Domingo, 8 de julio de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
A fines de los ’60, Miles Davis era un músico ya legendario, que tenía su lugar asegurado por haber cambiado varias veces al jazz. En esos años en que Los Beatles hablaban de revolución, Hendrix rompía los límites del rock y el público celebraba a la vanguardia, el trompetista de 42 años que había inventado el bop y el cool se encerró por unos días en un estudio con un grupo de futuras estrellas, para grabar en 1969 un disco en el que fusionaría rock, jazz y vanguardia, y con el que volvería a inventar el sonido de la década siguiente.
Por Diego Fischerman
El año 1969 comienza, como todo, un poco antes.
Un principio podría ser Sgt. Pepper, el primer caso reconocido en el que un grupo pop participó del trabajo de mezcla en el estudio de grabación. O, dicho de otro modo, donde el trabajo de mezcla fue parte del proceso de composición.
Otro punto de inflexión fue el Album blanco y el simple con “Revolution” como cara B y aquello de John Lennon corrigiéndose a sí mismo (“Si se trata de romper todo no cuentes (contá) conmigo”). Ese disco –el primero blanco, el primero doble, el primero en señalar todos los estilos futuros del pop-rock–, al fin y al cabo, salió a la venta en el famoso 68, el mismo año del Mayo Francés, de Axis Bold as Love de Hendrix, de A Saucerful of Secrets de Pink Floyd y de la Sinfonia de Luciano Berio donde a un movimiento completo de una sinfonía de Mahler se le superponían los Swingle Singers, textos poéticos y políticos y hasta lecciones de solfeo.
El ‘68, ese año contra el que despotricó el recientemente electo Sarkozy (“se destruyeron las jerarquías, la diferencia entre el bien y el mal, entre lo feo y lo bello”), fue un año en que las revoluciones (la de Lennon entre otras) estaban a la orden del día. Y fue el año en que, por primera vez, con una tapa filopsicodélica y un título que remitía a Lucy y sus diamantes –Miles in the Sky–, Miles Davis utilizó un instrumento eléctrico, la guitarra, tocada por George Benson. Luego, en ese mismo año, apareció el piano eléctrico en las sesiones que serían publicadas, a comienzos del ‘69, en el disco Filles de Kilimanjaro. Y después, la explosión. “La electricidad según Miles, como la belleza para André Breton, será convulsiva o no será nada”, escribió la revista especializada francesa Jazz Magazine. Se referían, por supuesto, a Bitches Brew.
Cuando se habla de jazz rock se puede estar hablando de muchas cosas diferentes. Del gesto pop –un pop en modo menor, además– de algunos arreglos de discos de jazz (californianos) de los ‘70. Del gesto jazzy de algunos arreglos de discos pop. De algunas experiencias de Frank Zappa; de algunas experiencias de Soft Machine. Pero lo que Miles Davis hace, en Bitches Brew, es apropiarse del lado más exasperado del rock; de aquel que tiene que ver con la guitarra distorsionada de Jimi Hendrix. Nada hay de la rítmica mecánica del pop, nada de la “forma canción”. Lo que interesa a Miles es el rock como ruptura y como estética, ligada tanto al propio sonido –el timbre de los instrumentos eléctricos, la distorsión, los efectos como el wah-wah– como a la manera de producir en el estudio y, también, de concebirse a sí mismo como músico. En una época en que la modernidad caducaba casi de inmediato y las estéticas de apenas unos años atrás pertenecían a un pasado remoto –entre Beatles for Sale, de 1964, y el Album blanco no hay cuatro años de distancia sino una eternidad– Miles Davis, aquel que había sido moderno en la fundación del Be-Bop, a mediados de la década de 1940, se las arreglaba para seguir siéndolo. El sonido de 1945 eran sus grabaciones con Charlie Parker. Y el sonido de 1969 era Hendrix dinamitando el timbre de la guitarra eléctrica en Woodstock y, también, qué duda cabe, era Bitches Brew.
Varios grandes discos del jazz vieron la luz sobre los finales de distintas décadas (el solo de Coleman Hawkins en “Body & Soul”, en 1939, Giant Steps de Coltrane o Ah Um de Mingus, en 1959). Lo curioso es que en cada uno de esos años terminados en 9, Miles Davis fundó el sonido del jazz de la década siguiente. En 1949, con The Birth of the Cool, creó el de la década del ’50, una década cool. En 1959, con Kind of Blue, inauguró la década del ’60, una década blues. Y en 1969 dio comienzo, con Bitches Brew, a la década del ’70. A una década eléctrica. Y, también, una década política, revulsiva, contestataria. Bitches Brew no es sólo eléctrico. Es salvajemente eléctrico. Lo que en los años del bop, con sus notas sostenidas sin vibrato y su preferencia por atacar las frases desde una disonancia tocada casi sin ataque, con suavidad extrema, había sido la profundización de las tensiones armónicas y, luego, a partir de 1959, el trabajo sobre el color y la polirritmia y la abolición de la forma basada en la canción, en los ’70 tomó la forma de improvisaciones colectivas casi sin pautas previas (como en el free pero con un gesto absolutamente distinto del de Albert Ayler, por ejemplo), donde los instrumentos amplificados se daban la mano con una especie de multirracialidad –la incorporación de percusión y sitar– y donde el resultado era una suerte de sonido líquido, multiforme y expansivo.
Pero hay un dato más. Suele decirse que la totalidad es más que la suma de las partes en tanto es el producto de todas ellas más lo que produce su combinación. Esas partes, si se piensa en los músicos involucrados en Bitches Brew, ya son lo suficientemente poderosas de por sí: un supergrupo sin conciencia de serlo. Chick Corea, John McLaughlin, Joseph Zawinul, Dave Holland y Jack DeJohnette serían ni más ni menos que los músicos más importantes de las décadas siguientes. Y, en particular, el jazz rock de los ‘70 tomaría su forma de los grupos que lideraron los tres primeros: Return to Forever (Corea), Mahavishnu Orchestra (McLaughlin) y Weather Report (Zawinul). Como piensa Sarkozy, es posible que el 68 haya derribado las barreras entre lo feo y lo bello. Y es posible que Bitches Brew no sólo no suene “bello” sino que, además de no haberlo buscado, sus artífices se hubieran ofendido ante tal adjetivo. Bitches Brew, sencillamente, invita a escuchar el sonido del Big Bang. Y nadie dijo jamás que el sonido del Big Bang deba ser “bello”.
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