Domingo, 8 de septiembre de 2002 | Hoy
EFEMéRIDES
Cuando ya todos creían que su carrera literaria naufragaba irremediablemente, Ernest Hemingway dio un golpe de timón que lo devolvió a las cálidas aguas del éxito: publicó El viejo y el mar en la revista Life. Vendió 5 millones de ejemplares en 48 horas, su traductor al italiano dijo que apenas podía traducir por las lágrimas, las cartas le llegaban de a miles, ganó el Nobel y Hollywood no perdió el tiempo en pescarlo y cocinar el guión. Pero, después de todo eso, Hemingway nunca más volvió a ser el mismo. Cincuenta años: Rodrigo Fresán muerde el anzuelo e indaga si el mito hace agua o no.
Por Rodrigo Fresán
EL ANZUELO
El 1 de septiembre de 1952 apareció la nouvelle de 27 mil palabras en
un número de Life que le pagó al escritor 1,10 dólar por
cada una de ellas. Fue un buen negocio. Se vendieron 5 millones de revistas
en 48 horas. El 8 de septiembre, la editorial Scribners puso a la venta
el libro con diseño de portada de la joven Adriana Ivancich, por
la que Hemingway había perdido los papeles y no dudó en
encargar la segunda edición una hora después de que hubieran abierto
las librerías y hubieran volado los primeros 50 mil ejemplares. En el
libro Hemingway y su mundo, Anthony Burguess describe con precisión y
gracia la Viejomanía y sus por qué: Su impacto fue increíble.
Se predicaron sermones basándose en él, el autor recibió
cientos de cartas laudatorias día tras día, por las calles la
gente lo besaba llorando, su traductor al italiano dijo que apenas podía
traducir por las lágrimas, y Batista le concedió a Hemingway una
medalla honorífica en nombre de los pescadores profesionales de
peces espada desde Puerto Escondido a Bahía Monda (...). Es fácil
comprender por qué la novela fue, y sigue siendo, tan universalmente
popular: trata del valor mantenido frente al fracaso.
Y tiene razón Burguess, el hombre es un animal raro y pocas cosas le
resultan más agradables y disfrutables que presenciar de lejos
y de cerca, en un libro la épica de la derrota de otro. Y la cosa
se pone mejor aún cuando la prolija narración de una caída
está firmada por el inesperado vuelo de quien se pensaba tenía
las alas rotas. Hemingway -luego de haber soportado el desprecio crítico
por Al otro lado del río y entre los árboles, su involuntariamente
autoparódica novela de amor otoñal volvía por sus
fueros para contar la viril saga de un pescador cubano de nombre Santiago que
luego de una lucha a muerte vence a un gigantesco pez espada sólo para
contemplar, impotente, cómo se lo devoran los tiburones. La trama, claro,
se presta a múltiples interpretaciones: ¿metáfora de un
último combate? ¿Hemingway era el pescador o el pez? ¿Los
críticos eran los tiburones? ¿Cuba era el paraíso recuperado
o el infierno obtenido?
Hemingway bien macho y bien lejos de todas esas mariconadas, en
su momento, advirtió que no hay simbolismo. El mar es el mar. El
viejo es el viejo. El pez es el pez. Nada más. La puta mar, como dicen
los cubanos.
Faulkner sureño e irónico escribió que era
el mejor libro de Hemingway y el mejor de cualquiera de todos los nuestros,
pero agregó: Esta vez, Hemingway descubrió a Dios, al Creador...
Está bien. Alabado sea el Señor que nos hizo, nos ama y nos compadece
a Hemingway y a mí; y que nos impida volver a ocuparnos de él
de aquí en más.
En cualquier caso, a Hemingway la divina idea le venía de lejos. Ya en
1936 había publicado en el mensuario Esquire una crónica con el
título de On the Blue Water a partir de una historia que
le había contado un pescador. Los años y su relación con
el legendario y recientemente fallecido a los 104 años de edad Gregorio
Fuentes patrón de su yate Pilar hicieron el resto.
La idea original de Hemingway era que la historia de Santiago fuera el último
tramo de un largo libro sobre el mar a titularse The Island and the Stream que
fue editado póstumamente en 1970 con el título de Islands in the
Stream (Islas en el golfo, en la edición en castellano) y en donde aparece,
al principio, otra larga secuencia -para mí, más lograda que la
de la nouvelle de pesca y persecución, esta vez protagonizada por
un pescador adolescente bajo la vigilante yorgullosa mirada de su padre. La
idea, supongo, era abrir y cerrar la novela con un pez poderoso y con pescadores
perfectamente conscientes en su juventud o en su vejez de que ya
nunca les volvería a suceder algo igual.
LA CARNADA
Nada igual volvió a sucederle a Hemingway: El viejo y el mar ganó
el Pulitzer correspondiente a ese año, se convirtió en best-seller
mundial, dio lugar a una película horrible con Spencer Tracy que Hemingway
detestaba, y fue el tiro de gracia a la hora de por fin cazar el Nobel de 1954.
Ahora, bien: ¿es tan bueno El viejo y el mar? Confieso que tenía
un recuerdo difuso del libro, que no me gustó nada cuando lo leí
y que entonces no pude evitar emparentarlo con esos cortometrajes for-export
de dibujos animados de Disney con gauchitos voladores, loros cariocas, toros
sensibles y avioncitos correo chilenos con los que Walt pretendía conquistar
el mundo. Sí, hay algo de El principito, de Platero y yo y de Juan Salvador
Gaviota en El viejo y el mar lo mismo ocurre con las también breves
y parabólicas La perla de John Steinbeck y Una fábula de William
Faulkner que pone un poco los nervios de punta. Ese tufillo corderil de
libro cuasi de autoayuda disfrazado de lobo. No sé. Y es ciencia: el
mejor Hemingway no está en los jadeos de sus novelas (con la excepción
de El sol también sale) sino en el largo aliento de sus cuentos. Se sabe
que sus inmediatos imitadores y el posterior aluvión sucio de los minimalistas
no hicieron más que destacar los aspectos caricaturizables de su estilo.
Se sabe también que Hemingway era un patán, una mala persona y
que Fitzgerald y Faulkner fueron, siguen y seguirán siendo mucho mejores
que él.
Así que, lo confieso: volví a acercarme a El viejo y el mar con
la caña en alto y sin bajar la guardia. Hacía mucho que no leía
a Hemingway y -¡sorpresa! ahí estaba otra vez ese estilo
que te gana de a poco, pero enseguida: la frase precisa, la naturaleza del mundo
inseparable de la naturaleza del hombre, la repetición tres o cuatro
veces de una misma palabra en una sola oración y una ininterrumpida sucesión
de milagros como voy a escribirlo en inglés como The
sky was clouding over to the east and one after another the stars he knew were
gone. Pero El viejo y el mar no es mejor que sus últimos victoriosos
relatos derrotistas como La nieve del Kilimanjaro o, especialmente,
La corta o feliz vida de Francis Macomber. Lo que molesta o irrita
de El viejo y el mar es, paradójicamente, sus virtudes marketing de librito
perfecto: es turístico, aleccionador, breve, contundente, ideal como
primer libro a leer por los estudiantes de Inglés del planeta y en
la cuidadosa revisitación y reciclaje de momentos en la vida y obra del
autor definitivamente hemingwayano. Es, sí, el libro más
populista de un escritor popular. Un Hemingway para millones donde, tal vez,
la culpa no sea del que firma sino de esa multitud que lo lee como libro-estandarte
y siente que ha rendido la asignatura correspondiente y a otra cosa. De algún
modo, más que un libro, El viejo y el mar es un slogan pegadizo y un
lugar común inmediato. Un Moby Dick fácil y light (Hemingway definió
a la obra maestra de Melville como buen periodismo y mala retórica);
lo que fue y no deja de ser un logro pero, también, un arpón de
doble filo. Así, lo que distingue y mitifica a El viejo y el mar está
en realidad fuera de la literatura y por eso es uno de esos contados artefactos
extraliterarios más allá de las bondades de su prosa que de tanto
en tanto irrumpen como un huracán caribeño y arrasan con todo.
Incluyendo a Hemingway.
Sus patoteras cartas de por entonces muestran a un campeón súbitamente
recuperado en el último round, peleándose con todos, insultando
a los escritores jóvenes y burlándose de los muertos. Entre líneas,
resulta evidente que el fantasma navideño y cada vez más poderoso
de Fitzgerald -quien tanto lo ayudó y lo quiso hasta el final, a pesar
de todo no lodejaba dormir en paz y que sabía que El viejo y el
mar había sido un último regalo de una vida que ahora empezaba
a pasarle la cuenta y pedirle explicaciones.
Al poco tiempo, Fidel y el Che entraron en La Habana y Hemingway ya no pudo
volver a pescar en el Pilar o a ocupar su mesa en el Floridita.
Se deprimió mucho y se distrajo reescribiendo a conveniencia su pasado
en la tan infamante como formidable A Moveable Feast (París era una fiesta),
y armando y desarmando El jardín del Edén, una extraña
y perversa y fascinante novela que aparecería en 1987. Empezó
a desconfiar de todo y de todos, intentó suicidarse varias veces, recibió
electroshocks y supo que el cazador ahora era la presa. Era una leyenda viva
para todos y muerta para sí mismo. Las últimas fotos lo muestran
caminando por los bosques nevados de Ketchum; pateando latas o sonriendo a cámara
con una sonrisa enorme y amplia: dientes que se olvidaron de cómo morder.
Un funcionario de la Casa Blanca le pidió una frase para un volumen conmemorativo
que sería entregado al recién investido presidente Kennedy. No
se le ocurrió nada, no podía escribir una palabra. Ya no
quiere salir, nunca más, le dijo llorando a su última esposa.
Un amanecer de domingo se le ocurrió una última gran idea para
un último breve cuento. Una ficción súbita, un micro-relato.
Bajó a su estudio y la escribió de un tirón, de un tiro:
El viejo y el rifle.
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