Domingo, 10 de junio de 2007 | Hoy
CINE > EL DOCUMENTAL DE ANDRéS DI TELLA SOBRE SU MADRE
A partir de una serie de fotografías de su madre, de origen hindú, Andrés Di Tella ha intentado reconstruir, mediante viajes, entrevistas e investigaciones, todo lo que no pudo saber sobre ella mientras estaba viva. Y en la línea de La televisión y yo, donde entretejía el derrumbe de la empresa familiar y del proyecto nacional, Fotografías vuelve a indagar, mediante la "autobiografía edípica", en esa zona difusa donde la vida privada de una familia y la vida pública de una época se cruzan con absoluta naturalidad. Después de todo, era Kamala Di Tella la que se hacía amiga de los artistas del Instituto y llenaba el living de su casa de pintores y lamas.
Por María Moreno
Fotografías, la última película de Andrés Di Tella, es sobre su madre, la psicoanalista de origen hindú Kamala Di Tella, o sobre la India o sobre la identidad a condición de que se la ponga entre paréntesis. Al principio iba a llamarse El país de mi madre sin que ese país se refiriera a la India de la que Kamala le habló muy poco.
Fotografías, filmada en la India, Patagonia y Buenos Aires, explora la filiación a través de los lazos de sangre pero sobre todo la establecida por esos otros lazos que precisamente se adquieren contra el hogar, son extraterritoriales y en cierto modo armados a través del don de la palabra, en el camino, por sobre la patria y las jerarquías sociales o lingüísticas.
–Durante mucho tiempo negué mi identidad hindú aunque los otros me vieran como uno –dice Andrés–. Una vez, mientras estaba en el colegio, en Inglaterra, donde los hindúes son considerados como aquí los bolivianos, un chico me gritó "fucking wog". Yo no sabía que quería decir wog hasta que vi, en un frasco de mermelada, la imagen de un negrito y al lado escrito Gollywog. Lo malo es que yo mismo era racista: no me gustaban las chicas hindúes y eso abría la posibilidad de que yo tampoco les gustara a ellas.
Si bien Fotografías se trataría de una película sobre la madre, la insistencia es por el lazo padre–hijo. Lo que está en juego, entonces, es la transmisión. Hay escenas de Andrés y sus hijos en la misma pose de orinar parados –ese tópico viril–, de Andrés interrogando a Torcuato sobre los misterios de la familia, de Andrés, Rocco y la cámara. Cómo padre Torcuato enseña por la contradicción y la burla: luego de decir con soltura que ha quemado a gran parte de los miembros de la sepultura familiar, persuade a Andrés de no llevar las cenizas de Kamala a la India (pruritos higienistas), responde too late (tono boutade hight society) a la posibilidad de saber algo más sobre ella, le dice que se equivoca, que el elefante que tiene en la mano no es Ghanesa (desacredita al hijo para que se sepa quién es el padre allí), ante una pregunta personal desplanta con un ¿ya empezamos con el psicoanálisis? (como si le dijera "te conozco mascarita"). Andrés, en cambio, se deja conducir por su hijo Rocco, usa la cámara bajo las órdenes de éste –para filmar una alucinante pelea de dinosaurios–, le escucha un plan sobre una probable película de extraterrestres hecha con maquetas: señala así la diferencia con Torcuato disimulando lo que la educación progresista tiene de mandato aun poniendo en escena eso de su majesty the baby que seguramente Kamala, como terapeuta, hubiera criticado. Abundan las escenas de transmisión efectiva: Gautam, un pariente, le da a Andrés una tela bordada que era de un antepasado y él se la pasa a su hijo Rocco.
–Yo creo que con la cámara salen cosas que sin la cámara no salen. Mientras lo filmaba, mi padre me ha dicho cosas que, de otro modo, no me hubiera dicho. En mi película anterior, La televisión y yo, me dijo que para él fue una liberación cuando se murió su padre. Y que después estaba esperando que se muriera la madre. Eso era algo que nunca me había dicho. Y encima yo era su hijo y justo se me había muerto mi madre y podría estar pensando "¿Cuando se morirá mi papá?". No es que lo deseé, pero no puedo dejar de pensar en esa posibilidad. Son cosas muy fuertes de decir y que se dan sólo ante la cámara que parece que funciona despertando esa necesidad de testimoniar que todos llevamos dentro. Será por eso que papá ha salido diciendo tantos disparates por televisión.
En la película de Di Tella las fotos familiares suelen registrar los momentos de sutura en el espacio, un ordenamiento y una simultaneidad de los de la misma sangre como una ficción de la que, pasados los años, deberá reconstruirse el contexto, el fuera de escena. La filmación específica, en cambio, registra el movimiento de la investigación, el encuentro del realizador con diversos personajes que integran la familia simbólica de los sin familia. Son los sadhu, crotos ilustrados, religiosos y trashumantes que recorren la India, los verdaderos maestros de la película –Kamala se detenía en el camino para charlar con ellos–. No sólo los originales –esta película se burla de la posibilidad de existencia de un original– sino los hight society como José Rivarola, periodista metido a crítico literario y perdido por el mundo haciendo "siluets" (retratos de cartón recortado), según la tradición inglesa, o Ramachandra Gowda, gurú indoargentino, heredero de Ricardo Güiraldes.
Para Andrés Di Tella un film autobiográfico no es un acto de narcisismo sino de responsabilidad. Es responder por su vida y sus ideas, poniendo el cuerpo. A veces bromea diciendo que, mientras se acusa de narcisistas a los autores de autobiografías, nadie acusa de carentes de autoestima y de negar la intimidad a los que hacen documentales sociales. El parece alinearse en una larga tradición autobiográfica nacional (Mariquita Sánchez, Lucio V. Mansilla), que fusiona los avatares de la familia con los de la patria –en La televisión y yo la caída de la industria Di Tella es la caída de la empresa familiar, pero también la de la industria nacional– pero en Fotografías esa tradición afirma lo imposible de la familia y de la patria como narraciones simples. Todo el film hace juego con la afirmación de Piglia de que Witold Grombrowicz es el mayor escritor argentino del siglo XX, es decir pone en escena la identidad no como un límite sino como una paradoja y una comedia de enredos. José Rivarola investiga las raíces hinduistas de Ricardo Güiraldes, que viajó muy temprano a la India, donde se interesó por los swamis y el hachís; el célebre Don Segundo Sombra, lejos de ser el gaucho domado de la crítica de izquierda, debería ser leído entonces en las claves que lo asimilan a un gurú y quien detecta ese saber es su hijo adoptivo, Ramachandra Gowda. Este personaje que Adelina del Carril trajo de la India luego de enviudar y en calidad de hijo adoptivo quedó varado en Argentina. A pesar de que lo hindú en él es ya casi una nostalgia –Adelina lo trajo cuando tenía quince años–, le explica a Andrés que es un gurú mientras se comporta como uno, pero habla como un concheto, vive en Patagonia y es heredero de un argentino asociado a la doma, al tango en París y al cultivo del canto con guitarra criolla. Un pariente "legítimo", el comodoro Güiraldes, que le pelea la herencia y lo trata como un "intruso", aparece en cambio vestido de arriba abajo como un gaucho, según él para encarnar la tradición, pero la indumentaria gaucha, ya se sabe, es totalmente importada a excepción del sombrero panza de burro. Esa propiedad de lo impropio para ser lo más de uno, y al revés, fue usada por Andrés para rebajar el narcisismo autobiográfico tomando la posición del clown.
–Cuando llegué a Madrás mis familiares me invitaron a una boda a la que me pidieron asistir con ropa formal. Con Cecilia (la escritora Cecilia Szperling) fuimos a comprarla. Yo elegí un pantalón y una túnica con los que me sentía un jeque árabe. Todo eso está filmado. Con Cecilia caímos en la fiesta; ella, con su sari y yo, con mi traje. Y de los tipos, ¡yo era el único disfrazado de hindú! Era evidente que era extranjero.
El ensayo edípico (expresión de la crítica Ana Amado), en cualquiera de sus formas, suele limitarse a explorar los avatares de la filiación como si el hijo sólo quisiera saber lo que hay en él como legado y, a su tiempo, deberá pasar. En Fotografías Kamala es propuesta, evocada o buscada en función del lugar desde donde viene y de lo que deja para trasmitir. Por eso, cuando se cita una de sus cartas a Torcuato donde dice: "En fin, aquí estoy con cariño maravilloso de mi familia de la India. En otra parte del mundo están mis hijos a los que extraño mucho. Todavía en otra parte del mundo están mis ideales e ideas y amigos", es ese tercer punto, el que escapa a la línea sucesoria a través de la sangre, el que queda como enigma pero no oculto, más bien como aquello que sigue abierto a la investigación bajo la forma de ideas, ideales y amigos. El misterio de Kamala persiste en su carácter de radical, que no sólo se va del/al hogar sino que se une para reproducir lo que Marta Minujín llama "hijos dobles", que no sólo deja su país de origen sino que estudia en el imperio una teoría que psicopatologiza la familia –la antipsiquiatría de Laing– y termina transmitiendo esa teoría en el país donde la institución psicoanalítica importa mayoritariamente el legado de Melanie Klein. Si era hindú, lo era en más de un sentido.
–Mi mamá casi explotó el hecho de serlo –dice Andrés–. Era un personaje. Fue ella y no Torcuato la que se hizo amiga de los artistas del Di Tella. En casa había todo el tiempo gente durmiendo, desde Caetano Veloso hasta Dany le Rouge, algunos haciendo yoga en bolas. Me acuerdo de unos lamas viendo televisión y matándose de risa. Para esos tipos que habían vivido desde los cuatro años en un monasterio Buenos Aires era la civilización occidental. Y la tele era su contacto. Les encantaba Mirtha Legrand. Porque hubo un tiempo en que mamá empezó a visitar templos budistas en el Himalaya, incluso trajo a la Argentina al Dalai Lama. Con todo ese quilombo, mi hermano y yo solíamos encerrarnos en nuestro cuarto y cuando no había moros en la costa salíamos para ir a la cocina y comer unos copitos. Mamá tenía esa risa alegre de los lamas.
La risa de Kamala, un poco ronca, suelta y en cascada, como la recomendada en el sutra del corazón de Osho para vivir en sabiduría es, al parecer, inolvidable y se sebrepone a la muerte.
–Cuando se murió mi mamá, yo estaba en Inglaterra trabajando en la televisión. Fue algo inesperado, un shock. Me llamó mi papá anunciándome que tenía una mala noticia: "Mamá se quedó", dijo. Yo entendí inmediatamente, pero igual gritaba "qué", "qué", como si no quisiera entender del todo. Cecilia tuvo que terminar la conversación. Me puse a llorar. Después sentí que tenía que salir y estar solo. Entonces me fui a caminar, debían ser las doce de la noche, que en Londres es como si aquí fueran las cuatro de la mañana. Estaba por Bloomsbury, que tenía las calles completamente vacías. Y de pronto me pasó una cosa rarísima y es que tuve una visión de ella. Y mirá que no soy de tener visiones, vi que en algún lugar estaba, casi flotando y matándose de risa. Luego se desvaneció. El mensaje que me quedó de ella fue esa risa a través de la muerte.
La risa en una versión asordinada y casi artera será uno de los recursos del Andrés entrevistador para favorecer la confesión de personajes antagónicos. Porque, ¿cómo seducir a un personaje programado como "villano" con la finalidad de que "cante" sin caer en la avenencia pero tampoco, mediante un enfrentamiento directo, corriendo el riesgo de que repliegue? Ante cámara, el comodoro Güiraldes dice que Ramachandra es un "intruso" y acuña la metáfora del cuervo entre palomas blancas, reconociendo que dice algo "fuerte". "Racista", corrige Andrés pero con una voz muy baja y una risita. De ese modo marca su posición sin dejar de emitir también esas señales corporales de estímulo como el asentimiento con la cabeza con que los entrevistadores, sin dejar claro si con ese gesto están sugiriendo que coinciden con lo que escuchan o si simplemente indican que están escuchando. También ríe cuando su padre le lanza alguna de sus respuestas frustrantes y casi despreciativas: al precio de quedar mal parado, esa risa estratégica deviene verdadera por la satisfacción de que el entrevistado se esté yendo de boca a favor del documental.
La risa, emblema de Kamala, puede imaginarse aun sin estar a la vista, en la filmación que ella hace de un niño autista que parece estar ojeando un libro mientras emite una suerte de arrullo. La voz en off de Kamala dice: "¿Qué? ¿Estás leyendo o me querés decir a mí algo?". Es la voz hospitalaria, de bienvenida simbólica que ofrece alguien que domina varias lenguas a otro como caído del lenguaje, pero que hace el ademán de leer o quizás sepa leer después de todo –Kamala no lo pone en duda–.
Y si ella se comunica con los que no tienen lenguaje inteligible, también podría hablar desde la muerte.
–Desde que llegué a la India consulté a varios videntes. En la película dejé la entrevista con uno. Fueron horas de espera en un cuartucho, en una suerte de lo que aquí sería una villa. Hubo tedio, tensión en el equipo. El vidente entró en trance, empezó a gemir, luego volvió y contó. Se había comunicado con mi madre, que decía que era ella la que me había traído a la India y no sé si es porque existen los fantasmas o si los fantasmas salen de uno, pero lo cierto es que salen y cobran forma. Entonces como en esa visión que había tenido de mi mamá el día que murió –ya sé que no estaba allí colgando en el cielo pero existió– tuve la de que estaba recibiendo su mensaje. Me parece que de eso también se trata la ficción. Yo, si bien hago documentales, mis películas, sobre todo las últimas, intentan generar ese mismo clima que genera el vidente o el chamán cuando hipnotiza y hace salir esas verdades que por ahí antes no estaban en la superficie. Justamente el cine tiene es capacidad alucinatoria.
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