Domingo, 1 de julio de 2007 | Hoy
CASOS > LA BANDA DE LOS TRAVESTIS LADRONES
Protegidos por la sofisticación del art nouveau, cuyas prendas resultaban en vaporosos vestidos que ocultaban las formas, muchos hombres se vistieron de mujer para robar y estafar en la Buenos Aires de las primeras década del siglo XX. Falsas viudas, damas que se apodaban “la choricera”, noches en el Rosedal (ya entonces) y rápidos hurtos en el tranvía: así los conservó el mito, y Juan José de Soiza Reilly los llamó “Evas hombrunas”. Algunos de ellos eran homosexuales: sus aventuras criminales y sus biografías y perfiles a cargo de higienistas constituyen uno de los primeros registros de vida gay en la ciudad. Esta es su historia.
Por Sergio Nuñez y Ariel Idez
“Se valen de su aspecto afeminado para explotar la ingenua vanidad de los tenorios de la campaña. Su procedimiento es sencillísimo. Se visten de mujer con elegancia. Hasta con chic. Transitan por las calles oscuras. Ven llegar a un incauto. Se le acercan. Le dicen que se han extraviado del hogar: ‘Estoy perdida, señor. Usted, que parece un caballero tan amable y distinguido, ¿por qué no me acompaña? Tengo miedo. Soy viuda’. En lo más profundo de cada caballero se oculta un sinvergüenza. ‘Con gusto la acompañaré, señora’, le contesta. Y la acompaña. Suben a un coche. Y mientras la falsa dama dulcemente solloza y suspira, le roba a su tenorio la cartera. Después, el donjuán se queja a la familia o a un agente: ‘Me han robado en el tranvía’, dice.”
Así retrataba una nota de la revista Fray Mocho del 7 de junio de 1912 el accionar de una tan temible como pintoresca banda de delincuentes que conmovió a Buenos Aires en los albores del siglo XX: los travestis ladrones.
Unico documento de la época que dio cuenta de su existencia y hasta aquí sólo desempolvado en algún casi inhallable artículo de Juan José Sebreli sobre la homosexualidad en la Argentina, la añosa crónica de Juan José de Soiza Reilly revelaba otro dato llamativo: según información policial, el grupo estaba conformado por nada menos que tres mil varones, cifra que comparada con las del censo más próximo a la nota –1914– permite estimar que sus integrantes representaban cerca del 0,5 por ciento de la población masculina porteña de aquel entonces.
Estos amigos de lo ajeno sólo atentaban contra las pertenencias de sus víctimas, nunca contra sus vidas, aunque más de uno fue detenido por portar armas que jamás usaban. “El peligro que ofrecen reside únicamente en su astucia, en su pillería, en su falta de sentido moral, en su afición al robo. Son en verdad temibles...”, confirmaba el autor de la nota.
Los ladrones travestis hicieron su aparición al amparo de la suntuosa pero complicada moda art nouveau que les permitía ocultar fácilmente su verdadero sexo, y en medio de una ciudad que perdía raudamente su tradicional aspecto aldeano. Un claro ejemplo de esa transformación fue la apertura en 1894 de la Avenida de Mayo, justamente uno de sus sitios preferidos para salir a “plumiar” o de levante. Muy cerca del principal punto de “yiro” homosexual: los jardines del Paseo 9 de Julio, el espacio verde que separaba la Recova de la actual avenida Leandro N. Alem y el río.
Avezados conocedores de la calle, cuando aparecía algún agente, subían al carruaje de un conductor al que tenían como cómplice, daban una vuelta a la cuadra y luego se alejaban en uno de los modernos tranways eléctricos inaugurados en 1897.
Sus presas favoritas eran los forasteros y los hacendados. El nombre genérico para denominar a la víctima era “gil” o “vichenzo”, aunque eso variaba según el estrato social. Si era un obrero, lo llamaban “chongo”, y si tenía aspecto distinguido, “bacán a la gurda” o “bacanazo”. A la billetera le decían “música”; a los pesos, “gabrieles”; a la cadena, “marroca”; al alfiler de corbata, “farfalla”; al reloj, “bobo”; y si era de oro, “bobo de polenta”.
Para De Soiza Reilly, la mayoría de los travestis ladrones eran finos y cultos, adoraban la música, la poesía, las flores y la costura, y “más que tipos de cárcel”, eran “cerebros de manicomio o de hospital”. Cuando se los detenía, “lloraban como niñas” y, entre llantos, declaraban trabajar de peinador de damas. Pero en verdad conformaban una auténtica cofradía que se protegía mutuamente, formando sociedades y organizando bailes en burdeles a los que también acudían algunos “niños bien” deseosos de nuevas experiencias, y donde los miembros de la banda se adjudicaban sobrenombres “melodiosos y románticos”.
Allí, por ejemplo, Julio Giménez se convertía en “La brisa de primavera”; Jesús Campos, en “La reina de la gracia”; Francisco Torres, en “La Venus”; y Saverio Romano, en “La sirena”, quien siempre actuaba en yunta con Antonio Baglietto (“Dora”). Ese romanticismo, no obstante, tenía sus excepciones, como en el caso de Angel Cessani, que de día era jefe de cuadrilla y por las noches atendía con el sugerente apodo de “La choricera” una sala de baile en Puente Alsina.
El más popular de estos personajes fue el español Luis Fernández, alias “La princesa de Borbón”. Alto, de rasgos agraciados, voz aflautada y grandes ojos, una crónica de aquel entonces agregaba que solía usar “un gran sombrero negro, adornado con una enorme pluma, que acentuaba el misterio de su rostro, en el que sólo sus ojos brillaban en un angustiado círculo violeta. El pie calzado admirablemente y la pierna torneada, apretada bajo una media negra con maravillosos calados, aparecía incitante, semidescubierta en una sugerente languidez muy femenina”.
Fernández fue detenido no menos de 22 veces. La primera, en 1907, cuando sólo tenía 18 años. En una de esas oportunidades, explicó: “Frente a una mujer, el hombre se vuelve hipócrita. Aun el más apasionado galán esconde sentimientos verdaderos. La mayor de las pasiones, la más encantadora de las ternuras son disfraces de lo otro. Federico Nietzsche ya lo dijo en Así habló Zaratustra: ¡Ah, la perra sensualidad, cómo se arrastra mendigando un poquito de espíritu cuando se le niega un pedazo de carne! Y Nietzsche tenía razón. Nosotros, los hombres, cuando se nos niega obstinadamente el bocado que apetecemos y que ya creíamos conquistado, rectificamos invariablemente nuestra conducta. Y solicitamos en tono plañidero que se nos deje seguir viviendo la incorpórea ilusión del amor. Pues bien, lo que yo hago no es nada más que el fruto del conocimiento que tengo de mí mismo. La naturaleza me ha dotado de características físicas femeninas. Me dio una cara hermosa, unos ojos insinuantes, una voz dulce. Tengan ustedes la seguridad que de cien víctimas mías, sólo dos o tres se animarán a delatarme. Además de hipócrita, el hombre es orgulloso. El delatarme sería confesar que se ha equivocado. Nosotros, los hombres, tememos al ridículo en materia de amor más que a ningún otro. Y lo que yo hago es precisamente eso, burlarme del amor. Pero lo hago tomando, naturalmente, precauciones. Porque, de lo contrario, la víctima llegaría a ser yo. Y no del amor, sino de un balazo”.
Si bien su actividad se centró en Buenos Aires, otros lugares de Sudamérica también fueron testigos de sus aventuras. En Lima se hizo pasar por la hija de un millonario mexicano, hospedándose en un lujoso hotel, junto a otro travesti que le servía de ayudante: “La bella Otero”. Así fue como sedujo en una fiesta a un acaudalado ministro, a quien poco después logró sacarle un abultado cheque con la excusa de haber sido estafada por su administrador y para saldar algunas deudas por juego. Tras esperar en vano su regreso, el funcionario finalmente decidió notificar la desaparición de su amada. Sin embargo, cuando la policía dio con su paradero, su cómplice ya se había fugado de Perú con todo el dinero. Entonces, para evitar que el asunto pasara a mayores, se optó por embarcarla silenciosamente rumbo a Chile, donde “La princesa” también haría de las suyas.
Allí enamoró a un joven aristócrata, quien al enterarse de su real identidad no soportó las burlas y se suicidó. Y como broche, se mostró en el Club Social de la ciudad uruguaya de Rivera nada menos que de la mano del comisario. En cambio, por estos pagos, su mayor osadía fue un intento de estafa al Congreso Nacional, “solicitando una pensión como viuda de un guerrero del Paraguay”, tentativa que fracasó, según el periodista de Fray Mocho, al descubrirse “la falsedad de un documento firmado por Carlos Guido y Spano”.
También adquirió cierta fama como bailarina de importantes cafés-concert porteños, de Montevideo, Santiago de Chile y Río de Janeiro. Ya retirado, Fernández pasó apaciblemente el resto de su existencia en Buenos Aires, merced a la buena administración de los ahorros acumulados en su ajetreada juventud.
El verdadero nombre de “La bella Otero” era Culpino Alvarez, otro español que tomó su apodo de una cupletista gallega que se hizo famosa a fines del siglo XIX por sus romances con duques, príncipes y reyes, y por sus amoríos lésbicos con Isadora Duncan y Sidonie Colette.
Bajo, lampiño, “de buena familia”, como solía decir, y ya independizado de “La princesa de Borbón”, Alvarez se dedicó a robar en casas de ricos, donde se empleaba de mucama. “Se apodera de tarjetas de señoras y señoritas –apuntaba De Soiza Reilly– y luego visita a mucha gente, a la que engaña con suscripciones y falsas campañas de beneficencia.” También trabajó de prostituta, de adivina en un conventillo de Jujuy 890 y secuestró niños para pedir rescate. Una vez, mientras intentaba quitarle la billetera a un transeúnte, recibió un tajo en la nariz. El hurto callejero no parece haber sido su fuerte, ya que esa modalidad lo llevó numerosas veces a las comisarías y estuvo preso seis meses en la Penitenciaría Federal.
Aunque menos ambicioso que su maestro, en un tiempo del que casi no quedan registros de la vida homosexual, “La bella Otero” se las ingenió como ningún otro travestido para que su historia llegara a nuestros días de su propio puño y letra. Y para eso, lo más curioso es que se valió del aparato estatal. Concretamente, de los Archivos de Psiquiatría, Criminología y Ciencias Afines, un compilado de los estudios que los higienistas Francisco de Veyga y José Ingenieros hacían de los lunfardos, vagabundos e “invertidos” que iban a parar al deplorable Depósito de Contraventores “24 de Noviembre”, así llamado por la calle en la que estaba ubicado.
Avido de figuración y dueño de una veta literaria, lo cierto es que Alvarez consiguió que De Veyga adjuntara a sus investigaciones varios de sus poemas eróticos y su risueña autobiografía. Material que le había regalado en 1903, y que Osvaldo Bazán reprodujo un siglo más tarde en su Historia de la homosexualidad en la Argentina, donde no hay referencias a la banda como tal, aunque sí a varios travestis que fueron “objeto de estudio”.
“Siempre me he creído mujer, y por eso visto de mujer –sostenía ‘La bella Otero’ en sus apuntes–. Me casé en Sevilla y tuve dos hijos (...) Mi esposo ha muerto y soy viuda (...) Muchos hombres jóvenes suelen ser descorteses conmigo. Pero ha de ser de ganas de estar conmigo, y ¿por qué no lo consiguen? Porque no puedo atender a todos mis adoradores (...) No quiero tener más hijos, pues me han hecho sufrir mucho los dolores de parto (... ) Soy una mujer a la que le gusta mucho el placer y por eso lo acepto bajo todas sus fases. Algunos dicen que soy muy viciosa, pero yo les he escrito el siguiente verso, que se lo digo siempre a todos: ‘Del Buen Retiro a la Alameda/ los gustos locos me vengo a hacer./ Muchachos míos téngalo tieso/ que con la mano gusto os daré. / Con paragüitas y cascabeles/ y hasta con guantes yo os las haré, / y si tu quieres, chinito mío,/ por darte gusto la embocaré./ Si con la boca yo te incomodo/ y por la espalda me quieres dar,/ no tengas miedo, chinito mío,/ no tengo pliegues ya por detrás. / Si con la boca yo te incomodo/ y por atrás me quieres amar,/ no tengas miedo, chinito mío,/ que pronto mucho vas a gozar’”.
Los escritos de De Veyga también aportan abundante data sobre este personaje, incluido el tamaño de su pene: “Merece señalarse la excesiva pequeñez de sus órganos sexuales, atribuida por el interesado a la más absoluta castidad”, ya que nunca tuvo relaciones con mujeres ni realizó la sodomía activa. El médico, que además era teniente general del Ejército, tampoco se privó de indagar en sus artes amatorias: “Además de ejercer la pederastia pasiva, practica el onanismo sobre sus clientes y no desdeña el ejercicio del coito bucal”, habilidad por la que era “alabado”. Y rozando la pornografía, remarcaba: “Contra el gusto dominante de los demás invertidos, prefiere hombres de edad a los jóvenes; explica su gusto porque los viejos prolongan el coito y le pagan puntualmente, mientras que los jóvenes lo practican rápidamente, y en lugar de pagar le exigen dinero o lo maltratan. Entre los viejos, prefiere los barrigones y peludos; barrigones porque la intromisión del pene es menor y toda la excitación se localiza en el esfínter; peludos porque le producen gratas cosquillas en la espalda y las regiones glúteas. Dice que el coito anal le provoca sensaciones sumamente voluptuosas; cuando lo practica con personas que le son simpáticas no defeca, para no desprenderse del esperma, cuya retención cree le conserva las ilusiones sexuales relacionadas con el acto realizado”.
Así de fantasioso y pícaro era “La bella Otero”, quien en su autobiografía también reveló que los Bosques de Palermo ya eran por entonces un ámbito propicio para el sexo al aire libre porque, a su entender, allí “el pasto es más estimulante que la mullida cama”.
Estos ladrones vestidos de mujer tenían distintos orígenes, lo que reflejaba el cosmopolitismo de una Buenos Aires que hacía décadas no paraba de recibir diferentes inmigraciones. Así lo confirman algunos de sus sobrenombres. Por ejemplo, los de Juan Seya, alias “La tana”; José Estévez, “La gallega”; Hipólito Vázquez, “La madrileña”; Eduardo Lieste, “La inglesa”; y Arturo Magani, “La chilena” o “La bebé”. Inclusive el del negro Antonio Gutiérrez Pombo, conocido como “La rubia Petronila”, cuya especialidad eran los velorios, donde iba vestido de luto con el falso pretexto de haber asistido al fallecido y abrazar a los deudos, para hurtar billeteras, prendedores y aros, “zarzos” en la jerga delictiva.
Si de especialidades se trata, José Rodríguez González, apodado “La Morosini”, aprovechaba su trabajo de corista en un teatro nacional para robar en los camarines. Juan Montes, “La bella Noé”, se decía viuda de un coronel y desvalijaba a todo quien le ofrecía consuelo. Otros, en cambio, trabajaban en tranvías y trenes, donde robaban a pasajeros dormidos, hecho al que llamaban “tirarse al portrione”.
Aunque la policía nunca les dio respiro, no fue su proceder lo que logró acabar con estas “Evas hombrunas”, como los denominaba De Soiza Reilly, sino las nuevas modas europeas que gradualmente se atrevieron a mostrar las formas femeninas. ¿Pero cómo fue que pudo prosperar tamaña industria por casi dos décadas?, se preguntaba el periodista. A lo que el mismo se respondía: “La culpa es del progreso, que nos trae barro y oro”.
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