Domingo, 10 de junio de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Es hija de uno de los matrimonios más atípicos y legendarios de Hollywood: Judy Garland y Vincente Minnelli. Creció en una feroz competencia con su madre, se hizo actriz, cantante y bailarina, y ganó todos los premios del espectáculo: Oscar, Tony, Emmy y Grammy. Es la última de una estirpe de divas en extinción. Y ahora llega a Buenos Aires para presentarse por tercera vez. Por eso, Radar recorre su leyenda, regada de botellas, pastillas, escenarios y resurrecciones.
Por Hugo Salas
Liza Minnelli es una de las pocas grandes performers de la segunda mitad del siglo XX, esa extraña mezcla entre actriz efectiva y cantante de concierto derivada del viejo varieté, prácticamente inexistente en nuestro país (salvo por Nacha y la Susana Rinaldi de veinte años atrás). Por si fuera poco, a diferencia de contemporáneas como Streisand o Midler, es también una bailarina de primer nivel, lo que la convierte definitivamente en un bicho raro, mucho más cercana a la vieja escuela (sí, como su madre). Todo esto le ha valido a Liza contarse entre los siete artistas de la historia que han llegado a ganar los cuatro premios mayores de la industria del espectáculo –el Oscar (cine), el Emmy (televisión), el Tonny (teatro) y el Grammy (música)– junto a Helen Hayes, Audrey Hepburn, Rita Moreno, Whoopi Goldberg, la infaltable Streisand y ¡sir John Gielgud!
Lo cierto es que a los 61 años, tras dos reemplazos de cadera, tres cirugías de rodillas, un ligero rejuvenecimiento de las cuerdas vocales y sus proverbiales y múltiples internaciones en centros de desintoxicación, Minnelli continúa subiéndose a escena para hacer lo que casi nadie sabe hacer como ella. Las crisis no han sido pocas, su carrera se parece más a una montaña rusa que al manso y sostenido crecimiento de un árbol. De hecho, su personalidad se ha vuelto tan rotunda que se ha convertido en un obstáculo para su carrera como actriz de cine. ¿Quién podría "ver" a un personaje teniendo a Liza enfrente? Aun así, esa misma personalidad le permitió adueñarse de su mayor personaje, la atrozmente frágil Sally Bowles de Cabaret, como bien lo demuestra –por la negativa– el deslucido trabajo de una actriz tan talentosa como la Radano en la olvidable puesta que por estos días ocupa la calle Corrientes.
No debe haber sido nada fácil ser la hija de Vincente Minnelli, la ahijada de Kay Thompson y George Gershwin –a cuyo célebre estándar de jazz, “Liza (All The Clouds'll Roll Away)” debe su nombre– y mucho menos la hija de la inmadura, demandante, barbitúrico-dependiente y en sus últimos años suicida Judy Garland (los intentos fueron tantos que Liza aprendió a practicar lavajes de estómago). A quienes hayan podido verlo, les resultará imposible olvidar las imágenes del estupendo concierto que en 1964 brindaron juntas en el London Palladium, donde la madre, desesperada, intentaba opacar a la hija. Según quiere la leyenda, al terminar la primera velada Judy le clavó la mirada y le reprochó amargamente: "Sos muy, muy buena".
De todos modos, la propia damnificada se ha encargado de desmentir el mito de una "mamita querida" a la Joan Crawford versión Faye Dunaway, señalando que –con todas sus particularidades (incluida ser, desde muy temprana edad, la confidente de todas las desventuras de su madre y la única responsable de sus medio hermanos)– la relación entre ambas era cálida y afectuosa, salvo en aquellos tristes momentos en que “mami” se convertía en“Judy”. En una célebre entrevista concedida en 2003, Liza dio testimonio de una de las situaciones tragicómicas de su niñez: "Aprendí a vivir en hoteles sin pagar la cuenta. La primera vez que nos echaron, el gerente confiscó toda nuestra ropa. El que vino después se quedó con la música de mamá, así que hubo que juntar la plata para recuperarla. Yo pensé que había que encontrarle la vuelta, así que hice varias copias de la música y me encargué de comprar ropa barata en tiendas de segunda mano. Cada vez que en un hotel nos amenazaban con quitarnos todo, yo suplicaba que no lo hicieran y mamá se largaba a llorar, para después irnos a otro hotel que ya teníamos reservado. El día anterior nos presentábamos allí con nuestra mejor ropa, toda la que pudiéramos ponernos; a veces, mamá llevaba hasta tres tapados de piel, uno encima del otro".
De Judy, Liza heredó el talento (uno de los pocos casos en que la hija no tiene nada que envidiarle a la madre), la potencia vocal y su condición de icono gay, que le valió en 1967 su primer matrimonio con el cantante y compositor australiano Peter Allen, protegido de mami. Autor, entre otras, de "I Honestly Love You" (la empalagosa balada de Olivia Newton-John), su vida –que terminaría en 1992, a causa de complicaciones relacionadas con una infección de HIV– fue inmortalizada por el musical The Boy from Oz. Peter era, obviamente, homosexual, y el matrimonio terminó en 1972.
Pero no sería el último. En 2002, Liza contrajo un matrimonio que sólo habría de durar quince meses con el agente/empresario David Gest, de quien Elton John se limitó a decir, en plenos preparativos, que hubiese preferido un marido heterosexual para Liza. Más allá de su amistad con Dorothy, Gest resultó controlador, abusivo y –como era de prever– un cazafortunas. Durante el divorcio, la acusó de ocultarle una venérea, de golpearlo, de acosar sexualmente al chofer, de ser una borracha violenta y varios otros males. Ella contraatacó acusándolo de maltrato psicológico, de usar drogas para manipularla (al igual que los responsables de los estudios habían hecho con su madre) y de robarle a manos llenas. El embrollo jurídico recién se resolvió en enero de este año, mediante un acuerdo extrajudicial que anula todo lo actuado.
En esto, hay que decirlo, Liza no salió muy distinta de mami, que también tuvo numerosos matrimonios fallidos (cinco, uno más que la nena), tres de ellos con hombres cuanto menos bisexuales: Vincente Minnelli, Mark Herron (que durante su matrimonio con Judy tuvo un affaire con Peter, el marido de Liza) y Mickey Deans, el último (ceremonia que no contó con la presencia de Liza, que se limitó a enviarle a mamá un telegrama: "Disculpa que no pueda estar en tu boda. Estaré en la próxima"). Al parecer, también el papá de Judy habría sido bisexual e incluso –según el biógrafo David Shipman– la propia Judy.
Todas estas intrigas, que en parte no vienen a cuento más que para divertirse un poco el domingo, podrían considerarse signo de una gran liberalidad sexual (o decadencia, según el gusto o prejuicio moral del consumidor). No obstante, en ambos casos parecería que cada uno de estos vaivenes encuentra su explicación en una desmesurada necesidad de afecto, una demanda de amor infinita que, hasta cierto punto, nadie hubiese podido satisfacer de ninguna manera. En el caso de Judy, esta carencia –explícita en la imagen pública que construyó de su vida privada– no se reflejó sobre la pantalla o el escenario (donde representaba, más bien, personajes fuertes) sino hasta los últimos años, cuando el papel de mujer vencida pasó a formar parte de su repertorio. Incluso entonces, Vincente Minnelli se atrevió a insinuar que era pura actuación, destinada a satisfacer intolerables (e intolerantes) niveles de narcisismo.
El caso de Liza es muy distinto. En ella, la potencia vocal estuvo siempre acompañada de una vulnerabilidad extrema, a la que resultó particularmente sensible la cámara cinematográfica. Esa enorme falta, la misma que la lleva a saltar de un error a otro en su vida sentimental, que la hace parecer eternamente niña sin tener un pelo de infantil, que la empuja a recibir los aplausos con una intensidad y una emocionalidad inusuales en alguien con tanto escenario encima la convierten, también, en una de esas pocas, rarísimas, artistas que más que actuar parecen revelarse por completo, quitarse la piel, permitiéndonos entrever en ellas un destello sublime, conmovedor y atroz de la naturaleza de la sensibilidad humana (el ejemplo más cercano en el tiempo sería Björk en Bailarina en la oscuridad). Allí radica, a decir verdad, su fatal e involuntaria belleza: no hace llorar a las piedras, las hace suplicar "ojalá tuviéramos brazos para abrazarla".
Icono gay: "Probablemente Barbra Streisand, Cher y yo nos sentimos siempre unas descastadas por nuestra apariencia, porque no tenemos un aspecto convencional. A lo mejor eso es un icono gay: una persona que es querida por la gente que se siente diferente".
Soy leyenda: "Vivir como una leyenda y como una hija de leyendas es confuso. No se puede controlar. Tuve que aceptar que siempre van a construir una ficción sobre mí, van a inventar una imagen de lo que soy".
El matrimonio perfecto: "Lo que aprendí del matrimonio con David Gest es que nunca voy a volver a casarme. Quiero tener un amante de 17 de quien no sepa el nombre, uno de 35 que sea un intelectual encantador para hablar y otro de 93 con una pata en la tumba y otra sobre una cáscara de banana. Qué puedo decir, hay gente que no está hecha para casarse. Y es muy pero muy difícil para una mujer famosa".
El escenario: "Vivo para actuar. Cuando me operé las cuerdas vocales, no pude salir por cuatro meses y todo lo que veía era que los retratos de Warhol se iban por la puerta. No se puede dejar de trabajar cuando hay tantas cuentas que pagar y tanta gente a la que mantener. El público es mi familia. Lo que se publica sobre mí no me importa. Lo que importa es estar sobre el escenario con las piernas separadas y actuar".
Cabaret: "El director de Cabaret era por supuesto Bob Fosse, pero trabajé con mi padre para preparar el papel. Me miró y me dijo: 'Tenés que ser extraña y extraordinaria'. Por supuesto, pusimos esa frase en la película".
Judy Garland: "Mamá está mejor donde está. Durante años tuvo un terrible problema con el alcohol y estaba sufriendo mucho. Cuando murió me sentí aliviada. Además, todos los borrachos van al cielo porque sufrieron un infierno en la Tierra".
Autorretrato: "Tuve artritis y tuve que reemplazarme dos veces la cadera y una rodilla. Siempre dije que de la cintura para arriba me siento como Dorothy y de la cintura para abajo como el Hombre de Hojalata".
Judy Garland 2: "Con mi madre podía sentirme acompañada y segura, y apenas un minuto después, completamente sola. Vivir con ella era el teatro del absurdo. Se metía en el baño con pastillas, y me obligaba a golpear la puerta rogándole que no se matara. Después la abría, y las tenía todas, no se había tomado ninguna. Quería atención".
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