Domingo, 8 de julio de 2007 | Hoy
TENDENCIAS > LA TORTURA EN PANTALLA
La representación de la violencia en el cine es un tema de discusión, quizás imposible de resolver. Pero en los últimos años crece una tendencia que sólo puede causar escozor: la aparición constante, en cine y televisión, de escenas de tortura. La sobreexposición a estas imágenes provoca ambigüedades de interpretación y dilemas que exceden largamente el entretenimiento: ¿Es lícito disfrutar de estas escenas a pura adrenalina, hay que compadecerse del torturado aunque sea el villano o se debe sufrir con la víctima?
Por Mariano Kairuz
El tema es viejo pero se ha actualizado una vez más, con aristas más escabrosas e inquietantes: es la representación de la violencia, y si existen o deberían existir límites morales a la manera de mostrar la crueldad física y la sangre en el cine. Lo cierto es que las películas de terror no son mucho más explícitas que las de los años ’60 y ’70 (aunque algunas eran más marginales que las actuales), y hasta es probable que el público, curtido en estos materiales, ya haya adquirido cierta capacidad para la abstracción de la violencia y la crueldad física cinematográficas. Pero lo perturbador, lo que viene reavivando la discusión en los últimos tiempos, es que esa violencia y crueldad están adquiriendo los contornos muy específicos de la tortura, con su imaginario de sillas, ataduras, instrumentos quirúrgicos. Mientras tanto, ahí afuera de las pantallas de cine, aún resuenan las imágenes filtradas en los medios de iraquíes y afganos torturados por soldados norteamericanos.
Se lo llama “Torture-porn”: la pornografía de la tortura. Demonlover, una película del director francés Oliver Assayas, tematizaba la cuestión cinco años atrás; un par antes de que aparecieran El juego del miedo y de Hostel, dos de las sagas paradigmáticas de esta tendencia. En Demonlover, la gélida ejecutiva de una compañía especializada en animación erótica japonesa termina cautiva del sitio Hell Fire, donde los usuarios pueden elegir por medios virtuales torturar a la mujer de verdad. Sobre el final de la película asistimos al momento en que un adolescente cualquiera se escabulle en su habitación suburbana con la tarjeta de crédito de papá, paga e ingresa a Hell Fire para infligirle a la mujer secuestrada tormentos físicos que, más allá de un vago anticipo de sadomasoquismo, la película reservará a la imaginación de cada espectador. Sin escandalizar, Demonlover planteaba eso que poco más tarde se definiría como porno-tortura: la idea del espectador/usuario común y corriente que disfruta poniéndose en el lugar del torturador. Aunque de manera menos interactiva, El juego del miedo y Hostel llevaron adelante una propuesta parecida: muchos espectadores disfrutando de escenas de tortura. Se trata de películas en las que nunca se propicia del todo la identificación con los protagonistas; ni con los que sufren ni con los que hacen sufrir. El centro argumental de las dos partes de Hostel estrenadas es una red internacional que ofrece, a tipos con dinero en busca de emociones fuertes, un novedoso servicio pago: una cámara de tortura con víctimas “frescas” para desmembrar. Hostel 2 va un poco más lejos: se nos acerca un poco a la vida de estos tipos que pagan para torturar; y cuando finalmente se define en cuál de las chicas protagonistas debemos invertir nuestra angustia, ésta se convierte en una torturadora y asesina que supera en sadismo y violencia a sus captores.
La acumulación es imparable: a las citadas El juego... (cuya tercera parte sale por estos días en DVD y ya va por una cuarta) y Hostel, hay que sumar las ya estrenadas El cazador de Wolf Creek (australiana), la remake y la nueva secuela de La masacre de Texas; el flamante lanzamiento directo a DVD de UKM: la máquina de matar (con Michael Madsen al frente de un proyecto del ejército que busca, previa aplicación de silla, jeringas y mucho dolor físico, convertir a un grupo de reos en soldados perfectos) y las todavía inéditas por acá Captivity y Turistas, que cambiando la Eslovaquia de Hostel por Brasil, mantiene un esquema basado en la ignorancia y un presunto temor del público norteamericano sobre lugares lejanos y exóticos.
Pero lo que puso en alerta a tanto crítico mediático –en especial en medios norteamericanos– no es tanto el cine de terror, que de todas maneras nunca deja de ser considerado un coto para freaks y adolescentes, sino la proliferación de escenas de tortura en películas de géneros más “adultos” y en series de televisión. Hay antecedentes, aunque algunos fueron tan singulares en sus épocas que se volvieron indelebles en la memoria del público: el dentista de Maratón de la muerte; o Michael Madsen cortando la oreja del policía en Perros de la calle. Pero si unos años atrás se acusó a Mel Gibson de hacer porno-tortura con el Nuevo Testamento en La Pasión de Cristo (cuando ya había cerrado su película anterior, Corazón valiente, con el suplicio del héroe), hoy, con niveles más o menos gráficos, el asunto se multiplica en thrillers políticos como Syriana (a George Clooney le arrancan las uñas); en históricas como El último rey de Escocia donde Forrest Withaker personifica a Idi Amín, el dictador de Uganda; en el nuevo James Bond; y en películas de acción como Más rápido más furioso, en la variante tortura-con-rata. En la televisión, mientras tanto, vimos a Sayid, el personaje de origen iraquí de Lost, aplicar su know how aprendido en su ejército; y al agente antiterrorista Jack Bauer, de 24, usar descargas eléctricas sobre el ex marido de su novia, sospechado de haber estado involucrado en un complot explosivo (y con la mujer como testigo). Hay más, pero lo más inquietante de estos dos ejemplos particulares es que parece esperarse de nosotros que encontremos una justificación, por incómoda que sea, para ponernos del lado de los que torturan.
Los productores y directores de las películas contra las que se levantó el dedo acusador contestan con un argumento quizá tan viejo como la misma discusión sobre la representación de la violencia, pero que nunca deja de ser atendible: el efecto terapéutico, incluso catártico, de estas puestas en escena. La confianza en que el público debe ser lo suficientemente maduro como para distinguir entre realidad y artificio. La posibilidad de descargar una cuota de morbo común de una manera inofensiva. La necesidad de mostrar ciertas cosas para pulverizar tabúes e iniciar debates. Y, en un caso tan específico como el contexto de la actual política exterior estadounidense (las fotos de Abu Ghraib; lo que no vemos pero tememos de Guantánamo), la importancia de canalizar los temores reales del público norteamericano medio que quizá ni siquiera sabe qué hacer de todo esto; ni cómo reaccionar ante el discurso de un gobierno que le habla no del todo claramente de medios y de fines; o ante el comentador político ultraconservador Rush Limbaugh, que comparó el caso de Abu Ghraib con las bromas de iniciación de las fraternidades estudiantiles norteamericanas (Sic: “¡¿Nunca oyeron hablar de descarga emocional?!”). Lo que probablemente nunca admitirán, con la transparencia con que lo hace un empresario de la industria en Demonlover, es que la porno-tortura “es un negocio como cualquier otro”.
Algunos críticos apoyan el argumento del reflejo y la terapia: en Salon.com, Andrew O’Hehir dice que no debería sorprendernos: “Por suerte la mayoría de nosotros nunca nos veremos expuestos a este tipo de cosas, salvo en las películas. El crimen y la violencia verdaderas están en niveles históricamente bajos, pero tenemos muy presentes la tortura y el miedo en nuestros pensamientos. ¿Será que algún desequilibrado de ideología medieval nos va a volar en pedazos? ¿O nuestro verdadero enemigo será nuestro propio gobierno, con su definición de tortura cada vez más matizada, su red internacional de prisiones secretas conocidas y desconocidas, y su costumbre de abducir sospechosos para entregarlos a gobiernos extranjeros con calabozos oscuros y profundos?”. Por su parte, en un artículo publicado en Los Angeles Times, A. S. Hamrah opina algo irritado que algunos críticos “se están esforzando demasiado para decirnos que estas películas tratan de alguna manera sobre nuestros miedos colectivos de confinamiento y mutilación” y que “si realmente estamos confrontando nuestros miedos, hay que decir que lo estamos haciendo de una manera exuberante”.
La confrontación de argumentos y contraargumentos puede dejarnos boyando en el vacío. Porque nadie va a negar que la abundancia de escenas de tortura tiene que tener algún tipo de efecto (aunque no sepamos exactamente cuál) en la percepción social sobre el tema; y a la vez, tampoco puede decirse que haya algo inherentemente nocivo en disfrutar un poco de un exceso de sangre y carne mutilada (ni que sea de un morbo desmedido sentir curiosidad por esa cumbre del dolor físico que debe ser la perforación de un ojo, entre otras posibilidades ya exploradas por el cine). Pero mientras pasa lo que pasa afuera de la pantalla, nos exponemos insistentemente, como si viviéramos en La naranja mecánica, a imágenes que a fuerza de repetición ya quedaron vaciadas de todo concepto, sin saber si tenemos que sufrir con las víctimas o sentir culpa por disfrutar junto a los torturadores. Paradójicamente, quienes sí consiguieron plantear el tema desde una perspectiva contundente fueron los militares norteamericanos que se reunieron a fines del año pasado con los productores de Lost y 24, en un simposio en el que también participaron organizaciones de derechos humanos. Estuvieron presentes el decano de la academia militar de West Point y varios veteranos “interrogadores” con amplia experiencia de Saigón a Irak. Uno de ellos, un tal Tony Lagouranis, les reclamó a los productores de ficción que inyectaran un poco de realismo a sus programas, y se quejó de la percepción distorsionada que Hollywood está produciendo de la tortura, efecto que él mismo atestiguó en Abu Ghraib, donde, dijo, “todos querían ser ‘interrogadores’ como los de la televisión y las películas. Es feo, porque en la tortura real uno no obtiene respuestas limpias y claras como en la TV: a veces lleva meses quebrar a un prisionero; y en ocasiones incluso se muere”. La sangre de utilería ya debe estar salpicando lejos de la pantalla si todo esto está empezando a convertirse casi en un asunto de Estado.
Aunque muchos se le fueron al otro mundo, lo del Jigsaw Killer, psicópata estrella de la saga de El juego del miedo, es menos asesinato que tortura, porque como él mismo señala, siempre les ofrece a sus víctimas los recursos para su salvación, y está en ellos animarse a usarlos. Al comienzo de la segunda película de la saga (Saw II, 2005), un tipo despierta con una máscara con clavos metálicos que van a incrustársele en toda la cabeza en unos cuantos minutos. Aunque tiene una solución a mano: utilizar él mismo un escalpelo para recuperar la llavecita que han escondido detrás de uno de sus propios ojos. El Jigsaw Killer no ejecuta la tortura: obliga a otros a torturarse a sí mismos y a los demás.
Sin sofisticación: sobre el final de Casino Royale, la última película de James Bond, y en consonancia con su nueva y brutal reencarnación, el villanesco Le Chiffre intenta extraerle información al agente 007 a través de métodos de lo más primitivos. Un tormento físico elemental y a la antigua: en un sótano herrumbroso, atado de pies y manos, desnudo sobre una silla desfondada, Bond recibe repetidamente los golpes de los extremos anudados de una soga mojada en los testículos. Duele de solo verlo, pero Bond se ríe de la tortura: “Todos sabrán –le dice a Le Chiffre– que moriste rascándome las bolas”.
En su desesperado camino de salida hacia el exterior del complejo de torturas en Eslovaquia, Paxton (Jay Hernandez), el único sobreviviente de Hostel, se encuentra con la chica oriental a la que conoció antes en el albergue. Está atada a una silla, y un norteamericano, exaltadísimo por poder finalmente “disponer” de ella, está terminando de perforarle un ojo. Una vez liberada de su torturador, y muriéndose del dolor, le pide a Paxton que le corte el nervio óptico. Un líquido purulento chorrea desde la cavidad.
Un hombre de más de 30 lleva a una chica de 14 a la que contactó por Internet, a su casa. No sabe que la chica está en plena misión caza-pedófilos, y que planea vengarse de una víctima anterior de él. Dopado, en su propia casa, el tipo es sometido a un simulacro de castración: durante un buen rato ella le (y nos) hace creer que le ha extirpado los testículos. El espectador no puede evitar sufrir con el pedófilo, y en esa ambigüedad –la adolescente no sólo no es pura inocencia sino que se revela como un verdadero monstruo– se juega la tensión de Hard Candy (2006), su capacidad de perturbarnos e incomodarnos.
El final de la tercera temporada de Nip/Tuck, la serie de los cirujanos plásticos, montó en paralelo una doble función de tortura. Por un lado, uno de los médicos es obligado a castrar en seco a un paciente que espera su operación de cambio de sexo. Por otro, The Carver, el villano de la serie, un asesino y violador serial, somete a una ex estrella del porno a un proceso de reversión de los procedimientos quirúrgicos estéticos a los que se ha sometido para embellecerse: le desfigura el rostro, le inyecta grasa, le quita sus implantes. Todo sin anestesia, y en abierta proclama “contra los pecados de la vanidad”.
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