Domingo, 8 de septiembre de 2002 | Hoy
CINE
Buena parte de las películas japonesas de los últimos años incluye una extraña dosis de locura, inaudita para el cine occidental. Pero para los japoneses y los cinéfilos, no es nada nuevo, sino la herencia de Seijun Suzuki, el tío loco del cine nipón que a mediados de los 60 convirtió películas de gangsters clase B en auténticos experimentos de vanguardia. En el marco de la retrospectiva que abarca 50 años de cine japonés, la Sala Leopoldo Lugones hace justicia y proyecta las dos cimas de la locura suzukiana.
Por Horacio Bernades
NIEVE EN VERANO
Seijun Suzuki ingresó en la industria del cine a mediados de los años
40 (tenía 17 años), una década más tarde pasó
al estudio Nikkatsu, especializado en la producción de baratas películas
de clase B para consumo adolescente, y dirigió su primer encargo a fines
de los 50. Rápido y efectivo, Suzuki se ganó la confianza de la
Nikkatsu, filmando arazón de varias películas al año, hiperproductividad
típicamente nipona que todos sus sobrinos heredan. Gozando
de la libertad que da la confianza ciega, este técnico que jamás
se consideró a sí mismo un artista empezó a darse permiso
para ciertas audacias.
Ya en una película como La juventud de la bestia, de 1963, Suzuki hizo
nevar en medio de un paisaje seco y en la escena siguiente fusionó verano
y otoño, sin variar las unidades de tiempo y lugar, mientras la acción
típica de un film de gangsters seguía como si tal cosa. Lo
que pasa es que las estaciones están todas mal, explicaría
más tarde. Yo trato de darles el orden que deberían tener.
La primavera, por ejemplo, debería suceder al verano, y no al revés.
Pero a Suzuki no le alcanzaba con ordenar las estaciones del año: también
variaba completamente, y sin que ninguna razón natural lo
justificara, la iluminación en el interior de una escena, o las teñía
de colores inauditos. Tokyo Drifter empieza en blanco y negro, y no precisamente
del modo más esperable para una película de gangsters (un yakuza
le pide a su rival que lo mate), y de pronto el protagonista mira hacia abajo
y ve algo de color rojo. A partir de ese momento, la película es en colores.
Y qué colores: el matón protagonista jamás se saca su traje
celeste cielo ni sus zapatos blancos (¡ni siquiera en medio de paisajes
nevados!), un boliche de música à go-go está bañado
en una luz fucsia, un cabaret parece una pecera de tonos dorados y, en el momento
en que se comete un crimen, el fondo puede pasar de rojo a blanco. Pero no es
sólo cuestión de color: durante los títulos se oye una
melancólica canción de acentos flamencos, canción que el
protagonista se pondrá a cantar más adelante, en medio de una
escena de acción. ¿Qué decir de la música de presentación
de Branded to Kill, una balada pop con acompañamiento de armónica,
clavecín y recitado?
EL OLOR DEL ARROZ HERVIDO
Me atrae mucho más la destrucción que la creación,
confesaría Suzuki en una entrevista, en la que posiblemente sea su más
transparente declaración de intenciones. La aplicada deconstrucción
a la que este Godard en estado salvaje sometió al género a lo
largo de los 60 tenía que terminar como terminó: con su expulsión
de la Nikkatsu inmediatamente después de presentar la versión
terminada de Branded to Kill, y su consiguiente destierro de la industria durante
una década.
Si en medio de Tokyo Drifter Suzuki hacía que el héroe fuera a
parar a un salón del Lejano Oeste, para desatar allí una batahola
de piñas y patadas digna de una película de John Ford, en Branded
to Kill el héroe un asesino a sueldo frío e implacable
luce unas mejillas tan infladas como las de Bugs Bunny y tiene un vicio secreto,
que se devela en el momento en que se sienta a la barra de un bar con su chica,
ella pide un whisky y él... un pote de arroz hervido. Sí, su adicción
consiste en oler arroz, de modo tan compulsivo y reiterado que provoca el hartazgo
de su mujer, que para vengarse de semejante pesadilla se encama con cuanto tipo
se encuentra. Y de paso se contrata ella también como asesina, para liquidarlo
de una buena vez.
Además de eso, en Branded to Kill hay un matón que sufre ataques
de histeria cada vez que oye un disparo, un hit man fantasma, un optometrista
que practica extirpaciones oculares a mano, una chica enamorada de la muerte
que desencadena chaparrones cada vez que aparece, desnudos frontales con velados
ópticos de partes pudendas (una cargada al ente oficial de censura),
rollos revelados en negativo, el diálogo entre un hombre y una filmación,
fragmentos de cine de animación, un crimen con mira telescópica
interrumpido por la súbita aparición de una mariposa y un inenarrable
asesinato a través de cañerías, que más tarde sería
literalmente robado por el hongkonés Tsui Hark para una de sus películas
más recientes. Todo esto hizo Seijun Suzuki, sin haber visto jamás
ni un plano de Pierrot le fou.
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