más tarde, Pierce Brosnan suscribía pública y orgullosamente el anuncio de que, después de Licencia para matar (1989, el último Bond con Timothy Dalton), 007 ya no fumaría en sus películas. En El mundo no basta, no sólo no fuma sino que rechaza los cigarrillos que le ofrecen, al igual que su jefa M. Pero esto duró hasta Otro día para morir (2002), en el que el agente británico retomaba el hábito (aunque con cigarros grandes).
Dos años atrás, la editorial norteamericana Grassroots Solutions publicó el libro Hollywood Speaks Out, de Curtis Mekemson, un escritor y activista californiano, creador también del proyecto Thumbs Up! Thumbs Down!, dedicado a investigar el impacto que tiene sobre los espectadores más jóvenes ver fumar a sus actores de cine favoritos. Hollywood Speaks Out recoge citas textuales de casi cien estrellas fumadoras de Hollywood —Matt Damon, Jennifer Lopez, Schwarzenegger, Angelina Jolie, Denzel Washington, Cameron Diaz, Brad Pitt, Salma Hayek— que cuentan cómo adquirieron el hábito. “Yo tuve que fumar para un papel cuando tenía 15, y se me pegó”, dice Eliza Dushku, la protagonista de la serie Tru Calling, que fue criada por mormones no fumadores. Johnny Depp confiesa que quiere crear su propia línea aérea, “AirSmoke”: “Fumar a bordo sería obligatorio”, dice. Y hay más: “¿Te parece que fumo mucho? Me gusta tener la garganta dolorida, y ser esclava de Philip Morris. Creo que soy adicta” (Uma Thurman, 1994). “En los aviones me meto en el baño para fumar” (Melanie Griffith, 1999).
“He estado cerca de Bette Davis durante casi 30 años”, dijo alguna vez Henry Fonda. “Tengo las quemaduras que lo prueban.” Bette Davis y el cigarrillo son casi inseparables en el imaginario popular; la actriz de La malvada aparece fumando en por lo menos 101 películas. Al parecer, quien la inició fue su madre: prevenida sobre la desconfianza que le tenía a su hija Carl Laemmle, el jefe de la Universal, le sugirió que empezar a fumar la haría verse como la sofisticada mujer de mundo que no era. La Davis hizo del cigarrillo un elemento esencial en cada uno de sus personajes. Convencida antes que nada de que un personaje que fuma debe ser invariablemente un fumador tiempo completo —así como no fumaba cuando le parecía que sería inconsistente con determinado personaje—, fumaba varios cigarrillos por película (abonando incluso un frecuente problema de continuidad del cigarrillo en el cine: la colilla que se va acortando entre tomas). Los ejemplos sobran: en La extraña pasajera fuma a escondidas de su madre dominante; en La malvada, Margo Channing (Davis) lanza una espesa nube de humo en las caras de sus invitados en clara señal de desprecio por los “cazadores de autógrafos” como Eve, su admiradora.
Consciente de su leyenda, Davis fumaba en cámara cuando la invitaban de la televisión, delante de presentadores tales Johnny Carson o Letterman, argumentando que “si no fumara, ellos no sabrían quién soy”. A los 81 le preguntaron por qué no había dejado de fumar. Ella contestaba, encendida, “¿para qué?”, y se quejaba de las leyes antitabaco: “Norteamérica ya no es más un país libre”.
Probablemente nadie abordó la psicosis del movimiento antitabaco de una manera tan cruda y directa como lo hizo Stephen King en el cuento “Quitters Inc.”, publicado en su libro El umbral de la noche. Llevado al cine por el director Lewis Teague como parte de la antología de historias de Los ojos del gato (1985), fue uno de los escasos intentos de Hollywood de tratar el tema en una época en que los espacios para promocionar a las tabacaleras todavía parecían estar a la venta en Hollywood. En la versión fílmica de Quitters Inc., James Woods contrata a un servicio para dejar de fumar que recurre a los medios más bizarros y salvajes para persuadir a sus clientes.
En su libro La diva nicotina (historia del tabaco), Iain Gately cuenta los primeros flirteos entre Hollywood y la industria tabacalera: “Lucky Strike fue la primera marca en hacer públicos los nombres de las estrellas que fumaban sus cigarrillos. Consiguieron el nombre de Al Jolson, el actor de origen ruso que actúa pintado de negro en la película El cantor de jazz (1927), así como el de Frederick Austerlitz, más conocido como Fred Astaire. Las películas mudas previas a 1927 se basaban sobre todo en la mímica, y el cigarrillo se convirtió en una alegoría más que en un accesorio. Cuando la heroína de una película quería expresar su interés sexual, aparecía fumando o pidiendo fuego. Las primeras estrellas de cine parecían estar siempre fumando. El cigarrillo era la metáfora más explícita para una actividad carnal que no estaba permitida”.
Varios sitios les siguen el rastro a las estrellas fumadoras y a las películas en las que fuman. www.scenesmoking.org tiene su propio sistema de calificación, con logos animados: uno con dos pulmones saludables para aquellos films en los que no se fuma, otro con pulmones negros y echando humo para aquellos en los que sí. Un servicio similar ofrece http://www.smokefreemovies.ucsf.edu/problem/
Alimentada por innumerables sitios de Internet, la caza de estrellas fumadoras ha dado recientemente varios escándalos. El más notorio fue probablemente el de Brad Pitt, a quien “pescaron” fumando durante el embarazo de su esposa Angelina Jolie. En Gracias por fumar, es justamente Pitt la estrella que un productor (Rob Lowe) le propone al representante de las tabacaleras como candidato para devolverle el glamour al cigarrillo cinematográfico.
El protagonista de las sagas Rocky y Rambo firmó en 1983 un contrato con Brown & Williamson Tobacco por medio millón de dólares para usar sus cigarrillos en al menos cinco de sus películas.
En 1978, el Hombre de Acero le advertía a Luisa Lane sobre los peligros de fumar y le escaneaba los pulmones con su vista de rayos X. El aviso no surtió efecto: en Superman II (1980), Luisa Lane fuma compulsivamente Marlboro. Philip Morris había pagado 42.500 dólares para que su marca apareciera en pantalla varias decenas de veces. En el clímax de la película, Superman es arrojado por sus enemigos sobre un camión con un aviso gigante de esta misma marca.
En Superman regresa (2006), Luisa Lane se escapa a la terraza del diario en el que trabaja para fumar oculta de su marido.
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