Domingo, 8 de julio de 2007 | Hoy
OFICIOS > ANTONIO STURLA Y LOS SECRETOS ANCESTRALES DE LA JARDINERíA
El jardín del Museo de Arte Español Larreta, único en su tipo en Sudamérica, probablemente sea el más raro de la Argentina: diseñado según la tradición hispano-islámica, como un espacio para la meditación, donde sentir la libertad en un dibujo laberíntico, en un oasis físico y mental creado en medio de la árida realidad, recorrerlo es conocer no sólo uno de los muestrarios de plantas más ricos de Buenos Aires, sino una compleja arquitectura de ideas, símbolos y tradiciones que se remontan a la Edad Media. No por nada los árabes utilizaban la misma palabra para referirse al jardín y al paraíso. Por supuesto, cuidar un lugar así sólo puede estar a cargo de alguien digno de conocer: Antonio Sturla.
Por Diego Oscar Ramos
Milagros de la simbiosis, de su discurso envolvente o de la sugestión de estar en un universo vegetal lleno de símbolos, al hablar con Antonio Sturla, el jardinero principal desde 1990 del jardín hispano-islámico del Museo de Arte Español Enrique Larreta, no es raro en algún momento verlo enteramente verde. Es la única coloración posible de una mirada en sintonía con un mundo del que podría estar hablando por horas, aliado al tiempo de la fotosíntesis. Sus palabras, como agua subiendo en espiral, van y vienen sobre conceptos necesarios para percibir una maravilla que hace que hasta cuando está de vacaciones regrese algunos días como visitante. “Disfruto cada metro de este jardín porque está concebido de una manera criteriosa, apela a los sentidos y deseos secretos de nuestro espíritu, pero si uno entra sin saber las características salientes, se queda sin su esencia”, define Sturla en su taller, con tostadas, mate y precisiones orientadoras. Cuenta que desde que el hombre nace como ser cultural los jardines aparecen como alimento espiritual, cuando ya había dejado de ser nómada para quedarse en una tierra que le da de comer a su cuerpo. Si bien “la explosión jardinera se da en el Renacimiento europeo, con estilos bien delimitados”, ese despertar estético es tardío frente al que el árabe había tenido en el Medioevo, cuando transforman una tradición persa, que usaba la palabra jardín para hablar del paraíso. Lo valorable de los árabes, teoriza, es que en la etapa en que los castillos europeos estaban amurallados, ellos se ocupaban en expresarse mediante este arte, mucho antes de que los muros feudales cayeran para crear grandísimos jardines con formas que imitaban joyas o vestidos reales. Así, en sitios como Granada, en el famoso Generalife de La Alhambra, se dio “una expresión jardinera artística que perduró en el tiempo porque tuvo un sello”. Como pasa, en su escala propia, con el lugar creado por el matrimonio Larreta, deseoso de exaltar sus sentidos con un entramado vegetal único. “A nivel mundial es uno de los pocos jardines vivos que reflejan una expresión jardinera árabe en el sur de España en la Edad Media, concebidos bajo las leyes del Islam como una antítesis al desierto, laberínticos, cerrados, herméticos, privados”, dice Antonio, con la seriedad de un guardián del Santo Grial.
“Los árabes captan de los persas los sistemas de riego y el jardín en forma de cruz, a partir de dos líneas que se cortan, generando cuatro áreas que se llaman eras y conforman los elementos de la naturaleza, tierra, agua, fuego y aire”, explica quien mantiene este jardín al que “es posible definir como plantas que encierran plantas”, porque cada sector está delimitado por paredes de boj que se extienden por un total de 701 metros lineales. También podría hablarse –asegura– de la libertad dentro del orden o el orden que enmarca a la libertad, porque dentro de las eras las plantas crecen como si no fueran tocadas por el hombre”. Para actuar en este jardín, Sturla ha estudiado el espíritu árabe español y la emoción estética que tuvo el dueño. Entonces aprendió, y ahora enseña, que su estilo es una adaptación con un altísimo grado de pureza en relación con los modelos arábigos, ya que “conviven plantas nativas argentinas como el ombú o el palo borracho, con exóticas como la camelia o el níspero, que son de Japón, la glicina de China y las plantas típicas de un jardín hispano-islámico: los naranjos, las palmeras y los cipreses”. Explica que se respeta la fertilización natural que generan las hojas acumuladas en cada era, donde “las bacterias metabolizan las hojas y eyectan lo que come la planta”. Por eso su trabajo, antes que sólo barrer o podar, es acompañar los procesos naturales interviniendo apenas lo necesario, restaurando y teniendo la gracia de vivir momentos de meditación activa: “Veo lugares, situaciones, imagino cómo puede quedar, es un lugar de inquietudes permanentes”. Ejecutando siempre acciones precisas para respetar los parámetros de estilo, el jardinero dice sentirse libre allí, paradójicamente donde una de las maravillas para gozar es la forma laberíntica. Oposición conceptual a la libertad espacial del desierto, está diseñada para ser recorrida en “caminos angostos, rectos, construidos para la caminata de dos personas, el dueño de casa y un huésped, acompañados sólo de plantas”.
“El jardín también tiene un sentimiento religioso, que nos invita a orar, a meditar, a pasar un momento de paz, calma, sosiego, entrega, y a su recorrido laberíntico se lo puede describir como senderos que no conducen hacia ninguna parte, un oasis plantado por el hombre, el gusto de la soledad o bien como una cuadrícula geométrica que enmarca un pedazo de selva virgen”, comenta Sturla, seguido atentamente por sus ayudantes, Ramón Vera y Matías Gianadrea, con quienes parece comunicarse con un afecto que sabe cuándo dejar crecer las palabras o cuándo podarlas. Salimos a su mundo junto al jardinero a través de un sendero angosto, para dos, y caminamos en silencio hasta que frente nuestro aparece una pared verde. “En esta situación tenés que elegir derecha o izquierda, lo hace primero el dueño de casa y en la próxima el huésped, ambos se van alternando”. El jardinero guía la mirada al dorado de una alfombra de hojas del ginko biloba, llamado también árbol de oro, se sorprende con el crecimiento de una bromelia sobre uno de los árboles y muestra las ventanas hechas para que el árabe extendiera su vista al páramo externo como preámbulo a una nueva recreación con su edén personal. Una magnolia centenaria, además de los infaltables cipreses, palmeras y naranjos amargos, aparece antes de la llegada al pórtico que une la casa con el jardín, desde donde parten las visitas ordenadas, que en verano hacen vivir la definición que habla de este lugar como juego de luces y sombras. “Uno va caminando y los va descubriendo, como al bajar del pórtico el sol es abrasador, la sombra que hay a los pocos metros es refrescante y da contrastes de temperatura”, explica Antonio. Un poco más allá, ayuda a captar el sentido de una fuente octogonal, construida como ofrenda religiosa y protegida por dos enormes ranas: “El rumor del agua con las ondas concéntricas que se alejan hacia la orilla aumentan el grado de concentración del que ora”. En silencio, caminamos intercambiando la decisión de los pasos, hasta llegar a un ombú hembra, el arbusto más grande del mundo, compartiendo su atractivo con un quinotero en floración, tan artístico como la réplica en terracota de la estatua David vencedor de Goliat: Sturla dice que la estatua no desentona con este jardín donde “el hombre deforma la naturaleza y la convierte en arte”. Aquí suelen darse cursos de pintura, en los que el estímulo de trabajar con colores sigue un impulso similar al que moviliza a Sturla cuando habla de las transformaciones constantes del paisaje a lo largo de las estaciones del año y hasta de las horas de un mismo día, en un estado de atención a lo mínimo con el que se mueve por el jardín. “Uno está cuidando algo que inevitablemente está vivo y tiene una energía, que algunos captan y otros no, está el que les habla a las plantas, que no está tan loco, yo les hablo, todavía no me contestó ninguna, pero perciben, cuando uno las riega es como un perro cuando le das de comer, la planta no mueve la cola ni te mira, pero te manifiesta que está contenta con su lozanía, su turgencia, su florecimiento, sus frutos”, confiesa y comenta que vive en tiempos más lentos que los habituales, antes de ofrecer más imágenes de una relación de intercambio: “Estar solo rodeado de miles de plantas, con árboles añosos que conforman una especie de magnetismo, es profundo, hay mucha energía, vivo momentos inolvidables, día a día”.
Para ser jardinero, comenta Antonio, primero hay que tener afinidad con las plantas, como condición inicial de una relación que el estudio puede mejorar, igual que el buen trato cuidadoso lo haría en cualquier esfera de lo humano. Con un abuelo y una tía de los que heredó el placer del contacto vegetal, la carrera de Agronomía fue un paso cercano en su desarrollo posterior, pero los viajes constantes como jugador profesional de hockey sobre patines lo hicieron desistir de continuar sus estudios universitarios. Claro que viviendo en Europa junto a su mujer, como le pasó a los Larreta, estuvo presente en los grandes jardines, occidentales y orientales, viviendo un placer inusual que empezó a reconstruir al convertirse en jardinero en su regreso al país, en plena primavera democrática en la década del ’80. Hizo todo tipo de cursos, a los que sumó una fruición autodidacta al estudio y la experiencia concreta de arreglar todos los jardines que pudo. Esa combinación le dio la oportunidad de hacerse cargo del jardín que más ocupa su tiempo hoy, cargo en el que despliega su pasión por lo que llama lo insondable de la historia de la jardinería. Una complejidad que aplica no sólo en los cursos generales que da en el museo, sino en la facilidad con la que hoy puede resolver todo tipo de propuestas estéticas de diseño que le plantean. “Normalmente son las mujeres las que definen y deciden sobre un jardín; en base a su actitud puedo sugerir o a veces sólo hacer lo que quiere el dueño de casa”, comenta Antonio, cuyo jardín personal es bien simple, con orquídeas y helechos, pero sin árboles, hecho sin planificación y abierto a los cambios, porque tiene certeza de que “los jardines se comienzan a construir, se pueden reemplazar plantas, rediseñar sectores o incluso generar espacios de lectura, pero no se terminan nunca”. Por supuesto que ninguna de esas modificaciones las haría en el museo, ese lugar que lo hace sentirse privilegiado: “Disfruto de levantarme y decirme a mí mismo que voy a un jardín medieval. Es un lugar en el que he aprendido mucho, y cuando uno aprende, entiende, y cuando uno entiende, hace”.
Visitas guiadas los primeros sábados de cada mes, a las 15.30 y 17.30. A partir de la primavera se puede visitar el jardín de 9 a 13, en forma libre y gratuita. Avenida Juramento 2291 - Tel. 4783-2640 / 4784-4040, [email protected]
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