Domingo, 22 de julio de 2007 | Hoy
PERSONAJES > MAURICIO KARTUN, TREINTA AñOS DE TEATRO ARGENTINO
Empezó en talleres en los que la militancia era parte fundamental del teatro (y hoy explica por qué no vuelve a publicar esas obras). Trabajó con Pino Solanas en Los hijos de Fierro, componiendo las canciones que en la banda de sonido canta Alfredo Zitarrosa (y hoy guarda una anécdota heroica del destino de esa película). Tras el golpe, estuvo a punto de abandonarlo todo cuando Teatro Abierto lo devolvió al escenario (y tiene otra anécdota épica, con embarazo, Citroën y máquina de escribir). Con la democracia, se convirtió en el maestro de dramaturgia por antonomasia de actores, directores y escritores (y hoy advierte a cualquiera que intente kartunizarse). Con su segunda obra como director en cartel, Mauricio Kartun repasa una vida en el teatro argentino (y la cuenta como una obra imperdible).
Por Mercedes Halfon
Debe ser una tentación muy difícil de tolerar para un dramaturgo, alguien que ha pasado su vida inventando historias de perfecta construcción, no ver la suya propia como una sucesión de escenas, transiciones, puntos de giro y hasta tópicos temáticos que se repiten como puestos ahí por una mano con bastante sentido del humor, del suspense y hasta del gusto. Debe ser una tentación tan grande que ni siquiera Mauricio Kartun, el maestro de dramaturgia de Buenos Aires por antonomasia en los últimos diez años, consigue no caer en ella. Los episodios son apasionantes y atraviesan el gran relato político, económico y sensible de las últimas décadas de la Argentina desde el campo de batalla que puede ser un escenario teatral. Kartun es un joven hijo de judíos comerciantes del mercado del Abasto, un pésimo alumno que termina la escuela a los ponchazos a los veinte, ante la mirada conmiserativa de sus profesores. Kartun gana un premio de cuento, con la primera proto-narración que logra concluir y se da cuenta de que de ser un “bueno para nada” está pasando a ser un “bueno para algo”. O sea, escribir. Muchos años después Kartun estrena El niño argentino, segunda obra en la que oficia de director, luego de una vida dedicada a escribir textos dramáticos. Es decir que los episodios siguen sucediéndose, y lo que él va a contar en esta entrevista sería algo así como “la primera y segunda temporada”.
En el movilizado marco de la década del ’70, Mauricio Kartun escribe obras en los distintos talleres a los que asiste, paralelamente a su militancia en La Tendencia, fracción de la Juventud Peronista en la que se ubicaron algunos teatristas; se llamaban agrupación José Podestá. En ese momento hace sus primeras obras representables: “Mi cabeza estaba demasiado inquieta y ocupada por la política y el teatro no podía transformarse en algo paralelo; o se trasformaba en parte de esa inquietud o quedaba afuera. Y fue parte de esa inquietud. Mi primer texto estrenado fue Civilización... ¿o barbarie? Que intentaba historiar la Argentina desde 1810 y terminaba en los ’70, un clásico espectáculo de militante, movido por un interés muy inmediato que era el hablar de la realidad política que teníamos delante y lo que nosotros creíamos que se tenía que hacer. Mi omnipotencia me llevó hasta a actuar, me subía como un bombo, tengo fotos todavía”, cuenta. En el medio, antes y después hace obras que no llegan a estrenarse, experiencias fallidas, pero que le sirvieron de campo de experimentación. “En todos los casos eran dramaturgias de urgencia, la sensación era que el teatro era un buen soporte de transmisión de ideas, de llegada muy plena de comunicación. Y tenía una posibilidad de traslado, de llevar a cualquier lado, que le daba a ese soporte una condición extraordinaria como método de difusión. No había otra voluntad de trascendencia más allá de comunicar muy rápidamente algo que nos interesaba en relación con ese momento puntual. De manera que fueron materiales que perdieron vigencia. Los momentos históricos siempre pasan, pero el de los ’70 pasó de una manera tan fugaz, brutal y antinómica en relación con lo que vino, que fueron materiales que quedaron en una zona hasta ingenua, por eso no los he publicado”, dice.
En esa escalada le llegó a Kartun el non plus ultra del militante, el sueño dorado y acariciado por cualquiera de sus pares: trabajar con Pino Solanas y el grupo Cine Liberación en la realización de Los hijos de Fierro, ese impresionante documental ficcionado y poético, mezcla de difusión ideológica –con la más engolada voz de locutor setentoso declamando– con cine en estado puro; aparecía ahí una estética que ahondaba en un imaginario argentino que podía unir a Martín Fierro con Perón, la tradición gauchesca y el campo, con la política y la ciudad, y el bombo como sonido de fondo atravesando escenarios. Una película que hoy es además un documento del estado de cosas pregolpe del ’76. La labor de Kartun fue escribir las letras de las canciones que ahí sonaban, pero no se quedó sólo con eso. El dice: “Trabajar con Pino nunca es quedarte en tu casa tecleando la máquina de escribir, sino ir a la filmación, hacer de extra, cantar con la murga, estar ahí, involucrarte”.
En ese contexto, al finalizar el rodaje, sucede uno de esos momentos –escenas– que ahora recuerda como de inflexión, un punto de giro que relata con detalle: “Se venía el golpe, era inminente. Pino decide irse a Europa y nos propone irnos con él, nos advierte lo que se venía y que nosotros, en nuestra juventud e ingenuidad, no podíamos ver. Cuando se está por ir nos cuenta que no podía llevarse las latas de la película por una cuestión de volumen, no podía pasar un control de aduana con semejante bulto. Partir y dejar la película acá suponía la hipótesis de que se perdiera y nunca más volviese a aparecer. Entonces nos propuso a un grupo de media docena de personas que nos juntáramos en un laboratorio a verla para quedar como testigos de su existencia. Nos juntamos un día de mucho frío, muy temprano. Vimos la película, salimos de ahí a las once de la mañana, estábamos en Palermo y para despedirnos nos fuimos a El Guindado que era uno de esos boliches nocturnos tradicionales de la época, que estaban abiertos toda la noche, a la mañana por supuesto no abría, estaban baldeando. Pero nos bajaron una mesa, nos comimos unos sandwiches, nos tomamos unas cervezas, nos abrazamos en la puerta y cada uno se fue por su lado. Un poco a la manera que termina la película, nos íbamos caminando y sentíamos eso, la película termina como termina la experiencia, cada uno de los Fierro se va por su lado, no sabíamos qué iba a pasar con nosotros, uno se iba a Europa, otros nos quedábamos, otro se iba al exilio pero no sabía adónde. Yo a Pino lo volví a ver recién en el ’84, casi diez años después”.
Un detalle más. Las canciones que Kartun escribió fueron cantadas por un folklorista de ese momento, alguien que hacía un folklore que a él no le interesaba demasiado: Alfredo Zitarrosa. El paso de los años y la madurez hacen entender al dramaturgo la dimensión de ese hecho. Sus letras fueron cantadas por Zitarrosa, a quien ahora sí valora, y sí admira; es más, Guitarra negra fue, en la gestación de El niño argentino, si no un detonador, al menos un vientito que permanentemente mantuvo las llamas encendidas. Escuchaban el disco en los ensayos, y volvían y volvían a los temas de esas canciones: la vaca, la ejecución de la vaca, el matadero.
Quedarse en Buenos Aires, entonces. Ya no hacer teatro político, ni ningún otro tipo de teatro, no saber cómo ganarse la vida luego de haber quedado en la prescindibilidad de un cargo estatal de la provincia de Buenos Aires, adjudicado durante el gobierno de Cámpora. No pudiendo trabajar ahí, ni en nada que tuviera que ver con el Estado, habiendo roto su relación con el puesto del Abasto que le había dejado su padre, Kartun se dedica a negar el peligro que vivía, intenta un emprendimiento comercial y hace “una especie de formación espontánea, leí todo lo que no había leído en años anteriores, vi mucho cine, escribí teoría, hice trabajos de investigación. Una especie de diplomatura espontánea en campos que me interesaban y en los que no había tenido una formación sistemática. Esta fue asistemática, pero formación al fin. Y remató en el ’79, ingresando en el taller de dramaturgia de Ricardo Monti, en el que descubrí otra forma poética”. Esa forma tenía que ver con alejarse del discurso explícito y la pancarta para ahondar en una poética más personal, que no tenía por qué dejar de ser política.
El texto emblema de este pasaje fue Chau Misterix, una obra de clima nostálgico, que tiene de protagonistas a cuatro niños y un superhéroe: “En el ’78 escribí Chau Misterix y en el ’83 estaba escribiendo Cumbia Morena cumbia y en el ’84 Pericones, donde había vuelto al teatro político pero de otra manera, había vuelto entendiendo que hacer teatro no era encontrar un soporte que fuera una materia solvente en la que diluir ideas, sino que se trataba de construir universos poéticos que en todo caso tuvieran la forma de lo que uno tiene adentro, y en mi caso lo que tengo y he seguido sosteniendo es una voluntad política, una voluntad ideológica”.
Hay una historia dentro del relato de las obras de Kartun, la de La casita de los viejos, a la que él dice tenerle un respeto casi místico. Seguimos en dictadura, pero ahora el dramaturgo está por ser papá, le está yendo bien con el microemprendimiento –vende soldadura eléctrica–, y casi se olvidó del teatro. Chau Misterix fue estrenada con mucha expectativa, y más allá de alguna que otra crítica favorable, luego de los dos meses de funciones estipuladas, la obra bajó sin pena ni gloria. Los amigos que pusieron plata la perdieron, él también, quedó endeudado y hasta no pudo siquiera ir a buscar la escenografía, porque no tenía dónde guardarla. En ese contexto en el que nada parecía ya vincularlo al teatro, en el que otra vida posible se empezaba a configurar en el panorama, se hace una convocatoria o concurso de obras para lo que después fue el célebre Teatro Abierto. Kartun está recién operado de una mano, enyesado, su mujer está en el noveno mes, tienen su casa embalada y en stand by, porque el parto inminente les impidió la consumación de una mudanza. Falta un día para el cierre del concurso. Este episodio también va a ser contado detenidamente: “Ninguna de las condiciones exteriores colaboraba para que yo hiciera un texto. Y pasó un hecho muy singular. En principio fue una provocación de mi mujer que me preguntó si yo iba a escribir algo. Y le dije que no iba a poder escribir en esas condiciones. Entonces ella me dijo algo que revela un profundo conocimiento de la psicología masculina y de la mía en particular: ‘Está bueno, porque tenés la excusa perfecta para no presentarte, después ir a ver el ciclo, y decir sin ninguna culpa Todos esos pelotudos escriben mucho peor que yo’. Primero la puteé y después me senté a escribir. Fue un acto de concentración brutal. Esa noche escribí todo a mano, retomé un ejercicio del taller de Monti, lo tomé, lo desarrollé, lo terminé en borrador, a las seis de la mañana mi mujer rompió bolsa, nos subimos a un Citroën destartalado que teníamos, fuimos a la clínica y nació mi hija Luciana. Al otro día cerraba el concurso, así que esa noche puse la Lettera y pasé en limpio todo. El día que cerraba. Dos meses después me llamó Agustín Alezzo, que en ese momento era un referente extraordinario como ahora, pero además muy activo, dirigía dos obras por año. Me dijo que había leído mi obra y que quería dirigirla. Esto fue la revelación de que no tenía que dejar de escribir. Me volví a entusiasmar. Y además nunca pude volver a escribir una obra en una noche, convengamos que por más que sea una obra corta es mucho... nunca volví a tener esa energía. Fue un punto de inflexión. A partir de La casita de los viejos dejé de tener dudas sobre lo que hacía”.
Una de las cosas más sorprendentes al conocer la vida de Mauricio Kartun, a quien naturalmente se asocia a la docencia, es esta faceta de mal alumno, expulsado y repetidor, que marcó su adolescencia. Su interés por dar clases no fue tardío, pero sí fue inesperado para él. Llegó también por el lado de Teatro Abierto; en ese marco se dieron unos talleres, donde él, joven dramaturgo, compartía con Roberto Cossa, dramaturgo consagrado, la instancia docente. Luego de esos talleres y muy estimulado por Tito Cossa, Kartun siguió dando clases, primero a ese grupo que espontáneamente lo convocó y luego a otros. Hoy se podría decir que casi no hay dramaturgo que no haya pasado por su taller. Un noventa por ciento de los directores estrenados y exitosos –Daniel Veronese, Rafael Spregelburd, por citar dos ejemplos contundentes de las nuevas generaciones– alguna vez tomaron sus clases. El dice: “Para alguien cuya experiencia en relación a la educación era el fracaso escolar, pensarse maestro era una paradoja extravagante. Y fue así. Un día me descubrí maestro. Empecé muy halagado descubriendo que los méritos de los materiales que producían los alumnos en el taller podía vivirlos como propios y que era una alegría tremenda. Y un gran orgullo. Y que esto era un generador de energía que yo nunca había sentido en ningún otro trabajo. Tenía también cierta energía de director técnico en relación al equipo, del tipo vamooo vamoo, no aflojé, escribíiii (risas). Al principio enseñaba mucha técnica. Eso lo he dejado de lado. Con el paso de los años cada vez más mis clases se convirtieron en charlas, lugares de provocación poética”.
Pensando en esto, en todos los directores, dramaturgos, actores y narradores que concurrieron a su taller, y en el hecho de que Kartun fue también el creador de la Carrera de Dramaturgia de la E.A.D., Escuela de Arte Dramático de Ciudad de Buenos Aires, donde aún es responsable de la cátedra de Taller, es válida la pregunta acerca de su influencia en el panorama teatral porteño. Y la respuesta está a la vista. De los ’90 para acá, el teatro argentino ha vivido y vive un auge de producción, en la que no hay parámetros estilísticos fácilmente reconocibles. No hay, por así decirlo, un “teatro Kartun” por más autores y textos dramáticos que hayan pasado por su vista. “No veo marcas mías en el trabajo de mis alumnos. Y el día que las vea me voy a empezar a inquietar. Todo mi objetivo ha estado siempre en poder trabajar con un alumno que no viva ningún tipo de influencia en relación a mi propia estética e intereses poéticos. Es más, trato de alejarlos. Si siento que algún alumno se está kartunizando me preocupo y se lo señalo. Trabajar a la manera de es descansar de la tarea ímproba de encontrar la propia voz. Yo veo manierismo en el teatro porteño, y cuando lo veo me fastidia. Creo que no está mal que tu primera obra se parezca mucho a otra cosa, porque es una forma de acercarse... pero si tu segunda obra se sigue pareciendo ya estás dilapidando el esfuerzo.”
Estrenada en el teatro San Martín en el 2006, El niño argentino, su última obra, y segunda que dirige luego de La Madonnita (2003), todavía se puede ver. Una obra extensa, en rima gauchesca, que trata de dos hombres que comparten bodega con la vaca de una familia patricia que viaja a Europa. Estos hombres tienen una relación sentimental y carnal con el animal (interpretado por una mujer), en un cruce en el que las clases –el peón y el niño bien, el “niño argentino”– importan y mucho. La vaca va a ser esa mercancía, ideológica y libidinal, que en su intercambio provoque el drama.
Algo del recorrido que este dramaturgo transitó con sus obras se ve en este texto maravilloso y apabullante. Que deja claro el lugar central que Mauricio Kartun ocupa hoy en el teatro argentino. Un lugar tan importante para la tradición vernácula como para lo menos pensable aún, lo que todavía escapa a la nomenclatura, lo más contemporáneo.
El niño argentino
Teatro Regina
Av. Santa Fe 1235
De jueves a sábado a las 20.30 hs. Domingos a las 19 hs.
La obra completa de Mauricio Kartun está editada en dos tomos por la
editorial Corregidor.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.