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Domingo, 15 de septiembre de 2002

CONTROVERSIAS BAILABLES

Fuego cruzado

Invitados a participar de un seminario sobre músicas de vanguardia, Christine Lang (dj berlinesa) y Christoph Dreher (documentalista, ex miembro del mítico Die Haut) animaron la noche porteña con imágenes y sonidos digitales y destaparon la olla que conmueve a la escena rave europea: la guerra sin cuartel entre el Love Parade, ex fiesta urbana convertida en megaevento comercial, y su enemigo número uno, el Fuck Parade, mitin político-musical que reivindica la clandestinidad, el multiculturalismo y el espacio público.

POR CECILIA SOSA

Son apenas las 9 de la noche. Desde la sala del subsuelo del Centro Cultural San Martín se puede entrever la ciudad que brilla bajo las luces de la noche y la lluvia. El piso está cubierto de polvo de manzanilla que despide un extraño olor a almizque; la música, drum ‘n bass excluyente, en tono sorprendentemente bajo, está a cargo de Christine Lang, una dj berlinesa de 30 años. Al lado de las bandejas, Christoph Dreher, productor, documentalista y uno de los integrantes del mítico Die Haut, contempla, cerveza en mano, las sotisticadas contorsiones de la treintena de jóvenes que bailan, en el clima casi gótico, en sombras, donde priman los sonidos digitales, especialmente el 2Step, favorito de Christine.
La pareja fue convocada por el Instituto Goethe para participar de un inédito seminario sobre “Música y revolución”, las primeras jornadas internacionales de reflexión sobre la música de vanguardia que, organizadas por la Dirección de Música de Buenos Aires, se realizaron el 5 y 6 de setiembre. Uno de los días estuvo dedicado al videoclip; en ese marco, Dreher presentó “Fantastic Voyages”, una inédita serie televisiva en la que el músico traza la historia del género desde sus orígenes, en los 80, hasta la actualidad. Dedicado a bucear en las subculturas del pop y los paradigmas mundiales de la cultura juvenil, Dreher deja que durante los siete capítulos sean las voces de teóricos de disciplinas varias los que desgranan los valores estéticos, morales y sociales del consumo musical en el mundo. Así, en la serie conviven músicos como Björk, Nick Cave, Kraftwerk, Aphex Twin, Massive Attack o Madonna, con el análisis de ensayistas como Siegfried Zielinski o Slavoj Zizek y los clips realizados por Chris Cunningham, Steve Barron o Zbig Rybczynski.
A pesar de la trayectoria inagotable de Dreher, que hasta supo convivir con Cave, es su compañera la que concentra la devoción del público. “Está ganando un estilo en el que los dj suelen sentirse más importantes de lo que en realidad son. Están tan concentrados ‘pinchando’ discos que pierden conexión con la gente. Se sienten casi chamanes”, dice Lang. Su cruzada responde a una lógica casi inversa: demostrar cómo la más moderna tecnología puede no perderse en el maquinismo hermético de la hegemonía tecno. Así, Lang devino en una férrea militante de la resistencia al oficialismo del “carnavalesco” Love Parade, el megaevento musical en el que todas las segundas semanas de julio de cada año cerca de un millón de adolescentes de Europa toman por asalto las calles céntricas de Berlín.
En 1989, cuando se realizó el primer Love Parade, su mentor fue el dj alemán Dr. Motte, único animador de una fiesta que entonces sólo reunió a un centenar de personas. “Al principio la idea de sacar los clubes a la calle era interesante. Pero año tras año se fue transformando en un evento donde la música es lo menos importante. Ahora es sólo un evento publicitario. Lo único que podés ver son adolescentes que no están en absoluto interesados en la música. Para alguien que vive en Berlín, el Love Parade no tiene ningún interés”, dice Lang un par de jornadas después, mientras se prepara para musicalizar una fiesta en el Hotel Boquitas Pintadas, que administra un grupo de alemanes tan desarraigados como fanáticos de Manuel Puig.
En respuesta directa al Love Parade, surgió hace 6 años el Fuck Parade, una demostración política, multicultural y musicalmente heterogénea que se despliega en los confines más secretos de Berlín el mismo día en que transcurre la mega rave. “La idea fue hacer algo en contra del Love Parade: un acontecimiento casi político, sin dinero, sin sponsor, sin nada”, cuenta Lang. Al día de hoy, el programa de guerra del Fuck Parade alterna las consignas concretas con otras más románticos. La primera: la decisión de ganar la calle y revitalizar el sentido de lo público; la segunda: reivindicar un origen clandestino, casi ilegal, para la inspiración y la creación artística. “La inspiración musical provienenecesariamente del underground, de los subsuelos. Las vanguardias siempre surgieron asociadas a los clubes, que eran básicamente ilegales; nunca de un emprendimiento comercial”, dice Lang. Desde esa perspectiva, el Love Parade sólo puede encarnar una suerte de operación de travestismo: una prueba más de la colonización de la esfera artística por parte de la lógica empresarial.
La disputa por los espacios también se vive en el terreno musical. Así como la lógica comercial se anexa el espíritu de la rave, hay ciertos sonidos que sólo encuentran espacio en los márgenes. Mientras el tecno hegemoniza las bandejas de las decenas de dj que musicalizan el Love Parade –donde hasta el tango suena remixado–, en el Fuck Parade tendencias disímiles conviven en una suerte de polifonía donde el reggae, el soul, el drum’n bass y el hip-hop dialogan entre sí. “Los distintos clubes sacan su música a la calle y las tendencias son múltiples. Prima la diversidad que se nutre de las distintas culturas de inmigrantes”, explica Lang.
La última edición de la mayor fiesta popular europea, de hecho, tuvo que tomar medidas drásticas para proteger la seguridad y la salud del colorido desfile de euforia danzante: contrataron cerca de 2 mil personas para acordonar los 260 mil metros cuadrados donde se despliega el carnaval electrónico, amén de los miles de puestos de bebida (la única estrella es el agua mineral) y comida que abrazan el parque de Tiergarten y la neurálgica avenida 17 de Junio, desde la estación del Zoo y la Ernst Reuter Platz hasta la emblemática Puerta de Brandeburgo, que en épocas ideológicas más tajantes solía demarcar el Este y el Oeste de la ciudad.
Sin embargo, luego de que la edición del ‘98 superara el piso del millón de asistentes y la municipalidad tuviera que desembolsar cerca de 330 mil marcos para reparar los destrozos del Tiergarten, los ávidos ojos de la administración alemana no volverían a permitir que el desfile de marcos fluyera sólo hacia las arcas de la Deutsche Welle, encargada de televisar el evento. Y ya desde el ‘99 empezaron a forcejear con los organizadores, paradójicamente parapetados en un viejo edificio de la administración comunista, amenazándolos con prohibir el acto definitivamente. Así fueron los propios senadores oficialistas los que entablaron la lucha mediática con Dr. Motte, invitándolo a deportar su fiesta de masas hacia los parques parisinos.
Tal vez lo más curioso del caso sea que la prohibición gubernamental se haya anclado en un debate de carácter casi semiológico: “Durante casi diez años se discutió si el Love Parade era una manifestación política, aunque yo creo que nunca lo fue. Y recién en 2000 el gobierno se decidió a cambiar la palabra demostration (‘manifestación’) por event (‘evento’). La lógica es sencilla: si se trata de una manifestación, el municipio no puede impedirla y debe hacerse cargo de la seguridad, la rehabilitación y la limpieza de las calles; si es un evento, en cambio, los propios organizadores son los que deben proveer estos servicios”, explica Lang. Desde entonces –y aunque Mr. Motte se ufanara de que el “Love Parade no se vende”–, la rave empezó a costearse con sus propios bolsillos y a asumir, por ende, la lógica de un emprendimiento privado. Así, en la edición 2000, los organizadores debieron contribuir con más de 120 mil dólares para garantizar que Berlín amaneciera tan lustrosa como siempre. “Tienen dinero y lo pagan. Es parte del show business”, dice Lang.
Sin embargo, frente a la contundencia del argumento gubernamental, la suerte del Fuck Parade fue radicalmente distinta. “Para nosotros el Fuck Parade es una manifestación, no un evento, y por tanto debe ser gratis y libre. Estamos absolutamente en contra de la privatización de los espacios por sponsors. Nadie va a pagar por nada. Por eso, ahora, nos transformaron en algo casi ilegal”, cuenta Lang. De hecho, mientras el pasado 13 de julio el Love Parade superaba el millón de adolescentes (y los costos, según admitieron los organizadores, el techo del millón de euros), el Fuck Parade apenas pudo realizarse en algunas galerías de arte y clubes marginales, obligados a retirarse a los confines de la ciudad. “Sólo ahí obtuvimos permiso. Veremos qué pasa el año próximo. El reclamo sigue siendo que la calle sea pública”, asegura Lang. Mientras tanto, Dreher sigue adobando su propio mito. Asegura que nunca asistió al Love Parade ni al Fuck Parade. Y cuenta con resignación que lo reconocen más por haber integrado el mítico grupo Die Haut que por su extenso trabajo como documentalista. “Estoy bastante aburrido, me empieza a interesar la arquitectura. Es la primera vez que vengo a Buenos Aires y estoy deslumbrado con su estilo caótico y su asimetría. Los edificios recortan formas muy extrañas”, comenta Dreher, y empieza a bajar hacia el subsuelo donde Lang ya hipnotiza a sus feligreses.

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